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La resistencia Yaqui en tierra seca

Foto: Israel Fuguemann Foto: Israel Fuguemann Foto: Israel Fuguemann

Para ti no habrá sol, para ti no habrá muerte, para ti no habrá dolor, para ti no habrá calor, ni sed, ni hambre, ni lluvia, ni aire, ni enfermedad, ni familia. Nada te causará temor, todo ha terminado para ti, excepto una cosa: hacer tu trabajo. En el puesto que has sido asignado, ahí te quedarás para la defensa de tu nación, de tu gente, de tu raza, de tus costumbres, de tu religión…” Juramento Yaqui

Vícam, Sonora.- Rey David Pluma Blanca hace pensar en Eduardo Galeano, porque arde la vida con tanta fuerza que quien se acerca a él se enciende. Este soldado del ejército de la Tribu Yaqui, que viaja en su vieja camioneta roja marca Ford a través de los dorados y bastos campos agrícolas del Valle del Yaqui, se siente orgulloso de llevar en las venas la sangre guerrillera de una nación única que vive dentro de otra llamada México. Lleva las placas pintadas a mano por él mismo. El escudo al frente de su vehículo representa a uno de los siete grupos indígenas que habitan el noreste de México, es de color azul, blanco y rojo, los colores de la “Nación Yaqui”.

Sobre el cauce interrumpido del río Yaqui, por la presa Plutarco Elías Calles, mejor conocida como “El Novillo”, Rey David, que también pertenece a la Brigada por la Defensa de la Gente, Tierra y Agua, rememora las batallas épicas que sus antepasados enfrentaron a los pies de la Sierra de Bacatete, en Sonora. Antes de ser derrotados y exiliados a la península de Yucatán prácticamente como esclavos en 1802 por las tropas del ejército del presidente Porfirio Díaz, los habitantes originarios de estas tierras habían sido obligados a rebelarse y luchar durante décadas por el resguardo de la única pertenencia que les quedaba, su tierra, la cual había sido reducida siglos atrás con la llegada de Diego de Guzmán y las tropas españolas.

“Mi abuelo Francisco ’El Chico’ Puma Blanca fue general del ejercito Yaqui durante la revolución” sonríe, y ese rostro dorado al sol de rasgos robustos que caracteriza a esta raza indoamericana, se ablanda, sus ojos se llenan de un raro fulgor, mientras atraviesa abruptamente los sinuosos y agrietados caminos hacía el lugar donde descansan los nuevos muertos de Vícam, uno de los ocho pueblos que conforman el territorio Yaqui y centro de operaciones de la resistencia que sus pobladores mantienen funcionando las veinticuatro horas del día, desde mayo.

Sobre el borde de la carretera México-Nogales, bajo las ruinas de lo que antes fuera una antigua estación de carga de combustible, de sol a sol, la leña atrapada entre baldosas de adobe arde intensamente para calentar café y cocinar frijoles, tortillas de maíz hechas a mano y muy comúnmente Huacabaqui, un platillo típico de esta región, que es un cocido de carne fresca en trozos, con elotes, ejotes, garbanzo, repollo y calabacitas. Aquí el trabajo artesanal de la gastronomía sonorense se prepara a varias manos, en una de las cocinas improvisadas que el frente de defensa ha levantado con troncos, bejuco y lonas viejas para alimentar a su ejército conformado de niños, adolescentes, mujeres y hombres de todas las edades que bloquean a diario el tránsito de los vehículos pesados que ruedan por este camino infernal.

“Allá en esos cerros luchó José María Leyva Pérez” señala. El personaje al que se refiere es mejor conocido como el “jefe Cajeme”, que en 1875 inició el primer proceso de la defensa de su tierra y fue ejecutado públicamente dos años después en Tres Cruces de Chumampaco para sosegar el impulso de más levantamientos. Esto no sucedió, porque inmediatamente y hasta 1901, Juan Maldonado Waswechia Tetabiate tomó el mando para convertirse en el segundo caudillo yaqui que defendió la rebelión ante el ejercito porfirista. Tras su muerte, un largo proceso de exilio y exclusión ha sido el viacrucis que han tenido que llevar a cuestas hasta nuestros días.

El cementerio donde yacen los restos de los antepasados de Rey David y los demás pobladores de Vícam, es un campo terregoso por el que se esparcen tímidas tumbas y criptas en una desoladora imagen que hace aún más triste el descanso de los muertos. En noviembre de 2009, después de haber permanecido 107 años en el Museo Americano de Historia Natural en Nueva York, regresaron a esta tierra las osamentas de 12 guerreros que fueron masacrados por el ejército federal.

Los restos se repatriaron gracias a la cooperación del Instituto Nacional de Antropología e Historia de Sonora, y la Universidad Estatal de Nueva York en Binghamton. Fueron 12 cráneos, varios huesos largos, textiles y material de guerra que fueron tomados de la Sierra de Mazatlán por el antropólogo checo Ales Hdrlicka. En 1902, Hdrlicka se encontraba en México haciendo estudios de la medición craneal de los indios de la región y aprovechó las circunstancias de guerra para saquear el lugar donde reposaban.

Después de recorrer prácticamente toda la unión americana, los cadáveres llegaron al lugar que un siglo atrás habían defendido con su vida. A su regreso fueron bendecidos en una discreta iglesia de Vícam, para después realizar una ceremonia con bailes y cantos según la tradición de los guerreros Yoreme, que es el nombre que los yaquis se asignan a sí mismos. Ahora sus almas descansan en algún lugar cerca del cerro del Metetoma, e inspiran a los miembros de la tribu Yaqui que, como Rey David Pluma Blanca, piensan defender el derecho que tienen sobre sus recursos naturales.

Ahora los Yaquis emprenden una nueva lucha sin la necesidad de las armas, pero con la urgencia de hacerse escuchar. Los soldados plenamente identificados con sus credenciales diseñadas por ellos mismos ya no llevan penachos, los han cambiado por sombreros texanos. No caminan descalzos o en huaraches, en cambio calzan botas vaqueras y el veneno de sus flechas ahora lo llevan en la lengua, para defender con la palabra el rechazo de la construcción del Acueducto Independencia, que lleva agua de la cuenca del río Yaqui a Hermosillo, a través de un conducto de 172 km que se abastece gracias a la presa “El Novillo”.

Kaita Baam Neenky Waame (Ni un paso atrás)

El puente peatonal que atraviesa la carretera para cruzar a los habitantes de Vícam de un lado a otro, se ha convertido en un referente para todos los que viven aquí. Esta estructura metálica que casi nadie usa para pasar se erige como ágora donde la mayoría de las protestas de este pueblo se hacen visibles. Estos últimos meses una manta enorme escrita en lengua yaqui y español cuelga de él. A lejos, de norte a sur o viceversa, se divisa bien clara la consigna diez mil habitantes: “Kaita Baam Neenky Waame ¡Namakacia Kaabe Amaw Tawane! (Aquí no se vende el agua ¡Ni un paso atrás!) Renuncia Padrés”.

Sonora es un basto territorio que el sol abraza con demasiada fuerza, tanta, que los asentamientos humanos son difíciles de encontrar en cientos de kilómetros a la redonda. Su calor calcinante lo dificulta todo, incluso la vida misma. En los últimos años esta región del noroeste mexicano ha enfrentado la peor sequía por precipitación en décadas. La tierra se muere y el desierto le va ganando terreno a las tierras de cultivo. Las presas se secan y el pasto escasea en los agostaderos, provocando la muerte de miles de cabeza de ganado.

Sin agua las expectativas y la calidad de vida se reducen dramáticamente. El costo social, ambiental y económico por la falta de agua va tomando diversos rostros, los más crudos y desoladores en la mayoría de los casos. La vida se encarece. No tener agua implica un alto precio reflejado principalmente en el aumento de los costos de producción, afectación a la viabilidad de las empresas, así como daños ecológicos, disminución de las actividades económicas, desempleo y movimientos migratorios de la población.

Las dos fuentes principales de suministro de agua para Hermosillo que se obtienen de la presa Abelardo L. Rodríguez y el agua subterránea que se adquiere de la captación La Sauceda, prácticamente son insuficientes. Por esta razón el gobierno de Sonora y la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA), optaron por la construcción del Acueducto Independencia, que ya dota de agua a la ciudad más grande del estado. Su construcción comenzó desde 2010 bajo la supervisión y mandato del actual gobernador Guillermo Padrés Elías, que el pasado cuatro de abril con júbilo sonreía ante las cámaras satisfecho de haber inaugurado una obra que tuvo un costo de casi cuatro mil millones de pesos, aún ante la negativa de los agricultores del Valle del Yaqui y los dueños de las tierras.

Para Carlos Sánchez, escritor y periodista que vive en Hermosillo, y quien a lo largo de los años se ha dedicado a narrar los detalles de la vida diaria en Sonora, la escases del agua es una realidad que se refleja en los bolsillos de la gente. El agua se convirtió en un servicio excesivamente caro. Por ejemplo, su recibo bimestral pasó de ochenta a trescientos pesos por el servicio. Además, el bombeo de agua sigue siendo intermitente, pese a la promesa con que el gobierno ganó adeptos a favor de la obra. Funcionando el acueducto, el suministro de agua sería continuo, dijeron.

Carlos observa que el conflicto más grande es la división social y la polarización generada por la falta de tacto del gobierno de Sonora. Guillermo Padrés es un joven político de extracción empresarial, tez blanca, alto, con un porte espigado y un nutrido bigote, que no se toca el corazón a la hora de llamar ‘malnacidos’ a los no contribuyentes del fisco. Padrés tomó decisiones arbitrarias, sin consultar a los más afectados, en este caso la tribu y algunos empresarios y agricultores de Ciudad Obregón, que han usado desde siempre el cauce del río para hacer productivas las tierras que éstos le rentan a los yaquis.

El Frente de Defensa del Agua sostiene que detrás del gobierno estatal están los intereses de las grandes empresas asentadas en la capital del estado, que para operar necesitan gastar grandes cantidades de agua. A pesar de que en octubre de 2011 una juez de Distrito en Ciudad Obregón emitió una orden “para detener por medio de la fuerza pública federal si fuese necesario” la construcción del Acueducto Independencia, éste se construyó sin aplicar un estudio de impacto ambiental transparente e incluyente.

El territorio del Valle de Yaqui comprende alrededor de 450 mil hectáreas y siempre ha sido anhelado por cuanto hombre ha puesto los pies en él. Gracias a la afluencia de los río Yaqui y Mayo, este pedazo de tierra fértil generó hasta hace algunos años altas ganancias para los dueños yaquis y los agricultores “yoris” (que en lengua yaqui significa “extranjero”) que se asentaron hace ya más de tres siglos en estas tierras. Un ejemplo de la decadencia agrícola es la siembra de algodón, que en los años setenta llegó a ocupar hasta 90 mil hectáreas de terreno y hoy día tan sólo se presenta en quinientas.

Vícam, Pótam, Tórim, Bácum, Cócorit, Huirivis, Belem y Rahum conforman los ocho grandes asentamientos de la tribu Yaqui. Esta división territorial se remonta hacia el siglo XVII con la llegada de los misioneros Jesuitas, los primeros en llegar y poder establecer una convivencia pacífica entre los colonizadores que no pudieron someter militarmente a las 80 rancherías en que aproximadamente se distribuían los colonizados antes de su llegada.

Los Jesuitas enseñaron a los indios originarios lo mismo técnicas de cultivo que la adoración del Dios redentor, que los yaquis tomaron en un sincretismo único. La evangelización resultó tan eficaz, que los ritos actualmente se mantienen tal como los enseñaron los misioneros, que lo mismo ofician la misa del santo sacramento que las danzas del Venado y la Pascola. El resultado es una conjugación de creencias ancestrales y creencias cristianas, que mantienen la institución del temastián o catequista indígena y demás autoridades civiles, políticas y religiosas.

Lecho de muerte

Tierra adentro, a uno cuantos metros de la autopista, por donde van y vienen los pobladores de Vícam, se halla un deprimido parque de contados arbustos y plantas. Allí, discretamente en contra esquina de una rudimentaria iglesia, un pequeño módulo de vigilancia se usa como oficina. Despechan los voceros de la comunidad y algunas autoridades tradicionales. El pueblo Yaqui es una comunidad hermética y celosa de sus tradiciones. Su espíritu insurrecto ante las políticas integracionistas del Estado Mexicano ha hecho valer la particularidad de sus usos y costumbres hasta el día de hoy.

Alejandro Rivera es un hombre tan precavido que se confunde con uno desconfiado. También forma parte de Movimiento Ciudadano en Defensa del Agua, y es parte del consejo de autoridades de los pueblos Yaqui. Está sentado en el viejo y desvencijado escritorio que forma parte del sutil mobiliario, porque Mario Luna, vocero oficial de la resistencia civil, es un hombre tan ocupado que su agenda personal ha tomado el rostro de toda la comunidad. Entre reuniones y viajes a Hermosillo, Ciudad Obregón y el Distrito Federal, estos últimos seis meses se le han escurrido entre sus manos, como el líquido por el que lucha.

La información es un asunto delicado que protegen celosos como al agua misma, sólo a cuenta gotas la dejan escapar. Dicen que el gobierno de Sonora suele tener informantes y usa cualquier tipo de artimañas para desvirtuar el origen de sus demandas.

Alejandro es de un tono cobrizo como el de la tierra misma, su cabello cano hace notar que es un hombre entrado en años. Habla sin prisas, es meticuloso en sus afirmaciones y cada comentario va acompañado de un dato histórico. Lo mismo cita a John Kenneth Turner, el periodista norteamericano que a principios de siglo XX describió en México bárbaro las condiciones de esclavismo a la que los yaquis estaban siendo sometidos en la península sur del país donde eran vendidos, que a Lázaro Cárdenas, el ex presidente que el 30 de septiembre de 1940 firmó el decreto de ley que restituye y titula el territorio a la tribu, otorgándoles el derecho al 50% del agua existente en el caudal del río Yaqui.

“Se están muriendo los sauces, los álamos y el carrizo. Las aguas salitrosas del mar de Cortés están secando poco a poco las tierras agrícolas, porque no hay nada que ayude a filtrarla. Sin árboles el daño ecológico cada vez es más notorio”. Alejandro insiste en que además de los daños ambientales y ecológicos, también están los culturales, que para desgracia de muchos, pocos los ven.

Sin carrizo, la gente no puede llevar al panteón en petate a sus muertos. Es más caro construir una choza tradicional que usa esta planta para revestir los techos, y las flautas que se usan para la Pascola (una de las danzas más profundas del noreste de México, donde rencarna la enérgica noción de la naturaleza como deidad a la que los antiguos rendían culto) han sido sustituidas por otras que en algunas ocasiones llegan a ser de fabricación china.

Sin agua todo cambia, no sólo en el impacto visual que ahora sólo deja a la vista veredas de un lecho muerto, sin flora, sin fauna. La gente de esta tierra seca, olvidada por una gran mayoría que ve a estos indios como “borrachos y holgazanes”, le pide al gobierno de un país con el que no se identifican, una oportunidad, quizás la última, para cumplir con el único mandato con el que vinieron a este mundo, hacer el trabajo que les fue asignado.

El día que los restos de doce guerreros fueron devueltos a sus herederos, en el panteón se hizo sonar matachines, tambores y pascolas. La gente se reunió como suele hacerlo para despedir a sus difuntos, una gran comilona se brindó en honor de los que ya no están y con sus vidas defendieron lo que por derecho divino les pertenece: una tierra que a los ojos de los yoris no es más que un pedazo de tierra que parece agonizante. Pero sus herederos se quedarán ahí donde no hay sol, ni muerte, ni dolor, ni calor, ni sed, ni hambre, ni lluvia, ni aire, ni enfermedad, ni familia, porque juraron proteger su nación, su raza, su gente, sus costumbres y su religión.

 

Información adicional

  • Por: : Israel Fuguemann
  • Publicado originalmente en:: Spleen Journal
  • Fecha: 6 de enero de 2013

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