Es una flor misteriosa que lo mismo se le puede ver fecundar de madrugada en los jardines de la plaza Labastida de Oaxaca o en la Emiliana Zubeldía de Sonora, o a oscuras en una playa fluorescente de la costa Chica de Guerrero, y a veces, hasta en el asfalto del día de ruido que hay en la ciudad de México.
Su tallo, suave y ondulante, también es fuerte: puede cargar la esperanza en las entrañas. Y sus geométricas hojas de colores crecen con la luz del sol, como crece, en el momento indicado, la rabia volcánica de un país, ante la incandescencia del dolor.
A la Flor de Bengala, filósofos, internos de manicomio, guerreros y escribas, le dicen utopía.