El caso Ayotzinapa está enterrando la complicidad internacional con la violación de los derechos humanos en México. Ese es uno de los significados del encontronazo entre el gobierno de Enrique Peña Nieto y la comunidad internacional.
Miguel Ángel Osorio Chong aseguró, con la firmeza de quien está acostumbrado a manejar el poder, que “no se va a renovar” el mandato del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). El presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, James Cavallaro, reviró, en entrevista exclusiva para J. Jesús Esquivel de Proceso que el “extender o ampliar” la permamencia del GIEI “es decisión de la CIDH” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos) y no del gobierno mexicano.
Para aclarar si en el basurero de Cocula se habían quemado los cuerpos de los normalistas, el GIEI y el gobierno federal acordaron crear una comisión de seis “especialistas en fuego”. La semana pasada nuestras autoridades decidieron hacer públicos los hallazgos sin buscar el consenso del GIEI. El rompimiento se hizo público. Fue una ruptura buscada por el régimen.
Arropado por la Procuraduría General de la República, el “fuególogo” Ricardo Damián Torres salió a leer un brevísimo texto en el que la afirmación más explosiva es que “al menos 17 seres humanos” sí “fueron quemados en el lugar”. En ningún momento dice que fueran estudiantes y debilita su propio texto al añadir que eran “primeros resultados” y que para “establecer la hipótesis” de que ahí “se consumieron 43 cuerpos” se requiere de una “prueba a gran escala” que se hará en las próximas semanas”. Un texto endeble porque careció del respaldo de la investigación completa y del acompañamiento de los cinco “fuególogos” restantes.
El hecho confirma que el gobierno de Enrique Peña Nieto ya decidió correr al GIEI cuya presencia la ven como incómoda, irritante y nociva para el régimen. Se trata, en realidad, de un endurecimiento dirigido contra quienes sostienen, dentro y fuera de México que hay una “crisis generalizada” de derechos humanos en México. Carlos Loret de Mola coincide en esta interpretación y aventura una hipótesis plausible en su columna para El Universal, del 5 de abril: en Los Pinos optaron por la dureza para complacer al voto duro que necesitan para ganar las elecciones en 2018.
En derechos humanos estamos regresando a los tiempos de Gustavo Díaz Ordaz; con una diferencia. El poblano sí pudo cerrar las puertas a las misiones internacionales. En la actualidad Los Pinos tienen la voluntad pero carecen de la fuerza para reconstruir el muro. Y eso se hizo evidente con la reacción de la CIDH que auspicia al GIEI. El corresponsal de Proceso en Washington le preguntó al presidente de la CIDH: “¿Es tan grave la situación de los derechos humanos en México?” y el defensor respondió con un rotundo “sí, sí y sí”.
Con esas tres sílabas termina una época. A partir de 1927, Washington y México llegaron a un acuerdo informal para protegerse mutuamente. En 1927 el embajador de los Estados Unidos se hizo el desentendido cuando fusilaron a Miguel Agustín Pro y en 1976 otro embajador justificó en un cable interno la represión de los alzados. Al entendimiento se sumaron otros países. En 1988 Fidel Castro vino a legitimar el fraude electoral cometido por Carlos Salinas de Gortari contra Cuauhtémoc Cárdenas, integrante de una dinastía que se la había jugado con la Revolución cubana. Y en 2006 la Unión Europea envió una misión de observación electoral que legitimó el fraude cometido por Felipe Calderón para llegar a Los Pinos.
Una consecuencia de este final de época es la desatención a las víctimas, lo cual es éticamente inaceptable. Para evitarlo deben activarse mediaciones ahora ausentes. Pienso, sobre todo, en los países nórdicos con su larga tradición a favor de la paz y en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos cuyo silencio en estos momentos es contraproducente.
Quienes estamos comprometidos con frenar la sangría y acompañar a los que sufren debemos solicitar los buenos oficios de los nórdicos y presionar a la CNDH para que haga sentir su peso y jale a ese gigantesco tejido institucional que hace tiempo era presumido en los foros internacionales como “el sistema de protección no-jurisdiccional más grande del mundo”. Es una burocracia grandota, obesa y rica a la cual le falta demostrar grandeza y está se demuestra mediando en la polarización y poniendo como prioridad el bienestar de las víctimas que es lo verdaderamente importante.