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Carlos Velázquez Carlos Velázquez Carlos Velázquez

Para Blanca Sotos


I read the news today, oh boy: Estados Unidos ha lanzado una advertencia a sus ciudadanos. No viajar a distintos puntos del territorio mexicano. La lista la conforman dieciocho estados. Entre los que se incluye Coahuila, por supuesto. Aunado a esto, un secreto a voces desde hace tiempo se ha hecho público: el gobernador recién electo, Rubén Moreira, se encuentra aquejado por el cáncer. Tal aseveración ha desatado rumores de distintos tipos por parte de empleados gubernamentales. Esta circunstancia personal ha concientizado al dirigente a tal grado que se asegura nos viene encima una intensa campaña de salud. Acción que no me parece negativa. Somos una de las entidades con mayor índice de obesidad (entre la que me incluyo). La población que no nos merma la guerra contra el narco está siendo disminuida por la hipertensión. Entonces, no estamos instalados en la incertidumbre, sino en lo que le sigue. Así es la vida en tiempos preelectorales en la región.

La Comarca Lagunera está caliente. Tras el atentado que sufrió en el mes de febrero el director del Cereso de Torreón, Alejandro Chacón Sánchez, dieciocho días después, se produjo una huelga por parte del personal al interior de la prisión. Suceso que inquietó a la comunidad. La mesa estaba puesta para que se produjera un motín como el que vivió el penal de Apodaca hace unos días. Para fortuna de todos, la situación se normalizó a las cuarenta y ocho horas.

La noticia de un atentado contra un jefe de policía o director de una cárcel es un acto grave. Sin embargo, pierde importancia debido a la rapidez con que se suceden los hechos delictivos. Mi preocupación latente de las últimas dos semanas es que han tirado varios cadáveres a una cuadra de mi casa. El mercado Soriana se ha convertido en el sitio predilecto de algún cártel para abandonar ejecutados. El centro de la ciudad se ha transformado en el escenario favorito del narco. Una nueva modalidad que se ha adoptado apenas de unos meses a la fecha.

Brincar muertos no es novedad. Además de los distintos enfrentamientos en los que me he quedado atrapado entre el fuego cruzado, viví una ejecución a quemarropa en el 2010. La fecha nunca la voy a olvidar. Fue el siete de octubre. Lo recuerdo con precisión porque ese día Fernando Vallejo ofreció una cátedra en Torreón. Después del evento, Fernando se marchó a su hotel con un muchachito. Un efebo del hampa que ahora trabaja para el Cartel de Sinaloa. Un grupo de amigos nos apiñamos en un café, ni siquiera era un bar o una cantina. Un sujeto armado entró al lugar y vació toda la carga de una nueve milímetros sobre un empleado de la Comisión Federal de Electricidad. Algunos de mis compas tuvieron la experiencia de su vida. Yo no. Después de huir del lugar antes de que arribara la policía, llegué a mi casa. Había fiesta. Me tomé unos whiskeys y cogí hasta las cinco de la mañana.

Se hace de noche en mi jardín del edén. Podría observar la carne fresca molida salir de la trituradora como en el video de The Wall de Pink Floyd sin inmutarme. Lo que me preocupa es mi hija de cinco años. No deseo que tenga un encuentro con un ejecutado. No me malentiendan. No pretendo que nunca haga contacto con la muerte. Eso lo experimentará cuando algún miembro de la familia muera. Mi temor nace al pensar que se enfrentará con una víctima o protagonista directo de la violencia que se vive en este país. Ese día le arrebatarán la poca inocencia que aún preserva. No han sido contadas las ocasiones que llega a casa y me suelta estás palabras: "Papá, se armaron los chingazos". Una frase que repite cada ocasión que escucha una sirena o escucha una granadazo o una ráfaga.

Hacía tiempo que había dejado de caminar hacia el poniente. No me gustaba sortear cadáveres a unas cinco calles de mi casa. Me los han aproximado. Ahora los encuentro a una cuadra, hacia el sur. El primero lo arrojaron a las dos de la tarde. Los siguientes tres fueron depositados a las siete de la mañana. He pensado en mudarme, de rumbo, de ciudad, de país. Pero la violencia no distingue. Me alcanzará donde esté.

Y todo lo anterior me causa pesadillas. Soñé que me detenían en un partido de futbol. Era un llano cualquiera. De los que se encuentran en todo el país. A los que cada domingo se acude con la esperanza de que entre tanta tierra surja una leyenda. El próximo Oribe Peralta. Yo me encontraba entre el público. El juego todavía no comenzaba. Los jugadores calentaban. Es insólito, lo sé, pero el árbitro era "Chiquimarco". Inesperadamente apareció un comando especial. Con agentes encapuchados. Y a todos, afición incluida, nos comenzaron a capturar. Como si fuéramos perros con rabia nos lazaban con correas. Con una brutalidad policiaca que no he visto en todos los videos sobre las revueltas en Chicago en 1968, nos aprisionaban el cuello. Y sólo éramos unos futbolistas y las gradas.

Tres noches después soñé con un retén. Me recordó mi reciente viaje a Zacatecas. Supe que había arribado a ese estado por el apabullante despliegue policiaco. En el sueño me detenían. Y me depositaban en una casa de seguridad. Amarrado. Lo primero que se me ocurrió es que me habían capturado por algo que había escrito. Pero no. Se tardaban en matarme. ¿Recompensa? Soy un pobre diablo. El terror de ese episodio de mi vida onírica no es comparable con el desenlace de la pesadilla. Me dejaban en libertad. Se habían equivocado. Y me permitían largarme. No experimenté alivio al despertar. No porque me desee estar muerto. No puedo explicármelo. Lo único claro es que desde esa noche la desazón me acompaña siempre.

Además de los muertos que van al súper, existen cosas que me duelen. El bar McAllen acaba de ser incinerado. A las tres de la tarde. Un día antes de que le prendieran fuego mataron a un sujeto a las diez de la noche. En la mera puerta. Antes de que naciera mi hija era asiduo a ese lugar. En diciembre de 2003 acudí todo el mes. Sin faltar un solo día. Desde el primero hasta el treinta. No superé el trance solo. Prometeo Murillo me acompaño casi todas las jornadas. Yo amaba esa cantina. Los sábados se presentaba un imitador de Rigo Tovar sensacional. Ahí amasé a las gordas más suculentas de todo el circuito de cantinas de la ciudad al ritmo de Tropicalísimo Apache.

Estoy consciente de que cualquier día me pueden matar. Por lo que he escrito, por lo que he dicho o simplemente para robarme. A un amigo fotógrafo estuvieron a punto de "quebrarlo" hace unos meses. Lo invitaron a convivir con unos halconcillos. En la loquera le sacó fotos a las pacas de mariguana, a los paquetes de cocaína, a los morros con las armas largas. Y unos días después lo amagaron con un arma para quitarle la computadora y la cámara. No lo juzgo. Yo hubiera hecho lo mismo. Uno es capaz de cualquier cosa por una experiencia estética. Ostento un premio estatal de periodismo, pero no cuento con la formación. Sin embargo, me encajó en las entrañas de lo que se me presente, porque cualquier práctica tiene que ser verdadera, aunque conlleve una muerte verdadera también.

En febrero cumplí treinta y cuatro años. Ese mes me visitó mi chica. Ella vive en Saltillo. Mientras yacíamos en la cama, escuchamos una balacera. Unos sujetos se parapetaron en una casa cerca de la alameda. La propiedad era de un par de viejitos. A los que asesinaron. Repelieron el fuego de la policía cuarenta y cinco minutos. Días después se desplomó una avioneta en la avenida Fco. Sarabia. Sería una estupidez tratar de competir con otras zonas de conflicto. Pero por lo pequeña de la ciudad, Torreón es uno de los peores sitios en cuanto a violencia se refiere. Ya me lo había confesado el director del Cereso, me dijo a soto voce: "La plaza está pesada".

A los diecisiete años creía firmemente en estas palabras de Dostoievski: "Un hombre no es un hombre hasta no haber pisado la cárcel." Era un pendejo. Hoy en día y después de conocer algunas prisiones del país lo último que deseo es la experiencia carcelaria. Hace un tiempo visité el Cereso de Torreón. Uno de mis objetivos era encontrar a mi amigo Tino. Quien se encontraba preso por apuñalar a su madre adoptiva ciega. En su circunstancia me basé para escribir un cuento. En lo que se refiere a condiciones de vida, el Cereso de Torreón es fresa en relación a otros penales del país. Como por ejemplo el de Chiconautla, una experiencia de la que de verdad no me he podido reponer. Para quienes no conocen las penitenciarías, Torreón no es ninguna réplica de Lecumberri. Tampoco presume las instalaciones de un penal de Nuevo León. Internarse en su hábitat equivale a penetrar una gran vecindad no tan desastrada.

La auténtica experiencia mística que experimenté al franquear los muros del penal no fue similar a la que sintió Johnny Cash al ver la película de la prisión de Folsom. Yo lo viví de primera mano. Después de un recorrido por las áreas de mayor orgullo: la raquítica biblioteca, el taller de carpintería, el altar a la virgen, me dirigí a la oficina del director. No quiero ser quisquilloso, pero sospecho que el funcionario estaba malo de la gripa. No dejaba de sorberse la nariz. Tenía a su lado unas servilletas de papel con las que se toqueteaba las fosas nasales cada dos minutos. Se comportó como todo un general retirado del ejército, su antigua chamba. Antes de despedirnos, al enterarse de que yo era escritor, me obsequió uno de sus arrebatos culposos. Se puso de pie, tras de él la bandera lo centineleaba, y me confesó que amaba la poesía. Había sido declamador en su niñez. Agarró aire y se lanzó a recitar de memoria "La suave patria” de Ramón López Velarde. Una idea me vino a la mente, no por el general, por nuestro México lindo y querido. Nuestros mayores asesinos son nuestros mayores patriotas. Al terminar, se siguió con el creo. Unos minutos después yo me encontraba extramuros No voy a ser tan mamón para decir que sentía deseos de llorar. Pero la neta no he vuelto a ser el mismo.

En los últimos días no he podido dejar de pensar en la novela Trabajos del reino del Yuri Herrera. No me interesa si otros están de acuerdo conmigo o no. Pueden ahorrarse sus opiniones. Encuentro en la prosa de Yuri una melancolía que me ataca todos los días al salir a la calle. Al dirigirme a la oficina a lidiar con cosas triviales, mientras usan nuestras calles como fosa común. Tal vez alguien levante la mano y afirme que su zona es más peligrosa que Torreón. Le creo. Sin embargo, habitar esta tierra se ha vuelto una tarea insoportable. Todos son narcos. Todo es narco. Todo narco.

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Carlos Velázquez nació en Perros Bravos, Coahuila, 1978.  Es autor de 'La Biblia Vaquera' y responsable del concepto Condición posnorteña. Pertenece a la Generación del Fifí, conformada por mamíferos coahuilenses cuya taxonomía responde a las altas temperaturas que se padecen en el norte de México. Es habilidoso. Tiene la lengua más violenta de la frontera.

* Este texto fue originalmente publicado en los blogs de la revista Gatopardo, en la primavera de 2012

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