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Lydia Cacho: No quiero perder la cabeza

Lydia Cacho, pañuelo de Teresa Sordo Lydia Cacho, pañuelo de Teresa Sordo Lydia Cacho, pañuelo de Teresa Sordo

Presentación en el CCCB, de Barcelona.
22 de enero de 2012 
* Acompaña el texto la foto de Lydia recibiendo el pañuelo con la última amenaza
que recibió, bordada por Teresa Sordo

 

Despierto, doy la vuelta con pocas ganas de abrir los ojos por completo. El reloj marca las tres de la mañana. Toco mi cuello y lo acaricio mientras hago respiraciones profundas. La oscuridad invade mi habitación, mi respiración se corta, necesito encender la luz para reconocer en donde me encuentro, el aroma de este sitio no me es familiar.

Por fin mi mano encuentra el botón para encender la lámpara. Me incorporo despacio reacomodo las almohadas y miro a mi alrededor. Estoy agotada nada quisiera en este momento sino dormir plácidamente, descansar toda la noche sin razones para el desvelo. Es un cuarto de hotel clásico, pequeñito y lindo en el barrio del West End de Londres.

Logro un ritmo de respiración profunda y estable tal como aprendí a hacerlo hace años que descubrí la Yoga y sus beneficios; el único método que logra equilibrarme. Aun en la cama asumo una postura de yoga básica: flor de loto. Conecto toda mi columna vertebral con la parte mas alta de mi cabeza. Entra, fluye y sale el aire por mi cuerpo y la ansiedad se derrama en las sábanas poco a poco. Sólo entonces estiro la mano y tomo mi libreta moleskin roja, la pluma ensartada en el resorte que la mantiene cerrada se queda en mi mano.

 

La pluma, mi lanza, mi herramienta mi compañera de viaje. La libreta es un puerto de abrigo, no importa la hora o el lugar siempre da la bienvenida a mis palabras sin importar hacia donde van –o si tienen destino-, las frases que se construyen con la tinta y el papel son mías, son nuestras; no estoy sola mientras pueda revelar los sueños, las pesadillas las ideas los pendientes y las palabras de los otros. Existo también, como existen las mujeres y los hombres que entrevisto para los periódicos, existo como existen las niñas y niños que me narran el horror del mundo y luego hablan de sus juegos y deseos de justicia. Escribo para los otros, escribo para mi, escribo para recordar que la vida importa.

No quiero perder la cabeza, escribo en una sola línea mientras toco otra vez mi cuello y un escalofrío me recorre la piel.

Me levanto de la cama y tomo una bufanda violeta que dejé sobre una silla; cuidadosamente la pongo alrededor del cuello. Vuelvo a mi lecho y me hago consciente de lo que sucede... el miedo se coló entre mis sueños y abrevó de una imagen cada vez más conocida en los diarios de mi país: las personas decapitadas, cabezas sin cuerpo en las páginas de una revista política, cuerpos desmembrados en la portada de un diario que nunca antes había sacado semejante imagen de horror. Entre sesenta mil asesinatos  en una inútil y mentirosa guerra contra el narcotráfico, mi país se desangra y en medio de esa sangre millones sobrevivimos para decir la verdad.

En la pesadilla la cabeza era mía, sin nada alrededor, en un paisaje desolado, árido,estaba mi rostro con los ojos cerrados ya sin vida.

Respiro nuevamente sin soltar la pluma, debo escribirlo todo para exorcizar la imagen.El miedo es una emoción que nace de la suposición de que frente a nosotras hay un futuro negativo o una pérdida. El terror, en cambio, es aquello que sentimos cuando conocemos el peligro y nos sabemos indefensas ante el. Como un niño que es abusado por su padre, cada noche sabe que su violador vendrá, siente terror porque a pesar de conocer al agresor y sus impulsos, se sabe paralizado ante su poder.

Vuelven a mi mente las palabras de la penúltima amenaza de muerte que recibí por correo electrónico, primero entregarían mis manos a mi pareja, luego darían la cabeza a mi padre. En cuanto recibí la amenaza llamé a mis abogados, la reenvié a las autoridades incapaces  y sin voluntad para investigar las agresiones a periodistas. Le di la información a un buen amigo que me asesora en temas de seguridad. Dos días más tarde sabíamos que la amenaza había salido de Veracruz, que el propietario del correo electrónico había escrito una veintena de correos en los que acordaba asesinar personas por mil quinientos dólares. Un sicario cualquiera, y yo estaba en su lista, sin embargo escribir una lista no es delito.

Seguí trabajando, segura de que las autoridades no harían nada por mi, como no hacen nada por la gran mayoría de mexicanas. Denuncié, dije todo lo que sabía, mi enemigo sabe que ahora le conozco, le arrebaté lo que las mafias más valoran, su escondite, su lugar seguro su anonimato. Y seguí mi vida. Eso hago cada vez que llega una nueva amenaza. Denuncio y sigo mi vida, aumento las precauciones y  escribo, que es lo mismo que seguir viviendo. Voy con mi terapeuta, lloro un poco, inevitablemente recuerdo cuando me secuestraron y me torturaron; trabajo el miedo, lo saco a pasear frente a testigos que saben cómo confrontarlo y debilitarlo. Arrojo luz sobre todo lo que está en mi cabeza, no quiero comerme el miedo, porque indigesta. Arrojo luz, no quiero que las palabras que describen con morbo y odio cómo sería mi muerte se queden colgadas de mis pupilas. Arrojo luz porque sólo con luz puedo mirarme al espejo y celebrar que aun estoy aquí y sonrío porque sí, simplemente sonrío porque puedo.Soy amenazante para unos pocos porque mi oficio es útil para muchos.

Miro de nuevo la frase en mayúsculas  NO QUIERO PERDER LA CABEZA. Pienso en los tiempos de mi adolescencia en que escribí una frase parecida para hablar de amor. Cuando era joven no quería perder la cabeza por amor, podía entonces acudir al lenguaje figurado cursi y poetico porque jamás imaginé que ser periodista podría costarles la cabeza a mis amigas, a mis colegas muertos o a mi, que sigo con la fortuna de la vida.

No importa que haya acudido a terapia, no importa que haya decidido no darme por vencida con la determinación de quien corre afanosamente hacia la tranquilidad y la esperanza, no importa que me haya prometido no repetir las palabras de quienes me quieren muerta. Las palabras de ellos, como las mías y las de otras periodistas, viven entre nosotras y tiene su propio peso, su forma y su certeza. Se escabullen a media noche, aunque estemos seguras de haberlas tirado a la basura, aunque hayamos hecho un ritual imaginario quemando las amenazas en el fuego. Y se aparecen así nomás, se convierten en imágenes poderosas; ya no son amenazas sino hechos, su poder descriptivo es atroz porque son parte de la realidad y la realidad de los otros es parte de nuestras vidas. Cuando me hago consciente de ello me levanto nuevamente de la cama, tomo un ejemplar de mi libro Esclavas del poder. Miro su portada. Para eso estoy aquí, para hablar de mis investigaciones de las mafias que compran y venden seres humanos. Llevo a la cama el libro, un libro que está vivo porque en él transitan las vidas y palabras de cientos de personas que a diario confían aunque sufran, que sueñan aunque temen, que conocen la libertad aunque estén esclavizadas o sean esclavistas. Los libros son vidas latentes resguardadas en tinta y papel.

Vienen a mi las palabras de Luis Racionero citando a Cervantes, dice que la realidad es un camino, no una posada. Recordarlo me hace consciente de que mi trabajo como reportera es un fragmento de andares comunitarios que nos ayudan a aprehender a ser personas capaces de mirar diversas realidades e imaginar futuros promisorios.

Me cobijo, toco la bufanda que ha entibiado mi cuello ya relajado, me hago consciente de todo lo que me rodea: una habitación que no es mía, una maleta con ropa barata y con mi cámara fotográfica; una botella de agua mineral, una cobija tibia que me resguarda del frío, mi pluma, mi libreta, mi libro escrito luego de 5  años de investigación y muchos logros. Entre todo ello estoy yo, viva, entera, respirando sana y salva.

Bebo un poco de agua. Escribo en otra página: no perderé la cabeza.

Cierro la libreta, respiro profundamente y pienso que mañana tendré un día interesante. La vida sigue y nosotras con ella.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010