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El narcomenudista de la Condesa

 

Era narcomenudista en la Condesa, de Acapulco, pero se peleó a golpes con el hijo de un sicario. Le ganó y como premio comenzó a vivir a salto de mata. Cuando iban a atraparlo escapó a Cuernavaca. Al llegar allí casi lo matan, pero porque pensaron que era “halcón” del grupo rival. La suerte lo siguió ayudando: dos de los cuatro comisionados para asesinarlo eran sus amigos. Habían crecido jugando futbol en las calles de tierra del barrio Progreso de Acapulco, y le perdonaron la vida. No sólo eso, sino que le consiguieron un lugar en “el negocio” en Morelos. Aclararon que podría vender cocaína, pero no en Cuernavaca, ya que eso estaba prohibido por el señor Beltrán. Había que cuidar las apariencias y tenían que comerciar la mercancía en Jiutepec, pegadito a Cuernavaca. “El que quiera veneno, que vaya a Jiutepec”, le explicaron.

 

Por él supe primero de un niño de 14 años, que luego sería famoso, al que apodaban El Ponchis. De hecho, el narcomenudista también era casi un niño. Decía que tenía 18 años, pero no creo que llegara a los 16. Me dijo que Cuernavaca estaba mejor que Acapulco para trabajar, porque en el puerto había “limpias ”: barrio por barrio grupos de hombres armados iban exterminando a vendedores y adictos. Barrio pobre por barrio pobre, por supuesto; a las zonas residenciales como Punta Diamante no llegaba “la limpia”. “Lo que se dice es que la gente no quiere que los pobres se enganchen. Que mejor nomás los que trabajen y puedan pagar la mercancía”.

 

(Sí, ésta es una de esas historias donde “las limpias” pueden considerarse cualquier cosa menos algo higiénico).

 

Cuando lo conocí, el narcomenudista de Acapulco iba con otro muchachito de la colonia Doctores, del Distrito Federal, con quien planeaba una aventura empresarial: recorrer el país vendiendo mercancía en ferias populares. ¿Cómo? Disfrazados de payasos, caminando entre el gentío con globos en la mano y drogas en alguna bolsa del pantalón. “Sé hacer papiroflexia y vender eso. Nada más”, me dijo.

 

Nuestro encuentro fue a finales de 2010. El primero de noviembre, cuando se celebra en México, con altares coloridos, a los niños muertos. En el Ángel de la Independencia, un grupo de padres y activistas —convocados por twitter— montaron un altar en recuerdo de los 49 niños fallecidos en el incendio de la Guardería ABC, en Hermosillo, Sonora. Llegué casi a la medianoche. Había unas cuantas decenas de personas y Abraham Fraijo me pidió que leyera frente a un micrófono, uno por uno, los nombres de los niños fallecidos, incluido el de su hija Emilia. Como pude, hice el pase de lista.

 

El resto de la madrugada me quedé en vigilia, ya con muy pocas personas. No más de 10, creo, incluyendo al propio Abraham. Mientras pasaban las horas fue apareciendo la fauna de la noche capitalina: policías mirando, como no queriendo, de reojo, el altar; borrachos de la cercana Zona Rosa engañados por la luz de las veladoras, pensando en hallar ahí el seguimiento a la fiesta; trabajadores de la recolección de basura con sus trajes esponjados y naranjas que se persignaban antes de comenzar la jornada; bailarinas de table dance conmovidas con las imágenes de los bebés, y así hasta que el vaivén de la marginalidad trajo a los dos muchachitos: al narcomenudista costeño y a su amigo.

 

En algún momento del largo relato que me acompañó esa vigilia, el muchacho puso cara de hombre jubilado y me dijo: “Ojalá pudiera ser bebé de nueva cuenta. A lo mejor hubiera agarrado otro camino y ahorita estaría jugando futbol con las Chivas, en la Primera División”

 

twitter.com/diegoeosorno

 

Columna Esquirla publicada en M Semanal el 29 de mayo de 2011

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