NUESTRA APARENTE RENDICION

Entrevista con el Doctor Leopoldo Salazar Viniegra

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Leopoldo Salazar Viniegras, médico nacido en San Juan del Río, Durango en 1898, dedicó su vida a curar toxicómanos y combatir el tráfico de drogas ilegales en México. Aunque fue la mente detrás de la legalización de las drogas en México durante algunos meses de 1940, por motivos políticos, no fue él quien instrumentó las ideas que tanto trabajos le constaron, porque por azares de la vida estuvo vinculado al movimiento almazanista que se oponía a la candidatura presidencial de Manuel Ávila Camacho.

Salazar estaba acostumbrado a los discusiones fuertes y no tenía miedo de contradecir las ideas de otros aunque vinieran de Estados Unidos y Europa. Cursó los estudios primarios en Durango y medicina en la Universidad Nacional. Luego se especializó en psiquiatría en España y Francia. Ya para 1923, participaba en conferencias internacionales de botánica en Europa con nombramiento diplomático y toda la cosa.

Al regresar a México trabajó y llegó a dirigir el manicomio de la Castañeda en la capital del país. También dio clases sobre clínica de las enfermedades nerviosas en la Facultad de Medicina. En pleno fervor cardenista, su amigo el Dr. Leonides Andreu Almazán puso en sus manos la Dirección de Toxicomanías del Departamento de Salubridad y el Hospital de Toxicómanos anexo al manicomio de la Castañeda. En esos puestos, Salazar abrevó de los trabajos de sus compañeros médicos para separar los mitos de las realidades sobre las drogas.

Leyó los trabajos de connotados médicos que trabajaron con toxicómanos, como sus amigos los doctores Francisco Elizarrarás, Fernando Rosales y Jorge Segura. También aprovechó sus puestos para realizar innumerables experimentos como darle de fumar marihuana a varios colegas, entre ellos el especialista en tuberculosis, Ismael Cosío Villegas, durante conferencias científicas. Sus experimentos confirmaron que la marihuana no provocaba las exuberantes reacciones sicóticas que se le atribuían.

Cuando llegó Eric Ekstrand, delegado del Comité Asesor sobre el opio de la Liga de las Naciones en 1938, el doctor Salazar no dudó en contradecir el viejo cuento que le repitieron en la Habana al funcionario internacional: los marihuanos, según los habaneros, creían que podían volar y por eso se lanzaban desde los techos de los edificios y los árboles. Según le dijo Salazar a Ekstrand, un periodista mentiroso había propagado una versión mexicana del cuento: una persona, creyéndose pájaro bajo los influjos de la marihuana, se descalabró y murió porque le enseñaron un puño de alpiste cuando se aferraba muy cantor a la copa de un árbol en la Alameda Central de la ciudad de México. ¡Qué historia!

El doctor Salazar, con todo su experiencia en el estudio y tratamiento de las drogas enervantes y la toxicomanía, no soportaba las mentiras que a fuerza de tanto repetirse se volvieron conocimiento de sentido común en México y el mundo. Por eso, preparó y leyó un largo estudio científico sobre la marihuana para la Academia Nacional de Medicina ese 1938. El estudio se publicó en la revista Criminalia ese mismo año con el título “El mito de la marihuana”. Concluía así:

“Frente a nuestro real y formidable problema de alcoholismo, la cuestión de la marihuana no merece la importancia de problema social ni humano… La instrucción, la cultura, la orientación de nuestro pueblo, permitirá que el calumniado y hermoso arbusto no sea en lo futuro más que lo que debe ser: una rica fuente de abastecimiento de fibras textiles.”

Pero la marihuana no era la única droga enervante ilegal que consumían sus enfermos. La legislación de entonces también incluía en esa categoría al opio, la morfina, la codeína, la heroína y la cocaína, porque “fomentaban el vicio y degeneraban la raza”. De ahí que Salazar, hombre de acción, propusiera que el gobierno distribuyera estas sustancia entre los toxicómanos que las necesitaran. Se sabía que llevaba tiempo cabildeando esta propuesta que ahora llamaríamos de legalización, pero poco se discutía públicamente.

El doctor Salazar pensaba que eran mejores los hechos, fundados en conocimiento científico, que las palabras. Quizá por eso escribió poco y dio pocas entrevistas, aunque su breve legado escrito ha sido material de culto entre estudiosos de las drogas e impulsores de modelos racionales para tratar a los consumidores y combatir la ilegalidad.

Los periodistas se quejaban de que esquivara a los comunicadores, pero la verdad de las cosas es que Salazar creía que los periodistas eran responsables, en parte, de propagar mitologías y razonamientos raros sobre las drogas. Por eso es singularísimo que el 7 de junio de 1938, la periodista de El Nacional Revolucionario Carmen Báez lograra publicar una larga entrevista en que el gurú de la legalización explicaba sus razonamientos con detalle. Ahí expuso las misma razones que en 1939 presentó ante las delegaciones de otros países del mundo en la Liga de las Naciones, donde se encontró con el apoyo Suiza y Polonia pero la férrea oposición de Estados Unidos y Canadá que no dejaron avanzar “temerosos” la propuesta legalizadora.

También fueron estas ideas las que instrumentó el Departamento de Salud durante la legalización de las drogas por unos meses de 1940, incluso después de que, como dijo Salazar en una editorial, “la campaña presidencial determinó la separación del competente doctor Andreu Almazán y la remoción de funcionarios… y ya sin tener yo injerencia en el asunto y con exceso de imprevisión se puso en vigor la nueva reglamentación” (El Nacional, 19 de diciembre de 1944).

Carmen Báez se sentía orgullosa de publicar las palabra del gurú “en el estudio científico y minucioso del problema” de las drogas y las toxicomanía, al grado que no escribió sus preguntas como para que nos quedáramos tan sólo escuchando su voz:

“El problema de la toxicomanía —dijo Salazar— tan molesto y costoso y cuya existencia considero puramente artificiosa, tiene su origen, por una parte, en la falta de comprensión y por siguiente torpeza legislativa, y por otra, en la reconocida falta de honestidad de diversas organizaciones y autoridades, todo lo cual ha contribuido a crear una situación de ventaja y privilegio para el traficantes. Los procedimientos puestos en práctica deberán, por una parte, fundarse en una buena observación y experiencia y luego ser de tal naturaleza que hagan imposible, dentro de la órbita económica en que este proceso gravita, el lucro por el tráfico, eliminando el mayor número posible de fiscalizadores, factor humano de cuya eficiencia no es posible fiarse.”

 

UN MONOPOLIO DE DROGAS

Para hacer incosteable el tráfico de drogas, el Estado, controlando su comercio, debería ofrecerlas y facilitarlas a un precio que hiciera imposible la competencia por parte del traficante y hacerla así desaparecer automáticamente. Queda señalado, desde luego, de que los incautos cayeran en el señuelo de la fácil adquisición y se propagara el uso. Aun cuando esto es muy discutible, conviene buscar la forma de evitarlo, y creo haber encontrado la formula adecuada:

La posibilidad de que el estado estableciese un monopolio en cuestión de drogas, me ha parecido después de cuidadoso examen, impracticable por mucho motivos. El obstáculo más serio lo presenta, desde luego, la Constitución, que prohíbe los monopolios, como no sean para determinados servicios públicos —acuñación de moneda, etc.— cuya necesidad es obvia. Pero aún suponiendo que tal escollo pudiera allanarse, quedaría el problema enorme de adquirir, administrar y distribuir en toda la República las drogas.

Parece necesario y conveniente que, sin establecer monopolio alguno, sin echar sobre sí el compromiso de adquirir y distribuir comercialmente las drogas destinadas a toxicómanos, el Estado pudiera cumplir sus fines utilizando la misma organización comercial en cuyas manos está teóricamente el comercio de enervantes. Quiero decir, que este fuera, efectivamente realizado por los establecimientos adecuados, sustrayéndolo de manos del traficantes.

 

SE TRATA DE UN ENFERMO EN MANOS DEL MÉDICO

No solamente el Estado utilizaría toda esa organización de comercio particular, sino que lo haría por intermedio del único que en justicia debe servir de intermediario y censor: el médico. No me parece que pueda pasar desapercibida la diferencia que esto entraña: que en vez de que el toxicómano esté en manos del traficante, quede en las manos del médico. El traficante se la proporciona sin más limitación que las posibilidades de pago, y es su interés que el consumo sea los más copioso. El médico por el contrario, se la administraría en la medida conveniente o necesaria para el paciente.

He dicho el paciente y me interesa desde luego insistir ratificando el término. Ya se habrá podido advertir una flagrante contradicción entre las prescripciones reglamentarias que para efectos del tratamiento consideran al toxicómano como un enfermo desde luego que lo internan en hospital al cuidado del médico y los puestos en práctica para que se someta a dicho tratamiento, que son de persecución tratándole entonces como delincuente. Y es bien sabido que esa persecución está generalmente a cargo de gente impreparada, sin escrúpulos, que hace de sus funciones motivo de lucro y expoliación,  quedando entonces —y así lo ha sido siempre— el desventurado toxicómano sometido a la doble explotación del traficante y de la policía. Después, no dejará de parecer también absurdo y hasta monstruoso que el toxicómano, sujeto a criterio médico durante su internamiento hospitalario, al dejar éste, quede fuera del control del médico, y otra vez bajo la férula del traficante, interesado no en su regeneración sino en la reincidencia.

Desde cualquier punto de vista que se mire al toxicómano, entra en el campo de acción de la medicina, puesto que ésta, como se sabe, no está limitada a los padecimientos físicos del hombre, sino que, en sus disciplinas de higiene mental y medicina social, comprende irrevocablemente al toxicómano, puesto que la higiene mental le mira como sujeto de psicología morbosa, mientras que la medicina social le contempla por cuanto constituye un desadaptado y un posible delincuente.

 

NO HAY QUE CREAR PRIVILEGIOS

De lo dicho podría deducirse que, si el toxicómano ha de quedar en manos del médico, fuese en las del higienista mental; pero esto, desde el punto de vista de administración de droga, obligaría a caer en uno de los extremos que tratan de corregirse, o sea el de restringir el manejo de la droga y de los pacientes a limitadas manos, creando determinado privilegio. Todo médico legalmente —y moralmente— capacitado estaría por tanto, autorizado a prescribir narcóticos al toxicómano. Antes de abordar los indispensables capítulos de reglamentación, quiero llamar la atención también, sobre la significación enorme que tiene el hecho de poner al toxicómano bajo el control de médico; perdería entonces uno de los aspectos más atractivos, que ahora tiene como transgresor de la ley, audaz y heroico, para convertirse en un simple paciente; y esto es indudablemente menos seductor. Siendo así, la inducción de los iniciadores perdería prestigio, valor sugestivo, etc., porque a nadie halaga ser considerado como enfermo, lo cual implica de cualquier modo cierta inevitable inferioridad. Y después, como el consumo no aprovecha al traficante, éste carecería de interés en la propagación de las drogas.

A reserva de objetar los argumentos que a este propósito pueden esgrimirse en contra, me adelanto a considerar el de más peso, o sea que, dadas las facilidades de adquisición, se propagaría el uso de las drogas; ya hemos mencionado a este respecto y es un hecho de adquisición firme, que el proselitismo se hace siempre con base en toda una labor seductora, interesada por uno o por otro concepto, es decir, por la satisfacción de realizar un acto ilícito y peligroso en ambiente de misterio o por el lucro, y ambos aspectos quedan eliminados.

Además, como se consignaría en la reglamentación, todo médico que prescribiera narcóticos, quedaría obligado a justificar su empleo.

 

DISPENSARIOS PARA TOXICÓMANOS

El hecho de entregar el comercio de drogas bajo prescripción médica a los expendios farmacéuticos no satisfaría más que un aspecto de la campaña, pues al fin sólo sería conferir al médico particular una función de la que ahora está privado y un beneficio tanto para él como para el comerciante. El complemento indispensable y que vendría a imprimir al procedimiento su inequívoca fisionomía social sería la fundación de un dispensario, que en la provincia quedaría incluido en la delegación sanitaria, dispensario en el que, previa siempre la justificada autorización médica, se administraría la toxicómano —no gratuitamente— sino pagando al tipo comercial, la cantidad de droga requerida. Parece inútil decir que no sería un propósito de lucro el que se persiguiera, puesto que no iban a obtenerse ganancias, exclusivamente las costas. La existencia de dispensarios dejaría siempre opción al vicioso para recurrir a él o al médico particular, eludiéndose así el posible cargo de que el tráfico iba a entregarse a manos de los médicos.

Es indudable que este nuevo aspecto cambiaría totalmente la cuestión del tratamiento, o sea abstención de la droga, que tendría el carácter de voluntariedad que hoy le falta y solamente así podría fundamente esperarse la rehabilitación del toxicómano.

 

REFORMA A LOS CÓDIGOS Y CONTROL DEL MÉDICO

De adoptarse, el Código Sanitario y el Código Penal se modificarían radicalmente en la parte que corresponda. Desde el punto de vista penal, pienso que los resultados serían todavía superiores, pues desaparecería ese tremendo e insoluble problema de la Penitenciaria, que solamente no cura, ni corrige al toxicómano, sino que lo incuba, siendo el mayor centro de proselitismo.

Debe hacerse notar que para el control de las actividades del médico en su nueva función —que en rigor no es sino restituir lo que indebidamente se le ha privado— además de las disposiciones reglamentarias, se contaría con la valiosa autoridad de las asociaciones profesionales —sindicatos médicos, bloques, etc.— que ejercitarían su influencia moral para evitar que sus miembros se aparten de los verdaderos propósitos de su función. Esta restitución al médico es tanto más obligada, cuanto que, hasta la fecha y puede confirmarse enfáticamente, el médico honesto ha sido la víctima de la reglamentación y de la campaña contra las toxicomanías, impidiéndole usar, en forma arbitraria y ofensiva, de sus derechos en prescribir narcóticos para curar inevitables sufrimientos. Encuentro también, que conferida al médico la facultad de poder prescribir droga a un toxicómano, se haría inútil la restricción y vigilancia de la administración de productos que sólo se usan con fines terapéuticos, porque el toxicómano, ya lo sabemos, nunca recurre a ellos por insuficientes y costosos.

 

REGERACIÓN DEL TOXICÓMANO

Quiero recordar, por ser un argumento de peso, que tratándose de un esfuerzo en pro de la rehabilitación del toxicómano, que en países donde más esfuerzos y gastos se han hecho al respecto, como Estados Unidos, han llegado a admitir que “nada puede hacerse con los habituados que habiendo sido sometidos a tratamiento una y otra vez, persisten en el vicio y se desentienden de ellos a ciencia y paciencia de que andan por las calle haciendo proselitismo. Comprando droga para su uso y cayendo frecuentemente en actos delictuosos para obtener el dinero y alcanzar los precios prohibitivos si se atuvieran al rendimiento exclusivo de su trabajo”. Y que asimismo, reconocen “que solamente una reclusión de 5 a 15 años puede ser eficaz para conseguir reincorporarles” sometidos claro, a régimen especial. Calcúlese el costo que ello implica y dígase si sería justificado que un país como el nuestro, con tan apremiantes necesidades, distrajera de sus fondos tan importantes cantidades en una lucha que bien emprendida puede obtener brillantes resultados, teniendo en cuenta la índole especial que para nosotros tiene la toxicomanía.

(1938-1940. Ciudad de México)

Biblioteca Antonio Caso, UNAM

Froylán Enciso

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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