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La publicación de la Ley General de Víctimas, ¿es un avance o un artificio propagandístico?

 

Cuando terminó el acto en Los Pinos se me acercó un muy buen abogado, Samuel González Ruiz,  para enumerarme las deficiencias jurídicas de la ley estrenada minutos antes. Isabel Miranda de Wallace, Alejandro Martí y diversos analistas han expresado argumentaciones similares. También ha sido descalificada por cara, porque creará otra burocracia o porque es vista como una manipulación propagandística de Peña Nieto y su equipo. Son críticas justificadas que compartimos quienes consideramos positiva la ley. Razono mi postura a partir de una evocación.

En junio de 1990 se creó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Fue una ceremonia con la solemnidad de los grandes días. En el majestuoso patio central del Palacio Nacional se dio cita el México institucional encabezado por Carlos Salinas. Atrás quedaban los tiempos en los cuales el régimen priista se indignaba cuando alquien hablaba de un patrón sistemático de violación de los derechos humanos. Aquel día la República reconocía que había problemas graves en ese terreno. Lo hacía forzada por las negociaciones con los Estados Unidos para un Tratado de Libre Comercio, pero lo hacía. Hubo discursos optimistas, sonrisas y los discretos codazos para hacerse de un buen lugar. Sin embargo en la mesa principal no hubo lugar para alguna víctima.

 

En el acto realizado el 9 de enero pasado en el Salón Adolfo López Mateos de Los Pinos las víctimas fueron protagonistas. Javier Sicilia estaba en el presídium al lado del Presidente y los pasillos del auditorio rebosaban de familiares de desaparecidos con sus fotos, pancartas y lágrimas. Se habían ganado su espacio a pulso. Minutos antes de que iniciara el acto la decena de víctimas que habían sido admitidas amenazaron con salirse si el celoso Estado Mayor Presidencial no admitía a los 45 que habían sido frenados en las afueras con el argumento de falta de espacio. El ultimátum surtió efecto y a partir de ahí se alteró la cuidada coreografía que caracteriza todas las reuniones en las que participa Enrique Peña Nieto.

 

Tras las concesiones estaba una aceptación implícita de que las instituciones del Estado mexicano han sido incapaces de responder a las necesidades de las víctimas y que urgen nuevos enfoques. En ese sentido me permito una sugerencia de sentido común: además de crear instituciones urge que funcionen mejor las existentes.

 

El primer presidente de la CNDH fue Jorge Carpizo. Aquel junio de 1990 irradiaba determinación y energía. Estaba decidido a meter “la causa” (así llamaba a los derechos humanos) en la agenda nacional y la empujó hasta donde se lo permitió la realidad y la personalidad de Carlos Salinas de Gortari. Cuando dejó el cargo para irse a la Procuraduría General de la República a padecer el deterioro en la seguridad se inició la lenta transformación de la CNDH en el costoso y tímido elefante que conocemos.

 

La marginalidad actual de la CNDH fue evidente en la ceremonia de Los Pinos y en el contenido de los discursos. Su presidente, Raúl Placencia, fue relegado al penúltimo lugar del lado izquierdo del presídium y en ninguno de los cuatro discursos se hizo referencia a la institución. Algo anda mal, muy mal, cuando en un acto de esta naturaleza tiene un papel tan secundario la principal institución creada por el Estado para la defensa de las víctimas. A nadie beneficia. Eso tiene que cambiar.

 

Una de las oradoras fue Angélica de la Peña, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos del Senado. Esa comisión senatorial tiene en sus manos una de las claves para responder a la emergencia humanitaria. Puede meter en la agenda nacional la urgencia de que la CNDH y otras dependencias federales que tutelan derechos asuman las responsabilidades que el momento histórico les exige. Tienen el mandato legal y el presupuesto para seguir el camino marcado por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación o la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal.

 

¿Puede confiarse en Enrique Peña Nieto y su gobierno?, ¿tendrán la capacidad las víctimas y sus aliados para superar sus diferencias y lograr buenas políticas públicas? Imposible responder. El acto en Los Pinos, por lo pronto, fue una ratificación simbólica de que hay voluntad entre algunas organizaciones de víctimas y el nuevo gobierno para darse la oportunidad de construir una relación sobre las ruinas heredadas. Como habitamos un país lleno de paradojas la primera tarea será reformar la ley recién publicada.

 

La autoridad se mueve por cálculos políticos, las víctimas por la urgencia de resolver su drama. Cualquier solución a fondo exige la colaboración de ambas. El protagonismo compartido de las víctimas y gobierno es lo que separa aquella ceremonia de 1990 en el Palacio Nacional de lo sucedido la semana pasada en Los Pinos. Por eso estoy a favor de la publicación de la ley.

 

Comentarios: www.sergioaguayo.org; Twitter: @sergioaguayo;

Facebook: SergioAguayoQuezada

 

Colaboró Paulina Arriaga Carrasco

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