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Un forastero entró a Tom’s Café. Pidió jugo y el periódico, pero nadie creyó —como lo afirmó— que fuera Paul Auster.
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Un joven mexicano que vive en Brooklyn diseñó los helicópteros silentes que fueron a matar a Ben Laden. Cuando pasa el Metro, su edificio tiembla.
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El rudo barman de Fanellis Café alzó una copa, la hizo tintinar con una cuchara y gritó. El ruidal fue murmullo. Caminó hacia un cliente y lo besó en la boca.
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El Boeing aterrizó a las 4:24 p.m. en el JFK. En el asiento 14-C venía un detective contratado para buscar al desaparecido poeta Samuel Noyola. Su única pista era un acertijo: “¿El corazón, un garabato?”.
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Un viejo vive en un abismo de Nueva York (no el Bronx, en otro). Conoce a una joven del Barrio chino. Se acuestan. Por la mañana no hay abismo.
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Un escritor becado que no es de Nuevo León y que escribe en Nueva York la historia de los escritores de Nuevo León que han usado la palabra “cabrito” en su obra, dice que ya tiene problemas existenciales.
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Otro escritor —también becado, pero de izquierdas— escribe en Nueva York un ensayo crítico de por qué los mexicanos responden “mande” en lugar de “qué”. Dice que él está bien psicológicamente.
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Sánchez, Almazán, Emiliano, Che, Arturo, John, Meño, Papota... * En Meatpacking District, un joven caníbal que come paisaje recuerda jóvenes caníbales.
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La mesera ecuatoriana del Salón México, en Roosevelt Avenue, rió al ver que Nueva York se miró a sí misma oyendo el vallenato “Los caminos de la vida”, un día después de la fiesta del cuatro de julio.
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Un pelirrojo bonachón lee Los diarios de Turner en el rincón más oscuro del Starbucks del Empire State. Tic, tac. Comienza la cuenta regresiva.
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Al Cafe Reggio, donde Mario Puzo escribió El Padrino, lo asaltó una manada de modelos primaverales que pedían tés de jazmines y de otras plantas buena onda como ellas.
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Una escritora sudamericana buscaba un concierto de la novena de Beethoven. Halló un pavorreal negro en el jardín de la iglesia católica secreta de Manhattan. Entonces lo entendió todo.
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“Z” llegó a Staten Island proveniente de Zacatlán de las Manzanas, Puebla, con el pasaporte arrugado en el pantalón y un sueño ya bien roto.
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Un tipo de jeans azul cobalto y con aspecto árabe zigzagueó como OVNI a un lado del río y le lanzó piedras al Hudson creyendo que eran besos.
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Una chica llora su tragedia amorosa, pero sonríe camino a su trabajo en Park Avenue. Tiene esa rara y habitual disposición a buscarle sentido a la vida cuando ésta ya no lo tiene.
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El turista inglés que llegó a desayunar a un restaurante de Lexington dijo que de la noche anterior sólo recordaba un reguetón, a una puertorriqueña y luego la calle 34 convertida en íntima habitación.
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Un negro de barba blanca y casi dos metros de altura, flaco y muy encorvado, se sentó en Bryant Park mientras le llovía encima. Era un trueno envejecido que se vino a jubilar a Nueva York.
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Columna Esquirla publicada en M Semanal el 10 de julio de 2011.