Pero para llegar al punto de encuentro, teníamos que deslizarnos varios metros por un tobogán tipo balneario. La situación, entre tensa y divertida por la bajada a toda velocidad, suponía un sentimiento de vértigo que iría en aumento hasta escucharla, a ella que estaba en peligro de muerte. Que no acabarían con “el movimiento”; que no nos preocupáramos por ella; que nunca le pasaría nada; que era momento de acabar con la violencia; que hiciéramos lo que creyéramos más conveniente. Y en ese “lo que creyéramos conveniente”, cabía de todo. Unas sirenas llegaban hasta el punto de encuentro. Alguien nos había delatado. Todos corrían, ella la primera. Cada uno se ponía a salvo, pero a mi hermano y a mí nos detenían. Sin poder hacer otra cosa que fingir ignorancia sobre lo que sucedía, nos revisaban nuestras pertenencias y yo sufría porque en mi bolso había dos churros de marihuana que, para mi sorpresa, desaparecían de la vista de los policías. Haber sido un justiciero me salvaba de esa otra justicia. Pero el sabor del llanto desconsolado aún predominaba. Tenía miedo.
Anónimo