Camilo Rodríguez Urrieta lo había conseguido a sus 47 años. Lo logró a fuerza de vivir en cautiverio 11 meses y 7 días en el palomar de la unidad habitacional de San Nicolás, barrio bravo enclavado en el Centro Histórico, sórdido espacio pintado en escala de grises.
NueveCopas, su captor, casi había perdido todo y ahora esa era su ‘casa de seguridad’. Parecía que había caído en una realidad lateral al confort con el que en otro tiempo vivió.
Afuera, por todos lados hablaban de la macabra estancia que se vive en un secuestro. De la voraz mente de un demente que, al final, siempre lograba escapar. Del calvario familiar. De los auriculares helados en la llamadas de rescate. De las pruebas de vida. De las amputaciones.
Lamió el borde del naipe con la lengua como si lo afilara. Era cartón, el mismo cartón con la que se hace cualquier baraja española, pero estaba vez se veía más amenazante. Con las manos atadas con el cable de una plancha, Camilo confirmó esa tardenoche lo que sospechaba desde el martes anterior: podía entender a los perros, comprender sus ladridos.
Desde las azoteas, cerca de las 7 de la noche, le gritaron que estaba apunto de morir.