Nuestra ciudad, Sinaloa o este país se han convertido día tras día en un cementerio innombrable. Y en las lápidas están escritos de manera prematura los nombres de familiares o amigos comunes. Nos hemos ido acostumbrando a eso y seguimos guardando silencio esperando que la muerte no nos dirija la mirada. Tal vez no deberíamos quedarnos más con los brazos cruzados.
Me siento profundamente avergonzado de que mi tierra este poblada de canallas y asesinos y que vayan ganando la partida. Parece que el territorio, la violencia y nuestro destino les pertenece. Somos testigos aterrados de una guerra donde muchos contendientes han perdido la decencia. Y ya no es suficiente poner las manos en los oídos de nuestros hijos para que no escuchen el estrépito del odio. El lejano rumor de un río de sangre se aproxima. Tarde o temprano vendrán no a tocar la puerta sino a tirarla a patadas para llevarse a alguno de nosotros o de aquellos que amamos. Como ahora arrancaron de su apacible rutina a Álvaro Rendón, El feroz, cuya única fiereza consistía en leer con devoción y defender la amistad.
Álvaro era un hombre que habitaba entre libros y cuyos personajes y tramas lo habitaban. Era un estupendo conversador, un crítico agudo extrañamente cálido, un hombre de letras, un hombre bueno. Formar un hombre como él, pulir un espíritu como el suyo, es un verdadero milagro en nuestros tiempos. No merecía morir así. Lo privaron del privilegio de morir junto a la gente que le amaba. Algo mucho más terrible de lo que imaginamos se ha quebrado en la estructura moral de sus victimarios que les ha envenenado la sangre y agusanado el corazón. Esperamos no anden campantes jactándose del crimen y que la señora Justicia no se haga la disimulada.
Sin embargo, calladamente, admitimos que nada va a ocurrir de nuevo, que nuestra débil sociedad civil tiene capacidad para soportar muchos más crímenes tan ruines, que faltan muchos más seres queridos (un hijo, una madre, otro amigos, desgraciadamente: varios niños) para que toquemos fondo, para que aprendamos a pronunciar una palabra de hartazgo. Algún remoto día, y lo digo con fingida esperanza, espero que podamos trenzar nuestras voces para detener esta cultura de exaltación de la vida fácil y de alabanza al terror y la muerte.
Quienes apuestan a la inteligencia, al arte o a la educación, como lo hizo apasionadamente Álvaro Rendón, El feroz, saben que no están equivocados, y que si alguno de sus asesinos hubiera descubierto el placer de las novelas que él recomendaba o lo hubieran escuchado hablar sobre la belleza de la noche sinaloense jamás se habrían atrevido a atacarlo, a despojarlo de su hermosa vida.
Algo debemos hacer con esta consternación, con esta rabia, este dolor, esta violencia latente en nuestras palabras. Cualquier respuesta, menos el silencio. No nos quedemos esperando a que lleguen los verdugos.