NUESTRA APARENTE RENDICION

El año más violento en la historia de Culiacán

Ilustración: Yecatl 'Disaster' Peña, Joc Doc Ediciones Ilustración: Yecatl 'Disaster' Peña, Joc Doc Ediciones Ilustración: Yecatl 'Disaster' Peña, Joc Doc Ediciones

Por Froylán Enciso. Publicado originalmente en Spleen!

 

El periodo más violento en la historia de Culiacán no fue de ninguna manera el sexenio de Felipe Calderón, ni el anterior, sino 1976, un año con muertes masiva al estilo culichi. Culiacán vivía ya un clima de guerra civil incontrolable, debido a la violencia de narcotraficantes fuertemente armados en un clima de absoluta impunidad. En 1976, la violencia culichi había llegado a límites tan desmedidos que hasta las redacciones de periódicos de la capital se preocuparon por mandar a algún reportero a aquella lejana ciudad de provincia. Los editores de El Sol de México, por ejemplo, decidieron enviar  a Ricardo Urioste —experimentado periodista que después pasó a la redacción de UnomásUno— para cubrir la primera gran guerra del narcotráfico sinaloense.

 

 

 

Urioste llegó a Culiacán y, como pudo, desentrañó lo que ocurría en esas tierra lejanas, mediante entrevistas que iluminan hasta nuestros días la proporción, motivación económica y lógica bélica de los enfrentamientos durante el año más violento que vivió Sinaloa.  Lo primero fue hablar con los policías locales que, aunque no tenían tan buena fama, podrían ayudarle a ubicar la magnitud de la violencia.

 

Para entrar a la jefatura de policía municipal, Urioste vio el espectáculo de varias docenas de agentes armados hasta los dientes que miraban a través de las ventanas. Como todos los habitantes de Culiacán, temían que los narcotraficantes llegaran a arreglar alguna cuenta pendiente. Sabía que podían caer en cualquier por momento o hasta atacar por un simple error de cálculo. En la oficina del jefe habían dos docenas de ametralladoras descansando sobre las paredes. Las palabras del nervioso jefe de la policía Juan de Dios Aguirre Zazueta tenían la precisión de quien bebe el quinto café por la mañana: “Estamos al borde del infierno.”

 

En 1976, hubo 543 homicidios relacionados con el tráfico de drogas en Culiacán. Urioste puso la cifra en perspectiva: “El infierno ya ha llegado. El índice de hechos de sangre, en relación a los habitantes de Culiacán, es 40 veces superior al que se registra en Bueno aires.”

 

No hay certeza de cómo hizo sus cálculos. Según los datos históricos de los censo de INEGI, para 1970 el número de habitantes de la ciudad fue de 167,956 y en el de 1980  fue de 304, 820.  La tasa de crecimiento en la década fue de 5.9, por lo que se puede hacer un  cálculo aproximado de alrededor de 250,000 habitantes para 1976. Es decir, hubieron 217.2 homicidios relacionados con narcotráfico por cada 100,000 habitantes. En la historia narcótica de México, esta inusitada cifra es solo superada por el drama de la violencia en Ciudad Juárez en 2010, cuando los asesinatos ascendieron a 224 homicidios por cada 100,000 personas, sin desagregar los que estaban relacionados con el narcotráfico y los que no. Es decir, el infierno culichi de 1976 fue realmente un evento histórico.

 

Los empresarios, que eran de las pocas personas que rompían el silencio que reinaba en Culiacán, decían que todo se debía a la fragmentación del mercado de tráfico de drogas. El acaudalado vendedor de seguros Jorge Muñoz decía que el problema se había agravado por  la muerte de “padrinos” del narcotráfico como Modestillo Osuna en el sur del estado y Antonio Arce “el Copala”.

 

Las elucubraciones sobre el origen del infierno en Culiacán no parecían considerar el hecho de que más que una fractura del mercado se estaba viviendo un aumento de las ganancias y la militarización del negocio de las drogas debido a presiones internacionales. Nada mencionaron por ejemplo, acerca de la detención del narcotraficante sinaloense Jorge Favela Escobosa en agosto de ese año en la colonia Polanco de la ciudad de México, quien posiblemente se vinculó con la ruptura de la conexión turco-francesa de heroína.

 

Para los empresarios sinaloenses, todo se explicaba como un asunto de competencia: se había facilitado la entrada a punta de balazos de nuevas familias y emprendedores que buscan redistribuir los beneficios del negocio. En el pasado, según ellos, todo se resolvía mediante el acuerdo de ocho familias que controlaban el tráfico de drogas. Las grandes familias del narcotráfico sinaloense tenían todo lo que se pudiera ofrecer para que las transacciones se realizaran en paz: sanatorios clandestinos, abogados y ejércitos de hasta cien hombres armados con cuernos de chivo, M16 y M18.

 

Pero con el tiempo, algunos de los trabajadores de estas familias empezaron a crecer en ambición. Un “burro” —como se les llama a los transportistas de drogas que en otros lugares llaman mulas— ganaba alrededor de 50,000 pesos por viaje. Dado que los burros asumían gran parte del riesgo de poner la heroína de Culiacán en Estados Unidos, no parecía raro que quisieran obtener una parte más sustanciosa de las ganancias. Era lo justo. Luego de tres o cuatro viajes, conseguían dinero suficiente para asociarse con campesinos de la sierra que sembraban mariguana y amapola. Los burros ponían la semilla, algo de equipo para acampar y sembrar, y un poco de dinero para sobrevivir. A veces se iban a la mitad, pero en otras ocasiones simplemente compraban el producto a precio preferencial. Un burro inversionista podía quintuplicar su inversión inicial en sólo seis meses.

 

Para terminar de entender por qué habían tantos nuevo narcotraficantes, era necesario tomar en cuenta cómo se habían movido los precios durante esas fechas. De 1975 a 1976, el precio de un kilo de heroína refinada en cualquier laboratorio clandestino de Culiacán, había pasado de 500,000 a millón y medio de pesos en el mercado estadounidense. Entre otras causas, la triplicación del precio de la heroína sinaloense seguramente se relacionó con el desmantelamiento de rutas de tráfico de heroína turca vía Francia al principio de los años 1970.

 

Algunos narcotraficantes como Favela Escobosa, que tenían operaciones en Turquía y Sinaloa fueron afectados por los operativos gubernamentales; pero otros sinaloenses supieron aprovechar la oportunidad mediante la ampliación de sus negocios por vías violentas. Ya que el costo de producción de un kilo de heroína no pasaba de los 350,000 pesos, les quedaba una gran cantidad de dinero para defender sus ganancias, con las armas de ser necesario.

 

Algunos narcotraficantes sinaloenses empezaron a recibir armas estadounidenses como parte de sus pagos. Las armas llegaban por los mismos medios que usaban para transportar drogas al norte, sólo que en sentido contrario.

 

Por agua, usaban barcas de pesca que interceptaban a barcos mercantes que recibían las drogas y entregaban armas y dinero en altamar. Mientras que por tierra usaban toda clase de vehículos, el medio más utilizado durante aquellos años sin duda fue el transporte aéreo: desde los años 1940 había pistas de aterrizaje en todo Sinaloa que se conectaban con otras pistas clandestinas que abrían camino hasta Estados Unidos.

 

Ya en los años 1970, el tráfico aéreo privado en Culiacán era inmenso. Las avionetas hacían vuelos rasantes para evadir las inspecciones con radar cuando venían de Estados Unidos y llegaban, si no al aeropuerto, a alguna de las 100 pistas clandestinas localizadas en los diferentes pueblos de la Sierra Madre. Estos vuelos de regreso de la frontera estadounidense nutrieron al mercado de armas local. Era frecuente ver numerosas avionetas con matrícula fantasma aparcadas en el aeropuerto. Se estacionaban con absoluta impunidad, con la justificación de que eran el único medio de transporte que se podía usar para llegar a algunos pueblos de la sierra.

 

Una R-15 costaba 15,000 pesos, una R-16, 40,000;  y se podían conseguir los Cuernos de Chivo por 50,000. El arma preferida de aquellos tiempos era la pistola Browning, quizá por su ligereza y porque costaba 10,000 pesos, una fracción minúscula de las ganancias que redituaba el pasar un kilo de heroína a Estados Unidos. Los periodistas de la época calcularon que el arsenal culichi alcanzaba las 30,000 armas. Es decir, diez veces más que los artefactos de guerra movilizados por los cuerpos represivos del Estado en la época.

 

Días antes de que acabara ese 1976 que parecía eterno, hubieron cuatro inocentes muertos en un tiroteo que duró 45 minutos en una calle céntrica de la ciudad. Uno ya no sabía qué podría pasar en un ambiente en que lo mismo hombres que mujeres trataban de hacerse escuchar a punta de metralla.

 

En el Palmito, por decir algo, recogieron a una mujer con 150 impactos de bala en el cuerpo, dentro de una casa de la zona industrial, mientras que el joven Marco Antonio Haas fue asesinado por órdenes de su ex novia, quien era hija de un narcotraficante.

 

Unos gomeros (así se le decía a los productores de goma de opio) asesinaron al primo de un traficante menor que se robó un cargamento de opio, con la esperanza de que apareciera en el velorio.

 

Las listas de infortunios seguían en retahíla en los comentarios callejeros. Cada quien tenía una tragedia que contar.

 

En la cárcel del gobierno del estado, aunque fuera difícil de creer, no había una sola persona detenida por estos hechos. En medio de las masacres, el obispo de la diócesis de Culiacán hizo una declaración que parecía premonitoria de un fin que ni Dios podría detener:

“Si no somos capaces de detener esta ola de violencia, ella acabará por enterrarnos a todos, sin excepción”.

 

El 16 de enero de 1977, el agente secreto de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de la Secretaría de gobernación envió el siguiente informe:

“Al ponerse en marcha hoy, el plan Operación Cóndor, que tendrá como fin intensificar el combate contra la siembra, cultivo y tráfico de drogas, ordenado por el Sr. Presidente de la República Lic. José López Portillo, hoy de las 11:45 a las 12:45 horas se llevó a cabo un desfile militar por las principales calles de la ciudad que estuvo encabezado por el General de División D.E.M. José Ernesto Hernández Toledo, nominado Coordinador General de esta operación, que abarca los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua, el cual se comprometió a que en cuatro meses el narcotráfico estará reducido a lo ínfimo.”

 

Iniciaría así la cacería de los narcotraficantes de la nueva ola.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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