NUESTRA APARENTE RENDICION

Atisbos del porvenir. El México de 2010 desde 2110

Jorge Volpi en el Canal 22Preámbulo
Tras cuatro años de fungir como director general de Canal 22, la televisora cultural del estado mexicano -donde, debo subrayar, siempre se gozó de una irrestricta libertad de expresión-, el 1º de marzo de 2011 fue anunciada mi renuncia al cargo y mi nombramiento, a partir de julio, como agregado cultural de la embajada de México en Italia. Tres meses después, cuando me encontraba ya en Roma en busca de casa, recibí la intempestiva llamada del secretario particular de la secretaria (ministra) de Relaciones Exteriores, el cual me informó que el nombramiento había sido anulado "por razones presupuestales". Además, me aclaró que la secretaria Espinosa no pensaba comunicarse conmigo ni darme más explicaciones.

A partir de ese momento, inicié una investigación propia de una (mala) novela de espionaje, hasta llegar al fondo del asunto, confirmado por numerosas fuentes cuyos nombres no estoy autorizado a revelar. En realidad, la anulación del puesto fue en represalia por las opiniones que expresé en la presente conferencia, dictada el 12 de abril de 2011, en la Universidad de Castilla-La Mancha, para inaugurar su ciclo de Bicentenarios dedicado a México. El texto desató la ira del embajador de México en España, Jorge Zermeño. A continuación, la secretaria Espinosa decidió cancelar el nombramiento, enmascarándolo detrás de un falso "recorte presupuestal".
El 30 de junio, el diario Reforma dio a conocer los primeros detalles de este incidente. Desde mi cuenta de twitter confirmé lo que allí se decía. A partir de ese momento, se desató un pequeño escándalo en las redes sociales y los medios impresos mexicanos.
Al día siguiente, 1º de julio, el jefe de la Oficina de la Presidencia de México, Gerardo Ruiz Mateos, se comunicó conmigo para informarme que el Presidente Felipe Calderón había determinado que podría ocupar el puesto en Italia. Tras agradecer la intervención del Presidente, respondí que no podía aceptar el encargo por congruencia dado que la secretaria Espinosa continuaba sosteniendo que todo se había debido a un "recorte presupuestal".
Éste es el texto que desató la breve polémica. Cualquier lector podrá comprobar que no hace sino prolongar las ideas desarrolladas en mi libro El insomnio de Bolívar (Premio Debate-Casamérica), publicado en 2009. Su trama central es, inevitablemente, el narcotráfico. Al parecer, para algunos funcionarios mexicanos se trata de un tema frente al cual sólo cabe la versión oficial. Toda disidencia se interpreta como una muestra de enemistad en vez de un llamado a la discusión crítica sobre este problema.

 

Obertura. México en La Mancha
Agradezco la invitación del Excelentísimo Rector de la Universidad de Castilla-La Mancha para dirigirme a ustedes a través de esta holoconferencia en torno a la situación política, social y cultural de México en 2010, mientras celebraba el bicentenario del inicio de su independencia, justo cuando se cumplen cien años de aquel momento. Celebro que la tecnología me permita encontrarme en dos lugares y dos tiempo a la vez: más aún porque así una parte del antiguo México —esa nación cuya azarosa vida se prolongó a lo largo de casi tres siglos— renace hoy en La Mancha, la comarca reinventada por Cervantes que aún sirve de inspiración a ese vasto territorio de habla hispana que se extiende desde Canadá hasta la Patagonia.
Mucho ha cambiado el mundo desde entonces: para empezar, a partir de que México se incorporase a la Unión Americana hace un año escaso, deberíamos dar por concluida su época como nación independiente. Poco a poco los mexicanos nos acostumbraremos a esta mutación, como les ocurrió a ustedes aquí, donde ya nadie muestra nostalgia alguna por el nombre de España, suprimido de los documentos oficiales en 2050, cuando se reconfiguró la nueva organización provincial de Europa.
No deja de resultar paradójico que, al rememorar el tricentenario de la independencia de México, ese lugar ya no exista: la idea de esta charla es, por tanto, analizar algunas de las razones que, cien años atrás, detonaron los movimientos que a la postre condujeron a la abolición de la frontera entre Estados Unidos y México y a la unión continental que, entre los mejores augurios y las más feroces críticas, se levanta en nuestros días.

Primer acto. El baile del Bicentenario
Historiadores y agoreros señalaron la dolorosa coincidencia: si 1810 dio origen a una conflicto que se prolongó por once años y 1910 a una revolución que duró diecinueve, 2010 vio el apogeo de la llamada guerra contra el narco, que no concluyó sino dieciocho años más tarde, en 2026, cuando México anunció la legalización de las llamadas drogas duras, adelantándose en un año a la posición tomada por Estados Unidos. Las estadísticas muestran una catástrofe de proporciones bélicas: más de 30,000 muertos entre 2006 y 2010, a los que habrían de sumarse decenas de miles en los lustros subsecuentes.
Antes de llegar a este punto, es necesario retrotraerse décadas atrás para atisbar las condiciones que propiciaron este desastre humanitario. En mayor o menor medida, el narcotráfico estuvo presente en México desde los albores del siglo xx, si bien su expansión se aceleró a partir de los años cuarenta. En ese momento, los traficantes mexicanos que habían surtido de alcohol al sur de los Estados Unidos durante la Prohibición se reconvirtieron en exportadores de droga, en especial de marihuana, una sustancia que se empleaba en México desde la época prehispánica y que jamás había sido objeto de persecución sistemática. Al término de la segunda guerra mundial, la política de salud pública en Estados Unidos se volvió también más restrictiva, al grado de ilegalizar todo tipo de enervantes y de perseguir tanto su producción como su distribución y consumo. Entretanto, la demanda de estos productos se incrementó drásticamente y los traficantes mexicanos, pronto aliados con los productores colombianos —responsables de la introducción masiva de cocaína—, no tardaron en aprovechar este filón.
De 1929 a el 2000, México estuvo gobernado por un solo partido, en un experimento político al que Mario Vargas Llosa denominó “dictadura perfecta”, que se asemejaba más bien a un autoritarismo selectivo, pues a la vez consentía mayor libertad cívica que cualquier dictadura latinoamericana del momento —o, para el caso, que el comunismo cubano o soviético—, y mantenía un férreo control sobre casi toda la vida pública y no dudaba en emplear la fuerza cuando se sentía amenazado (como ocurrió en 1968). El Partido Revolucionario Institucional (PRI) no sólo se transformó en una eficaz máquina para ganar elecciones, sino en una estructura que acabó por permear todo el desarrollo del país, provocando que el orden institucional adoleciese de sus mismos vicios y lastres. Su antecesor, el Partido de la Revolución Mexicana, había nacido como un pacto de caudillos para repartirse las distintas posiciones de poder, y esa capacidad negociadora, siempre en los límites de la legalidad, se conservó hasta los albores del siglo xxi.
El régimen de la Revolución construyó un andamiaje jurídico ejemplar —la primera constitución social del siglo xx, como rezaba la propaganda oficial—, que no se correspondía con una realidad dominada por la corrupción, el autoritarismo y un precario estado de derecho. A nivel local, los gobernadores de los estados, teóricamente autónomos, eran nombrados por el presidente de la República, y éstos a su vez imponían a los alcaldes de las distintas ciudades y pueblos. Esta pirámide de poder se veía engrasada por la corrupción tanto de los funcionarios públicos como de los integrantes de las policías estatales y municipales, así como por un sistema de justicia que obedecía ciegamente los dictados del ejecutivo.
Si bien algunos de sus miembros se atrevieron a confesar la conveniencia de pactar abiertamente con los narcos, en realidad el entramado social del priismo, donde los actos del gobierno y del partido se fundían con toda clase de negocios ilegales, alentó su florecimiento mediante una serie de acuerdos tácitos entre los responsables políticos, la policía, los tribunales y los delincuentes. Hasta sus últimos días en el poder, el PRI mantuvo este statu quo e, incluso ante escándalos como el asesinato de un agente de la agencia antinarcóticos estadounidense en 1985 o del arzobispo de Guadalajara en 1993, la detención de funcionarios de alto nivel vinculados al narco —como el general Gutiérrez Rebollo en 1997—, o la prominencia de ciertos capos —los hermanos Arellano Félix, el Señor de los Cielos o el Chapo Guzmán— jamás alteró esta estrategia.
El triunfo del candidato del Partido Acción Nacional (PAN) en 2000 parecía destinado a cambiar la situación, pero a nivel local las viejas alianzas del priismo se conservaron prácticamente intactas: hasta bien avanzado el siglo xxi, una cuarta parte de los estados del país jamás fue gobernada por otro partido. Sólo que, ante la ausencia de un poder central omnímodo, el tejido de complicidades que había asegurado el orden y la relativa estabilidad del país comenzó a resquebrajarse. En este escenario fluctuante y movedizo, los antiguos acuerdos entre el gobierno y los narcotraficantes —y de éstos entre sí— se volvieron cada vez más frágiles o de plano se quebraron. De pronto ninguna autoridad podía asegurar que se respetaría una plaza o una ruta —palabras clave del nuevo narcolenguaje— o que ciertos capos serían intocables. La perversa e implacable lógica priista quedó desgajada, dando lugar a un terreno pantanoso en el cual las tensiones se volvieron extremas. El gobierno del presidente Calderón (2006-2012) acertó en sus críticas: durante el sexenio de Vicente Fox (2000-2006) nada se hizo, ya no para transformar el sistema, sino para comprender las consecuencias sociales provocadas por la descomposición del antiguo régimen.
A este escenario inestable se sumaron dos elementos externos. Si bien el discurso antiinmigrante se había apoderado ya de amplios sectores de la derecha estadounidense, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 fueron el mejor pretexto para tratar de cerrar aún más la frontera: el tráfico de drogas se volvió más complicado y los precios aumentaron (así como las perspectivas de negocio). En segundo lugar, la facilidad para adquirir toda clase de armas en Estados Unidos favoreció que los distintos grupos de narcos —así como sus sicarios y ejércitos privados—, cada día más atomizados e incontrolables, se armasen hasta los dientes en una espiral inflacionaria propia de la Guerra Fría. Las condiciones eran propicias para que cualquier nuevo elemento detonase una catástrofe perfecta, como en efecto ocurrió.
Las elecciones federales de 2006 fueron una pesadilla después del breve sueño democrático del 2000: el triunfo de Felipe Calderón ante al candidato de la izquierda, por menos de un punto, provocó una agitada protesta poselectoral. Las acusaciones de fraude sonaron por doquier y Andrés Manuel López Obrador se negó a reconocer la legitimidad de su contrincante. Aunque esta deriva radical alienó a la mayor parte de sus seguidores, la crisis de legitimidad enturbió el inicio del gobierno de Felipe Calderón. A cien años de distancia aún no es posible saber, de forma definitiva, hasta dónde la guerra contra el narco fue emprendida en busca de la legitimación política, como señalaron los rivales de Calderón, o debido a una decisión consciente de desmantelar las complicidades que subsistían desde la época priista, pero no cabe duda de que su proclamación en 2007 se convirtió en el disparador de la ola de violencia que se abatió sobre el país a partir de entonces. Pero el diagnóstico sobre la situación elaborado por Calderón era preciso: la precaria estabilidad abonada por los gobiernos priistas, tanto a nivel federal como local, había comenzado a resquebrajarse con la consiguiente descomposición del entramado social.
¿Podemos asegurar que, de no haberse lanzado la guerra contra el narco, la violencia se hubiese conservado en los niveles anteriores a 2007? Difícil saberlo. Pero el lanzamiento de los llamados “operativos conjuntos” del ejército sin duda contribuyó a aumentar el número de homicidios ligados al narco entre 2008 y 2010. Distintos estudios intentaron demostrar que las espectaculares detenciones de diversos capos también influyeron en este dramático incremento. En un modelo caótico, desprovisto de referentes y normas, la repentina desaparición de los últimos responsables de conservar cierto orden —así fuese desde la ilegalidad— condujo sin remedio a una suerte de anarquía. Cada vez que se eliminaba un capo, sus lugartenientes no tardaban en batirse entre sí para ocupar su lugar, provocando una incontenible sucesión de venganzas (semejante a la Orestíada). De allí las ejecuciones cada vez más cruentas, la pérdida de cualquier mesura social y el uso sistemático de chantajes y amenazas dirigidos contra la sociedad y las autoridades a través de narcomantas, de los medios de comunicación tradicionales y de las —entonces— nuevas redes sociales.
El México previo a la guerra contra el narco era agitado pero previsible: unos cuantos cárteles se dividían el mercado —con ocasionales reyertas por los territorios fronterizos—, el aparato legal estaba dispuesto a contemporizar con ellos y una amplia serie de comunidades subsistían gracias a la redistribución de sus ingresos. Cuando el gobierno decidió cazar a los capos, y los carteles se fragmentaron y pulverizaron, los nuevos lidercillos perdieron la capacidad para lograr acuerdos entre sí, a los gobiernos locales ya no le resultó tan fácil —ni tan productivo— negociar con ellos de manera tácita o explícita, la seguridad personal se volvió cada vez más incierta y la sociedad civil se convirtió en cotidiana víctima colateral de sus refriegas. Como en 1810 y 1910, en 2010 el ejército volvió a las calles, los medios de comunicación se saturaron con partes de guerra y una nueva cultura bélica, ligada al narco y a sus víctimas, se apropió del imaginario colectivo. Y así, del mismo modo en que 1910 no pasó a la historia por los fastuosos festejos organizados por el dictador Porfirio Díaz para el Centenario, las celebraciones del 2010 también se vieron empañadas ante el alud de noticias ligadas con esa palabra omnipresente —y equívoca— que parecía contaminarlo todo: el narco.
A cien años de distancia, y a más de setenta de la legalización de las drogas en el orbe, la guerra contra el narco mexicana luce como otra de esas tragedias producto de la irracionalidad que han azotado a distintas sociedades a lo largo de la historia. Así como en 2010 aún se miraba con asombro e incomprensión que Estados Unidos se hubiese empeñado en prohibir el consumo de alcohol durante la segunda década del siglo xx —generando un fabuloso mercado negro y el inmediato enriquecimiento de la mafia—, a nosotros aún nos cuesta entender que la ilegalización de las drogas, una insólita medida de salud pública —la más perfecta expresión del biopoder, en términos de Michel Foucault—, fuese la causante de tantas pérdidas humanas, del enriquecimiento de los cárteles y la aparición de una sociedad parasitaria de sus ganancias. Irónicamente, fue el propio presidente estadounidense de la época, Barack Obama, quien fijó la comparación entre estos dos fenómenos cuando, con el afán de halagar a su colega mexicano, afirmó que Calderón era el “Elliot Ness mexicano”. La actuación policíaca del presidente pudo ser igual de decidida, pero no debe olvidarse que la carrera del Ness auténtico sólo pudo concluir cuando la absurda prohibición contra el alcohol fue levantada.
Los críticos más lúcidos de la época no cesaron de señalarlo: ¿por qué el estado ha de impedir que sus ciudadanos mayores de edad tomen drogas? ¿Para no perder su fuerza de trabajo? ¿Para no pagar los costes de su rehabilitación? Con enorme hipocresía, los defensores de la ilegalización trataban a los ciudadanos como a niños sin conciencia y en realidad contribuían a sostener un negocio millonario. Porque la ley económica se reveló, como siempre, irrefutable: mientras hubo demanda hubo oferta y ésta no dejó de crecer a lo largo de las primeras décadas del siglo xxi pese a los millones de dólares invertidos en combatirla.
Aunque legítima —al estado no se le puede pedir que incumpla las leyes—, la guerra contra el narco estaba condenada al fracaso, y no porque la estrategia bélica fuese necesariamente errónea, como aseguraron muchos de sus críticos, sino porque su principal objetivo —frenar el tráfico de drogas— era inalcanzable. Más allá de las proclamas públicas y de la exhibición constante de capos y pacas de cocaína, marihuana o drogas sintéticas decomisadas, el comercio ilegal de drogas nunca se detuvo, ni en México ni en ninguna otra parte. Por ello, los gobiernos posteriores prefirieron fijarse una meta más modesta y efectiva: no detener el narcotráfico, sino limitar la violencia asociada con éste.
Aunque los paladines de la ilegalización quisieron comparar esta estrategia con la connivencia o los pactos de la época priista, se trató de un paso adelante que, de manera realista, buscó reinstaurar cierto orden tácito al tráfico de drogas —limitando sus efectos colaterales—, al tiempo que reconocía la necesidad de avanzar en una política global de legalización. En ninguna medida se trató de negociar con los narcos o de ceder a sus chantajes, sino de reorganizar la maltrecha base social de amplias zonas del país y de reconfigurar un sistema basado en la protección de las libertades cívicas que los propios narcos, cada vez menos conspicuos, también prefirieron cumplir.
La tarea no fue sencilla, pero la reconstrucción de un poder judicial autónomo y de cuerpos policiales menos susceptibles de ser corrompidos, y en especial la puesta en marcha de ambiciosos programas sociales y educativos en las áreas de mayor riesgo, permitieron que hacia 2015 los índices de violencia se contrajesen a los niveles del 2007 y que, a partir de 2017, disminuyesen progresivamente, si bien jamás se detuvo el incremento de la producción o el consumo de drogas. Así, México se colocó en primera línea durante las gigantescas movilizaciones mundiales que a la larga condujeron a la primera ola de legalización, encabezada por Brasil y otras potencias emergentes en 2019.

Segundo acto. Las desventuras de la democracia
En 2010, la guerra contra el narco terminó por ocultar otros de los mayores problemas del país, algunos acaso más urgentes —como la desigualdad—, así como muchos de sus logros y aciertos, que también los hubo. El triunfo del PAN en el 2000, luego de 69 años de gobiernos priistas, fue un punto de inflexión que sin embargo no llegó a modificar drásticamente las viejas estructuras del priismo. Para México, como para otras naciones latinoamericanas, la democracia había sido un anhelo largamente pospuesto y, cuando por fin llegó, no resultó la panacea que muchos esperaban. Al contrario: la democracia planteó nuevos desafíos y exacerbó la inestabilidad heredada del modelo autoritario.
Vicente Fox intentó crear un gobierno de coalición, invitó a destacados priistas e intelectuales a formar parte de su equipo y se esforzó por ofrecer una imagen incluyente y abierta. En medio del entusiasmo desatado por su victoria, logró impulsar unos cuantos proyectos capitales —como el Instituto Federal de Acceso a la Información— y consolidó algunos procesos ya en marcha, como el respeto a la libertad de expresión. Pero su vitalidad como candidato se vio contrarrestada con su falta de preparación como presidente y la sensación de que su esposa era quien controlaba aspectos vitales de su gobierno. Entretanto, un Congreso de la Unión empantanado entre las tres principales fuerzas políticas se dedicó a bloquear cualquier iniciativa arriesgada o novedosa, desperdiciando el capital político ganado durante el 2000.
Apenas tres años después de su llegada, la democracia parecía haber perdido su atractivo para los ciudadanos mexicanos: la frivolidad del presidente y su entorno era cada vez más evidente, los intelectuales que se sumaron a su equipo terminaron por abandonarlo y las promesas de crecimiento, combate a la desigualdad y reforma del estado se vieron pospuestas. Entre 2003 y 2006, Fox abandonó cualquier iniciativa de cambio, se regodeó con su imagen y se concentró en impedir que López Obrador, entonces popular alcalde de la ciudad de México, pudiese convertirse en su sucesor. Como candidato, Fox le hizo un gran bien a la democracia mexicana, pero su animadversión hacia el alcalde le causó un daño irreparable.
A cien años de distancia todo indica que, en un simple recuento de los votos, Felipe Calderón en efecto venció a López Obrador por unas décimas de punto, pero es innegable que ello se debieron en buena medida al apoyo ilegal que le concedió Fox y a la sucia campaña televisiva pagada por influyentes empresarios. El 2006 fue el reverso del 2000: una sucesión de errores, desacuerdos y actos de soberbia que mancillaron la reluciente vida institucional del país. Así, mientras López Obrador se decantó por una vía extremista, alejada por completo de la legalidad, Calderón emprendió la guerra contra el narco. En medio de estos dos extremos, los ciudadanos se vieron arrastrados a tomar partido o terminaron por hastiarse de la democracia que apenas habían estrenado. Un ejemplo: durante las elecciones intermedias del 2009, el principal debate público ya no era por quién votar, sino si los ciudadanos debían hacerlo en blanco para demostrar su repudio hacia una clase política que percibían lejana e irresponsable. Con un congreso dividido —aunque ahora con mayoría del PRI—, otra vez las reformas quedaron en el aire. Fuese a causa de la intransigencia de la izquierda, los intereses espurios del PRI o las afinidades empresariales del PAN, se volvió imposible modificar el anquilosado esqueleto legal y económico del país. Obsesionado con el narco, el gobierno descuidó otros temas de la agenda pública, e incluso su proyecto más exitoso y perdurable, el Seguro Popular, quedó oscurecido ante su obsesión por el narcotráfico.
En medio del hartazgo y del miedo, los festejos por el bicentenario y el centenario se vieron empañados. Numerosos críticos habían presagiado que un partido como el PAN, cercano a los sectores más conservadores del país, iba a sentirse incómodo celebrando a los héroes ensalzados —más bien reinventados— por el PRI, y que a la larga intentarían sustituirlos caudillos afines como Iturbide. No fue así. Por una razón de cálculo político, el gobierno panista decidió realizar las celebraciones con un entusiasmo que bordeó la fiebre nacionalista con todo tipo de actividades. El fracaso de algunas de ellas —la canción o el arco del Bicentenario— no enturbió la energía con la cual los funcionarios gubernamentales defendieron las fiestas. Pero lo más notable fue el enfoque explícitamente no ideológico que el PAN le confirió a la historia patria. Si bien hay que reconocer su apertura, esta aproximación configuró, inevitablemente, otro discurso: la necesidad de distanciarse de la Historia, de aligerar su peso, de mirarla como un pretexto para la unidad. La conmemoración invitaba a olvidarse de las calamidades cotidianas —el cotidiano recuento de víctimas en horario prime time— y a refugiarse en la sensación de ser “orgullosamente mexicano” —el lema oficial de las celebraciones—, es decir, orgulloso de todo lo que no aparecía en los noticieros. El acto central de las conmemoraciones fue, por ello, un fastuoso y aséptico espectáculo multimedia en el Zócalo de la ciudad de México, frente al cual nadie pudiera sentirse excluido (aunque tampoco, dada su naturaleza carnavalesca, identificado). Un último dato: a nivel local, los estados replicaron el mismo enfoque, sin importar si se estaban gobernados por el PAN, el PRI o el PRD, lo cual no sólo habla de la escasa imaginación de la clase política de entonces, sino de la homogeneidad que la sociedad del espectáculo había alcanzado en todas partes.

Tercer acto. Otros Méxicos
En el México de 2010, el estruendoso prefijo narco consiguió anteponerse a todas las manifestaciones de la cultura mexicana, de los narcocorridos a la narcoliteratura, pasando por el narcocine, la narcotelenovela, el narcoarte conceptual, la narcoópera o la narcodanza. Pese a la innegable visibilidad de sus manifestaciones, se trataba sin embargo de una pequeña porción en medio de la inmensa actividad artística que se desarrollaba en el país en aquellos años. Una pantalla que, al amparo de los medios electrónicos, ocultaba la rica variedad imaginativa del momento.
Los narcocorridos existían desde mucho antes de la guerra contra el narco; herederas de los cantantes de corridos revolucionarios, las bandas norteñas ensalzaban las aventuras de los capos —nuevos héroes clandestinos en el imaginario colectivo— y, a la manera de los antiguos bardos medievales —como sugirió Yuri Herrera en una de las mejores novelas de la narcoliteratura, Trabajos del reino—, no tardaron en ponerse al servicio de los nuevos reyezuelos. Una profesión en la que no escaseaban los peligros: si alguno de los cantores llegaba a narrar episodios inconvenientes de sus carreras criminales, o los traicionaban para ensalzar a sus rivales, podían terminar ejecutados por sus mecenas. En algún momento, el gobernador de Sinaloa —uno de los estados donde nació el narco— intentó prohibir estas manifestaciones de la cultura popular, evidentemente sin éxito alguno.
La narcoliteratura, por su parte, se había iniciado años atrás en Colombia, con obras emblemáticas como La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo o Rosario Tijeras de Jorge Franco. En México, correspondió a Élmer Mendoza el mérito de iniciar su andadura: sinaloense como algunos de los principales capos, retrató eficazmente sus usos y costumbres, y en especial su lenguaje, empleando los recursos de la novela negra. Decenas de escritores de todas las regiones del país —y no sólo del norte, como llegó a decirse— no tardaron abrevar de estos modelos y en replicarlos sin fin. El éxito de la fórmula también inspiró a creadores de otros países: el cineasta estadounidense Steven Soderberg filmó la muy eficaz Traffic, el novelista policíaco Dan Wislow narró de manera apenas disimulada la historia de los Arellano Félix y el asesinato del agente Camarena en El poder del perro, y el español Arturo Pérez Reverte publicó La Reina del Sur, pronto convertida en una telenovela que invitaba al público a identificarse con las aventuras de una hermosa —y de buen corazón— jefa del narco.
En medio de esta agitación, un dato resulta significativo: de entre las miles de actividades programadas para celebrar el bicentenario —de programas de televisión a libros académicos, de coloquios y mesas redondas a fiestas populares, del show en el Zócalo de la capital a concursos de todo tipo—, destaca que el propio gobierno federal financiase la película El infierno, de Luis Estrada, una comedia negra que acaso sea la crítica más severa emprendida hacia la guerra contra el narco animada por ese mismo gobierno. Ello no sólo habla de la nueva libertad de expresión existente en el país, imposible durante la época priista, sino de la necesidad de confrontar un problema que había llegado a convertirse en el único tema de discusión pública. Como señaló irónicamente la artista plástica Teresa Margolles con el título de una instalación presentada en la Bienal de Venecia de 2009, a la que por cierto acudió como representante oficial de México: “De qué otra cosa podríamos hablar?”
Los clichés no cesaron de replicarse: escenas de una crueldad cada vez más abyecta, bellas mujeres capaces de enfrentarse a los capos, una policía siempre corrupta, funcionarios y políticos irresponsables o cómplices del narco y una sociedad civil siempre amedrentada. Convertida en sucedáneo del realismo mágico como nuevo paradigma del exotismo de América Latina, la narcoliteratura también produjo también obras notables, como la mencionada Trabajos de reino o Los minutos negros, de Martín Solares. En el cine y en la televisión ocurrió lo mismo: de la telenovela pionera, Demasiado corazón, en 1998, a La Reina del Sur y El infierno en 2010 —con el paso intermedio de numerosas series colombianas— , los narcos se introdujeron en las pantallas caseras, lo mismo como crueles villanos que como románticos antihéroes, contribuyendo también a la saturación del imaginario mexicano con sus vidas enloquecidas y salvajes. 
Insisto: en el México del 2010 había muchos Méxicos además del México del narco. El país nunca fue, a lo largo de este período, un “estado fallido”: con 112 millones de habitantes y una de las mayores economías del mundo, era una sociedad demasiado compleja para ser reducida a una sola expresión. Su mayor problema, de hecho, no era el narcotráfico sino la gigantesca inequidad que se vivía en su interior y la falta de una auténtica reforma educativa. El lugar común dice que el México de 2010 era, sobre todo, un país de contrastes: contaba con el hombre más rico del mundo —el empresario de origen libanés Carlos Slim— y con cerca de cuarenta millones de habitantes sumidos en la pobreza; con barrios tan modernos y cosmopolitas como Nueva York o Berlín, y con zonas que no se distinguirían de Calcuta o El Cairo; con una vida cultural tan rica en la ciudad de México como en Madrid o Roma, y con regiones donde no existía ninguna manifestación cultural al alcance de cientos de miles de ciudadanos (fuera de la televisión).
Imposible resumir la inmensa variedad de manifestaciones que escapaban a la narcocultura: habría que señalar, más bien, la ausencia de dictados críticos únicos, un ambiente artístico movedizo y cambiante, la falta de patrones reconocibles, la ausencia de grupos y movimientos, la preeminencia de las corrientes centrales del mainstream y el entretenimiento global, y la proliferación de microecosistemas culturales capaces de sobrevivir de manera más o menos autónoma. Como otros países de América Latina, México había dejado de ser un país fácilmente encasillable: el exotismo representado por el realismo mágico en literatura, o por los muralistas y Frida Kahlo en artes plásticas, se había desvanecido por completo y los artistas y escritores estaban más interesados en sus preocupaciones individuales y en responder a tradiciones múltiples que en obedecer a los dictados de este nuevo exotismo. En resumen, el México de 2010 era muchos Méxicos, fragmentados y plurales, discontinuos y fractales. Méxicos que, por primera vez en su historia, ya no estaban interesados en la construcción —o reconstrucción— de la onerosa carga de la identidad nacional.

Epílogo. ¿Y después?
Después, de manera inverosímil, las buenas noticias comenzaron a sucederse. A partir de 2012, se iniciaron las primeras grandes manifestaciones mundiales para exigir la despenalización de las drogas; en 2014, se llevó a cabo una de las mayores, en la ciudad de México, a la que asistieron unos dos millones de personas, encabezadas —vale la pena decirlo— por un poeta; en 2018, una amplia coalición de izquierda llegó al poder con la consigna de la despenalización; ratificada en las urnas en 2025, la coalición se decidió a hacerla efectiva en 2027, con un amplio consenso en el Congreso. Otros problemas, como la inequidad, tardaron más en resolverse, pero a pesar de las crisis económicas de 2045 y 2068, el país era ya, hacia 2050, la quinta economía del mundo, sólo por detrás de China, India, Brasil y Estados Unidos.
En 2075 se iniciaron las conversaciones con este último país para acentuar la unión fronteriza ratificada —no sin controversias— en 2090. Y así llegamos al día de hoy, recordando los trescientos años del inicio de la independencia de México justo cuando este país ha dejado de existir. Lo que no se ha desvanecido es la pujanza cultural de sus ciudadanos en todas las disciplinas. Y un dato que no resulta menor: el español se convirtió en lengua dominante en la nueva Unión Norteamericana, con 62 por ciento de hablantes, frente al 33 por ciento del inglés, el 3 por ciento del francés y el 3 por ciento de lenguas originarias. Como fuere, vale la pena recordar esta gesta y pensar que, con la miopía que caracteriza a los pueblos en el presente, los mexicanos de las primeras décadas del siglo xxi  no podían siquiera imaginar el brillante porvenir que les aguardaba a sus descendientes —esto es, a nosotros— cien años después.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Jorge Volpi

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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