NUESTRA APARENTE RENDICION

Miedo al destino afiebrado. Miedo a los enfisemas, la neumonía y el cáncer de pulmón. Miedo al último cigarro. Miedo a los sermones, a las tardes en un hospital. Miedo al cuarto de ese hospital. Miedo a salir del cuarto de ese hospital. Miedo a la presunta juventud en la que no se comprende nada. Miedo a la mente en blanco. Miedo a vivir siempre en esta laguna mental.

Miedo al desorden avivado. Miedo a un antibiótico perpetuo. Miedo al dinero y al poder de los mediocres y superficiales. Miedo a las batas azules de todas las clínicas. Miedo a ese silencio de las ambulancias apagadas que aturde los oídos en las madrugadas. Miedo a las últimas 24 horas tratando de hallarle compás a la vida. Miedo a las sombras iluminadas del pensamiento vagabundo.

 

Miedo a los hoyos negros de los hospitales que parecen los hoyos negros de las redacciones de los periódicos. Miedo a las gelatinas verdes fosforescentes de un paciente desesperado de tanta enfermedad. Miedo a las enfermeras que relatan con sus ojos una tragedia de espuma y amor. Miedo a los políticos que se anuncian hasta en las revistas de servicios médicos. Miedo al ruido, sin acústica, del ventilador. Miedo del ir y venir -en la sien-, de una vieja mar.

 

Miedo del azoro medicinal. Miedo a no regresar al rancho. Miedo de no saber, ni siquiera en el último momento, cuál es el secreto. Miedo de creer en Dios después de todo. Miedo del panal de abejas, cerca del corazón de las radiografías. Miedo de los acertijos matutinos del médico. Miedo por el semblante con el que te saludan los amigos del dominó. Miedo por el amor que pasó como una alucinante primavera.

Miedo a la tos. Miedo a los exámenes, a las terapias y al agua escurriendo, como un río sucio, en el pulmón. Miedo a Raleigh. Miedo de la burocracia pastosa de escalón tras escalón. Miedo de las historias de nadie contadas por encima de la propia historia de uno que es nadie. Miedo de caminar día y noche sin salir de una habitación. Miedo del olor a perfume sobrepuesto sobre ti. Miedo a una ráfaga de ese aliento que me llega del lugar más tierno de la noche. Miedo a no escribir nada nunca más. Miedo a no pasar los dedos por tu piel.

Miedo de las memorias con final feliz. Miedo al desengaño. Miedo a las despedidas cursis pero tan ciertas. Miedo a que el televisor de la sala de espera no deje de pasar jamás las imágenes de un asesino convertido en actor y las de una bandolera invocando el estado de Derecho y las de nosotros, los espectadores, tontos de ocasión. Miedo por mi ojo enojado. Miedo por mi cactus seco. Miedo por mi barba áspera.

Miedo de las luciérnagas del jacal sobrevolando ahora la sala de operaciones. Miedo al vieneivá de allá afuera. Miedo de incumplir tantas promesas. Miedo de haber roto el mármol. Miedo de no saber cuando poner el punto final.

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  • Por: : Diego Osorno

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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