En derechos humanos, el gobierno mexicano y sus aliados en la sociedad civil perdieron la brújula. Están rebasados y reaccionan negando la realidad o descalificando a los críticos.
El Estado se encajonó en una contradicción. Para sentirse parte de la modernidad universal aprobó leyes, asignó presupuestos y derrochó discursos. Llenó su organigrama de simuladores, burócratas y algunos funcionarios comprometidos con las víctimas que operan en condiciones bastante difíciles por las trabas burocráticas y las políticas erráticas.
Felipe Calderón ocultó el problema y dejó un panorama desolador. Enrique Peña Nieto empezó bien. Se comprometió a estar del “lado de las víctimas y de sus familiares”, y el 9 de enero de 2013 recibió en Los Pinos a un grupo representativo de afectados que llegaron con sus fotos, sus lágrimas y sus reclamos. El presidente sentó a su lado a Javier Sicilia y así nació una Ley General de Víctimas ahora desdibujada.
Ayotzinapa y otras barbaridades despedazaron el espíritu de aquel 9 de enero. Puestos a elegir entre víctimas u orden establecido optaron por el segundo; y Veracruz lo confirma cada día. Se multiplicaron las críticas del exterior mientras que los organismos civiles mexicanos y algunos medios de comunicación señalaban la crisis de los derechos humanos. En algún momento de 2015 el gobierno de Enrique Peña Nieto y sus aliados civiles dieron un golpe de timón e intentan levantar una muralla similar a la que había en el México autoritario.
Hay indicadores. La Secretaría de Relaciones Exteriores descalificó a Juan Méndez, Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura, sustituyó al independiente Miguel Sarre con un embajador de carrera y lanzó señales de inconformidad con el trabajo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) enviado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La actitud hacia el GIEI muestra el viraje. En junio de 2015 el presidente alabó el trabajo del GIEI y aceptó sus recomendaciones. Poco después empezó una guerra sucia contra el GIEI y en enero de 2016 la CIDH se vio obligada a salir a expresarle públicamente su “respaldo total, absoluto e incondicional”. Lo más revelador es que la CIDH solicitó al gobierno mexicano que salieran juntos a respaldar al GIEI y tuvieron como respuesta el silencio.
Simultáneamente los organismos civiles que coinciden con la postura oficial se lanzaron a una crítica frontal y despiadada contra Juan Méndez, Emilio Álvarez Icaza y aquellos activistas relacionados permanentemente con la comunidad internacional. Se aprovecharon de la ausencia de un código de ética para los defensores civiles de derechos humanos. Los escasos documentos sobre este tema (la Declaración de Compromisos Éticos de los Profesionales de Derechos Humanos) sólo exhortan a actuar con “veracidad” e “imparcialidad”. Eso es lo que les ha faltado a Isabel Miranda de Wallace y José Antonio Ortega, entre otros.
La señora Wallace afiló el machete adjetivador y acusó al experto de las Naciones Unidas, Juan Méndez, de “banal” e “ignorante” en el tema de la tortura y de auspiciar “una red de corrupción” en la que participaría, entre otros, José Antonio Guevara de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos. Afirmaciones sin sustento que buscan distraer o neutralizar a enemigos cuidadosamente seleccionados.
José Antonio Ortega, presidente del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal interpuso el 15 de marzo una demanda penal por fraude contra el Secretario Ejecutivo de la CIDH, Emilio Álvarez Icaza. Según esta absurda acusación, él seleccionó para el GIEI a un grupo de ineptos que sólo vinieron a confundir. El GIEI presentó una versión errónea de los hechos en Ayotzinapa porque la buena es la de la Procuraduría General de la República; el GIEI ha “lincha[do] mediáticamente a los militares”; y el GIEI está integrado por “activistas extranjeros” que deben ser expulsados utilizando el Artículo 33 constitucional.
La negación y las infantiles descalificaciones no sacarán al gobierno del foso de las contradicciones ni resolverán el vía crucis cotidiano de las víctimas de la violencia de criminales protegidos, en muchas ocasiones, por funcionarios. El Estado debe regresar a la consigna de los inicios peñanietistas: estar del “lado de las víctimas y de sus familiares”. Su viraje actual es absurdo, contraproducente y condenado al fracaso.