NUESTRA APARENTE RENDICION

Ya no se puede fumar mota como en los buenos tiempos

Archivo Casasola Archivo Casasola Archivo Casasola

Cuando ando de parranda, cada vez con más frecuencia, veo que mis amigos se sienten culpables por fumar mota o echarse una raya de coca. Cuando lo hacen, no pueden evitar, por lo menos por un segundo, pensar que contribuyen a que existan nuestros 50,000 muertos, decenas de miles de desaparecidos, las cabezas rodando en pistas de baile y las mutilaciones que desfilan en la prensa. De hecho pareciera que ya no fuman mota ni consumen cocaína: se fuman unas piernas, una lengua, un brazo. Y luego se ríen para olvidarlo.

Desde que llegó la democracia a México en 2000 y peor aún, luego que un presidente de derecha, Felipe Calderón, eligió intensificar la guerra contra las drogas, el drama se ha intensificado, es incontrolable, nos toca a todos.

Más de una vez mis amigos voltean a verme y me piden permiso para drogarse en medio de la fiesta, porque saben que estudio el narcotráfico y, como buen sinaloense, he visto los sufrimientos que produce.

Sé que les da culpa, porque alguna vez les conté que hace un par de años mi hermana no pudo dormir tres días cuando se encontró una cabeza en hielera al salir de un bar sinaloense.  Así, en una fiesta como la que tengo con mis amigos. Sé que nos da culpa el ambiente de violencia que se ha creado alredor de los churros de mota, la coca, y las jeringas con heroína.

 

En estos momentos, las imágenes del drama que hemos provocado por nuestra inmadurez frente a ciertas sustancias me golpean en la cabeza. Siempre termino diciendo que drogarse no es el pedo, aunque, idealmente, deberíamos producir nuestras propias sustancias. Luego me quedo callado y bailo con los ojos cerrados, mientras me imagino en una de esas fotos de principio del siglo XX en que los mexicanos nos podíamos drogar a gusto. Los buenos tiempos.

 

Ya no se puede fumar mota como en los buenos tiempos. Allá a principio del siglo XX en México se fumaba más o menos a gusto. Es cierto que no era bien visto. De hecho, meterse ciertas sustancias fue satanizado en México, por lo menos, desde la colonia.

Cuando los españoles se dieron cuenta de que los indios de México se metían toda clase de psicoactivos para hablar con Dios, sentirse nice o tener alucinaciones, empezaron a prohibirlas.

Así ocurrió por ejemplo en 1670 con el peyote. La Santa Inquisición mandó pegar un Edicto diciendo que el peyote era pecado en todas las parroquias de la Nueva España. Las pobres monjas empezaron a autodenunciar pecados. Las autodenuncias nunca terminaban en castigo. Al fin de cuentas a nadie le importaba que una monjita se embarrara peyote para las reumas o que una india se lo tomara para saber si su esposo la engañaba o para encontrar unos calzones perdidos.

Ya en el siglo XVIII y XIX, la crítica de los españoles, criollos y mestizos a las drogas de los indios se fue haciendo más laica. Ya no se decía que el peyote, la mota, o la hoja de coca fueran pecaminosos. Más bien se intentó regular su uso para preservar la salud de manera científica. La ciencia de los médicos se volvió la nueva inquisidora.

Más adelante, a finales del siglo XIX y principios del XX, el asunto de las drogas “enervantes” también se volvió una discusión entre clases sociales. Los indios, los presos, los soldados consumían drogas que se consideraban vulgares. Los españoles, los mestizos más blanquitos, la gente bien consumía drogas extranjeras, más científicas, como el opio y la heroína.

Los nacos que consumían marihuana, en el viaje, organizaron una Revolución, en que alucinaban a una cucaracha que rengueaba por la falta de mota. Todos los mexicanos —y muchos extranjeros— conocemos el viejo corrido que los soldados de la Revolución, según dicen las malas lenguas, compusieron al dictador revolucionario Victoriano Huerta, quien —no está usted para saberlo ni yo para contarlo— era bien pinche pacheco.

Mientras la Revolución se desarrollaba, los ricos, sobre toda las amas de casas bien, iban a los fumaderos de opio de los chinos a echarse un toque y olvidar los problemas domésticos. Aunque los chinos nunca fueron los traficantes que se llevaron grandes ganancias, ellos mantenía fumaderos donde su comunidad y uno que otro invitado departía y aprovechaba para perderse en algún sueño de opio. Fumar opio se consideraba un vicio caro, elegante, “traído de París”, mientras fumar mota era peligrosos, feo, vulgar.

Así transcurría la vida en ese México perfectamente dividido en razas, clases, niveles de conocimiento, hasta que, al pasar la Revolución, empezó una guerra soterrada en el mundo que terminó amenazando nuestra existencia.

Entre 1909 y 1919, el gobierno gringo cabildeó diplomáticos en todo el mundo para que se prohibiera el opio globalmente. Muchas naciones se les unieron, incluido México, hasta incorporar la mentada prohibición del Opio, acordada en 1912 en La Haya, en el Tratado de Versalles.

Ahí comenzó la debacle en México y el mundo.

México se volvió el punto de paso para todas las sustancias que el gobierno gringo quería prohibir pero la sociedad estadounidense consumía más que nadie.

En 1909, los gringos prohibieron la importación de opio para consumo interno, pero permitieron que se pudiera importar para reexportarla inmediatamente a México y otros países. ¡Querían eliminar el consumo, no el negocio los cabrones!

Entonces, los contrabandistas gringos y europeos consiguieron socios mexicanos para importar opio de Macao a San Francisco y exportarlo inmediatamente a México. De aquí lo contrabandeaban de nuevo a Estados Unidos.

México empezó a crear una imagen de capital del vicio.

La reacción del gobierno y la sociedad mexicana fue echarle la culpa a los inmigrantes chinos. Al fin de cuentas, los chinos eran presa fácil. Los empresarios mexicanos les tenían envidia por su éxito comercial y hasta los indios los considerábamos inferiores.

Fue en parte por esto que los gobierno revolucionarios iniciaron una avalancha de prohibiciones. En 1923, el presidente Álvaro Obregón prohibió la importación de opio. Poco después en 1925, el presidente Plutarco Elías Calles negoció con el gobierno gringo aumentar la persecución del opio, la mota, la coca y hasta el alcohol, para ayudarlos a prohibirlo también. El tratado diplomático México-Estados Unidos sirvió para muy poco. Ninguno de los dos gobiernos pudo parar los contrabandos.

Entonces, el presidente Plutarco Elías Calles decidió que eran tiempos de ponerse más cabrones. En 1925 penalizó la exportación de heroína y mota. Y ya para 1929, los abogados mexicanos lograron ganarle la batalla a los médicos con unos de los más destructivos y ridículos inventos del siglo XX: los “delitos contra la salud pública”.

Hasta 1929 a nadie se le había ocurrido que la salud era un bien colectivo en México. Todo mundo sabía que la salud era algo que cuidan los individuos a su modo, con su conocimiento y sus recursos como persona. Los ricos iban al doctor, los pobres preguntaban remedios y tomaban yerbas antiguas. La mentada defensa de la salud “pública” fue la entelequia de la que surgieron toda clase de desgracias.

 

Agustín Víctor y su hermano Miguel Casasola fueron los pioneros del fotorreportaje en México. Cuando murieron en los 1930, sus hijos continuaron registrando la vida de México. Entre las miles de fotos que dejaron —incluidas las mejores fotografías de la Revolución mexicana—, está una serie de fotos de las primeras batallas de la guerra contra las drogas en México en los 1930 y 1940, que en aquellos tiempos no eran tan violentas ni provocaban tantos muertos.

Son fotos únicas en el mundo. Aunque la prohibición de drogas ocurrió simultáneamente en otros países, fue aquí donde se logró uno de los registros fotográficos más extensos de consumidores y traficantes gracias a la politización de médicos, periodistas e intelectuales luego de la Revolución.

La pugna básica sobre las drogas en este tiempo era entre médicos que querían ser ellos quienes regularan las drogas para mejorar la salud de sus pacientes y los abogados, diplomáticos y policías que quería que se reprimieran violentamente las “enervantes” sustancias.

En las fotos uno puede ver los frascos en que los médicos, por ejemplo, vendían anestésicos como la cocaína y jarabes para la tos con opio.  Y sigue ahí una foto en que un grupo de policías acompañados de agentes del Departamento de Salubridad reprimen a consumidores de drogas —que entonces llamaban “toxicómanos” y eran tratados como enfermos. Quizá las fotos más sorprendente en nuestro tiempo sean precisamente las de los toxicómanos, porque ya estamos muy acostumbrados a que nos traten como delincuentes al drogarnos. Las fotos de indios, soldaderas, señoras de sociedad consumiendo drogas eran más frecuentes en aquellos tiempos que las fotos de muertos y descabezados a las que ahora estamos expuestos todos los días.

Antes de 1947, en México se trató a los consumidores como parte de los problemas de “salud pública”, gracias a los médicos que insistían en no criminalizar más el consumo de drogas para defender sus propios intereses. Pero ya a finales de los 1940, el tema de las drogas se trató como un asunto de policías y criminales, aunque, claro está, hubo apasionadas discusiones narcóticas.

De hecho, en 1940, los médicos del Departamento de Salubridad lograron legalizar las drogas. Los consumidores de drogas podían ir a dispensarios donde médicos capacitados ofrecían dosis diarias de heroína y otras sustancias por debajo de los precios de los contrabandistas ofrecían en los mercados negros. Así, el gobierno mexicano buscó matar dos pájaros de un tiro: tener consumidores tranquilos que no provocaran broncas y eliminar el tráfico ilegal.

La legalización duró a penas unos meses, porque el gobierno gringo presionó y doblegó al gobierno mexicanos para que las volviera a prohibir y perseguir. No querían drogas legales por ningún motivo. Ahora que frecuentemente se dice que la legalización de las drogas es difícil, si no imposible, al ver las fotos que nos dejaron Casasola, me gusta pensar que el consumo legal de drogas en otros tiempos no sólo fue posible, sino más racional y humano.

Después de los 1940, los mexicanos—como en otras partes del mundo—hemos luchado unos contra otros, nos hemos matado, perseguido, encarcelado, para darle gusto a los gringos y salvar nuestras propias culpas por disfrutar del encanto de las sustancias psicoactivas. Y ahora más que nunca hemos llevado esta lucha hasta el drama nacional.

 

La lucha armada contra las drogas en México tiene antecedentes desde principio del siglo XX, pero se volvió más dura y empezó a tener muchos muertos en 1947. Ese año, Harry Anslinger, que representaba a Estados Unidos en la Comisión de Drogas Narcóticos de las Naciones Unidas y dirigió las oficinas antidrogas estadounidenses contra las drogas por 32 años (1930-1962), presionó para que el gobierno mexicano lanzara operativos en el noroeste de México (Sonora, Sinaloa, Durango, Chiuhuahua). Estos operativos fueron el inicio de una gradual sofisticación de las formas de reprimir la producción y el consumo de drogas en México. La lucha armada fue muy radical en los 1960 y 1970, porque el consumo era muy abierto entre la juventud estadounidense y mexicana.

Siempre que pienso en esos tiempos, resuenan en mi cabeza la forma en que los describió el presidente Barack Obama en su autobiografía. Él se refería a los gringos, pero lo mismo pudieron decir los hippies mexicanos: no había motivo más que el escape: “You might just be bored, or alone. Everybody was welcome into the club of disaffection. Andi f the high did not solve whatever it was that was getting you down, it could at least help you laugh at the world’s ongoing folly and see through all the hipocrisy and bullshit and cheap moralismo”.

Los conservadores antihippies como Richard Nixon y Ronald Reagan lanzaron operativos que rayaban en la locura. En 1969, por ejemplo, con la Operación Intercepción cerraron la frontera México-Estados Unidos para convencer a los políticos y policías mexicanos de que atraparan y mataran suficiente traficantes.

En 1976, lanzaron la Operación Cóndor en que militares arrasaban y mataban pueblos enteros para proteger a México y a sus amigos gringos de la malignidad de los productores de marihuana y amapola.

Lógicamente las organizaciones criminalizadas por traficar drogas (equivocadamente llamadas “carteles) que surgieron en Sinaloa y la frontera de México con Estados Unidos reaccionaron a esta guerra. Compraron más armas, invirtieron más dinero en corromper policías y políticos, usaron la violencia con más frecuencia. En regiones de México, como mi natal Sinaloa, se supo desde los 1980 que la guerra era y sería más cruenta. Desde las primeras batallas, sobre todo luego de que algunos sinaloenses asesinaron al agente de la DEA Enrique Camarena en 1985, los muertos pulularon. También pululó el dinero, debido a que obtuvieron ganancias enormes cuando empezaron a traficar cocaína sudamericana masivamente.

Los hábitos de consumo de drogas cambiaron en México. La cocaína, por ejemplo, se volvió más frecuente. Y, aunque en general, el consumo de drogas en México nunca ha llegado a ser tan masivo como en Estados Unidos, ha cambiado el significado de drogarse en estas tierras. Antes se fumaba tranquilamente por diversión o espiritualidad. Ahora nos drogamos por los mismo motivos, pero ya tenemos muchas telarañas en la cabeza. Las drogas también significan darle poder al narco, apoyar políticos corruptos. Ya ni quiere pueden ser un escape de veras.

La guerra continúa en nuestros días cada que jalamos de un churro, pero ahora la violencia es peor que nunca. No parece haber salida. Todo mundo tira a locos a quienes proponen la legalización. No me voy a quejar de ellos. Piensan que es imposible, una pérdida de tiempo, porque Estados Unidos y los políticos nunca nos van a dejar fumar en paz. Hay mucho dinero. Eso sí. Jamás compartiré la idea de que es imposible. La legalización ya ocurrió. Me lo dice la mirada de los pachecos de aquellos tiempos.

(Centro histórico, DF, 2012)

 

Froylán Enciso

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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