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El contraataque a la “leyenda negra”

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Los intelectuales sinaloenses, especialmente los de Badiraguato, hemos sido muy efectivos en estilizar una historia, en que el narcotráfico es producto de influencias, poderes y apetitos foráneos. Frecuentemente le damos la vuelta a la pregunta de por qué Sinaloa ha sido tan influyente en el establecimiento de rutas de trasiego y la producción de drogas:

Es una leyenda negra:

Nos harta que se nos criminalicen así de bote pronto,

señalamos la tirante relación entre quienes están metidos y quienes no están metidos en el mundo del narco,

 

repartimos responsabilidad entre los consumidores gringos, su gobierno con políticas equivocadas y copiadas por los gobiernos mexicanos.

 

Sólo así nos permitimos vivir y crear en la vida mientras allá afuerita caen los muertos y los narco siguen siendo un poder real por simbólico y omnipresente.

Gran parte de esta crítica a la leyenda negra se la debemos a los cronistas, periodistas, historiadores y unos que otro político que ha dictado su memoria. Tengo la impresión de que un texto fundacional de estas ideas es “El cultivo de opio en Badiraguato” de Raúl Valenzuela Lugo, publicado en la revista Presagio número 26 en agosto de 1979. En ese artículo, Valenzuela estableció la narrativa fundamental de la vida sinaloense entre las drogas:

“Difícil resulta precisar fechas respecto a la iniciación del cultivo de la amapola adormidera en Sinaloa, pero sabido es que en la década de 1940 a 1950, y con motivo de la segunda guerra mundial, se intensifica esta actividad con fines de tráfico en el municipio de Badiraguato, para abastecer de heroína a los Estados Unidos. Por datos precisos y fidedignos se enseñó  el procesamiento del opio a un chino que radicaba en Jesús María, el cual se trasladó a Santiago de los Caballeros para trasmitir a varias personas la técnica de procesamiento aprendida por él. Muy pronto aparecieron sembradíos de adormidera en todo el municipio” (pp. 15-16).

En esta narración los campesinos productores de amapola, primero, y marihuana, después, aparecen como personajes sin mucha iniciativa. Se dice que actuaban de buena fe para sobrevivir la marginación y la pobreza, al mismo tiempo que eran atacados por agentes del gobierno que condicionaban el ejercicio de la violencia a cambio de un tributo, primero en especie y luego en dinero cuando la producción de opio cundió y bajó de precio.

Con los años, vino el colmo de la manipulación del indefenso campesinado: “los explotadores de los campesino llegaron a la voracidad de cobrar tributo y quitarles las cosechas a los cultivadores, enviándolos a la cárcel.”

Según Valenzuela, durante el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) era ya evidente para el gobierno que no podían seguir los abusos de autoridad. Por eso, el presidente asignó al general badiraguatense Teófilo Álvarez Borboa a una campaña antinarcóticos. El general Álvarez citó a algunos productores de drogas en Mazatlán. Los perdonó por última vez y les pidió que no siguieran en el negocio de las drogas. También les pidió que denunciaran a los soldados y policías abusadores.  No todos los productores y traficantes dejaron el negocio y, según se infiere del relato, a pesar de los esfuerzos del general Álvarez por castigar a soldados abusadores, muchas arbitrariedades continuaron.

El negocio de las drogas ilegales fue creciendo con los años. Llegó el momento, en los años 1970, según dice Valenzuela, en que el consumo interno de drogas en Sinaloa era alarmante. ¡Hubo personas que empezaban a morir por sobredosis! Su preocupación por el consumo incremental de drogas, no está de más mencionarlo, iba a contrapelo del mito repetido por el gobierno federal de México para tumbarse la barra ante los gringos: en México no se consume droga, ese es un problema del primer mundo.

En esos años, se creó la idea de que las campañas de los militares y la Procuraduría General de la República, algo harían para disminuir el consumo local y salvar a Sinaloa de la leyenda negra. Sin embargo, como bien apuntó Valenzuela en un párrafo que parece una caricatura de lo que repiten en contradictorio mantra moralista más de dos narcointelectuales, las soluciones tienen orígenes más esenciales y sencillos:  “como mejor solución al problema, considero que deben implementarse programas de explotación minera, de bosques, establecer metalúrgicas y aserraderos en la sierra, todo lo cual daría ocupación a cientos de personas que dejarían de practicar ilícitas actividades. Además debe emprenderse una campaña masiva para educar a los padres de familia, con el objeto de tener mayor acercamiento con sus hijos, pues los distanciamientos y conflictos familiares arrojan a los muchachos, a buscar el camino de su liberación, que por lo general lo encuentran en el vicio y la prostitución” (p. 17).

Y es en esta idea de la solución de los problemas donde se evidencia que la forma en que hemos contraatacado la leyenda negra sinaloense es inconsistente: en tan criminalizado terruño nos hemos contado la historia del narco equivocadamente: el narcotráfico es producto de problemas de desarrollo económico y cultural, porque si no fuera de esa manera las soluciones girarían alrededor de los cuentos de policías y criminales.

Entonces, ¿por que lo contamos como un asunto de origen chino y desprotección ante gobiernos y criminales, nacionales y extranjeros, todos corruptos?

Sea quizá que, en el fondo, todos queremos ser parte de tan épica y global narración.

Recuérdese bien que, como dijo Valenzuela desde finales de los 1970, “la fama de Badiraguato [la tierra del Chapo] triste desde luego en este renglón, llegó a tal como productor que en Honk Kong una calle y un restaurante llevan su nombre.”

 

(Se narró en Sinaloa en 1979)

Froylán Enciso

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