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Luis Astorga comparte un texto sobre drogas y cambio político

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Drogas, cambio político e inseguridad
Aunque es un largo camino, se puede plantear un cambio en el esquema prohibicionista de combate a las drogas

Luis Astorga*

A poco más de un siglo del inicio del sistema prohibicionista internacional contra ciertas sustancias psicoactivas (1909), y sólo a un poco menos de haberse instituido ese esquema en México (1920, 1926), los resultados son contrarios a los planteados en los objetivos originales, que siguen siendo los mismos hoy en día: disminuir y hasta "erradicar" el cultivo, tráfico y consumo de dichas substancias. A eso hay que agregar la cantidad de muertos entre traficantes, policías, militares y gente de la sociedad civil caída en enfrentamientos y fuegos cruzados en lo que la administración Nixon bautizó como "guerra contra las drogas". La cristalización de esa metáfora ha sido y sigue siendo sin duda más devastadora y dramática en Colombia y México.

Hay tres dimensiones que deben tomarse en cuenta para tratar de entender mejor los problemas que enfrenta un país como México. La primera es la dimensión internacional. Ningún país o bloque de países ha planteado en la Asamblea General de la ONU un cambio radical del esquema prohibicionista. Ni siquiera Holanda, país multicitado como paradigma de una política más heterodoxa. Es el límite de lo políticamente posible en el mundo real, no lo políticamente deseable. El camino que hay que recorrer para modificar ese esquema parece aún largo y tortuoso.
La segunda es la relación con Estados Unidos, principal consumidor mundial de las drogas ilegales, impulsor y defensor del esquema prohibicionista internacional, productor y vendedor de la mayor parte de las armas utilizadas por las bandas criminales en México. En 1986, Ronald Reagan firmó la Directiva de Seguridad Nacional 221 con la cual instituyó el tráfico de drogas ilegales como un asunto de esa índole. México forma parte del esquema de seguridad nacional y regional de Estados Unidos; terrorismo internacional y tráfico de drogas son dos temas de preocupación permanente para ellos, sobre todo después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, debido a la extensa frontera compartida con México.
Y la tercera es la situación interna, caracterizada por una sociedad con altos niveles de pobreza, desigualdad, corrupción e impunidad, transformaciones en los campos de la política y el tráfico de drogas, de los vínculos entre ellos y sus modalidades en el tránsito de un sistema de partido de Estado a uno de competencia de partidos, de alternancia en el poder; y los problemas que esto genera cuando existe una sociedad civil débil, y la clase política no tiene una visión de Estado ni contribuye claramente a la consolidación de la democracia. Terreno fértil para el avance de grupos de poder, legales e ilegales, armados o no.
Quien esté en la Presidencia de México debe tomar en cuenta esas tres dimensiones para tomar decisiones en asuntos de drogas. Ninguna es fácil de modificar en el corto plazo, las opciones no son infinitas y todas tienen costos políticos. La estrategia predominantemente punitiva de la administración Calderón ha resultado catastrófica en términos de muertes atribuidas a los conflictos entre traficantes, y de éstos contra las fuerzas de seguridad y la sociedad civil.


Torear las avispas 
En México, las bandas de traficantes de drogas ilegales se agreden de manera violenta e hiperviolenta entre sí, y hacen uso de la violencia material y simbólica contra policías, militares y sociedad civil. Cualquier grupo armado ilegal que actúa de esa manera es imposible que pueda ser contenido sin que el Estado responda con el uso legítimo de la fuerza. En un Estado democrático de derecho no debe ser el único recurso, pero cuando las instituciones de seguridad existentes no disuaden a quienes a sangre y fuego se disputan la hegemonía en su propio campo delincuencial y pretenden debilitarlas aún más y subyugarlas, la reacción del Estado, por lo menos en lo inmediato, no puede ser exclusivamente pacífica, ni la del espectador neutral que espera la autorregulación de los violentos, o que se acaben entre ellos.
Es comprensible la demanda de parar el baño de sangre en México, es deseable que se haga en el menor tiempo posible, es justo el reclamo a las autoridades federales, estatales y municipales para que de una buena vez por todas se coordinen y sean eficaces en las medidas emprendidas contra la delincuencia, para que eviten la corrupción y que las fuerzas de seguridad violen los derechos humanos. También hay que exigirle a la clase política que asuma su responsabilidad, que actúe menos en función de sus intereses partidistas y electorales de corto plazo, que legisle por el bien del país, que se asuma plenamente como parte del Estado y no sólo cuando hay que distribuir el presupuesto. A los criminales hay que aplicarles la ley, evitar que impongan la suya mediante las armas y el terror y que sus acciones sean percibidas como normales, naturales.
Dice Paulino Vargas en el corrido Clave 7, registrado en 1980, sobre el legendario traficante Pedro Avilés: "ya me tumbó mi panal, ahora toree las avispas". ¿Se actuó sin conocimiento de causa en la administración Calderón al sacudir los panales? Lo dudo, aunque las propias autoridades hayan hecho suyo, hasta cierto punto y de manera tardía, parte del discurso de sectores críticos que aseguran que se actuó sin conocer el tamaño del problema, ni las capacidades corruptoras, de fuego, depredadoras y desestabilizadoras de los delincuentes. La información pública disponible sobre las bandas de traficantes era abrumadora, y la secreta tendría que haber sido más precisa. Al no haber resultados contundentes en el corto plazo, hacen recaer el fracaso en un presunto desconocimiento de los retos que implicaba atacar frontalmente a las organizaciones criminales, con lo cual evitan centrar el debate en la falta de acuerdos entre los partidos políticos sobre la seguridad del Estado, y en la descoordinación e ineficacia de las instituciones a las cuales les corresponden por ley esos asuntos. Otros sostienen que el presidente Felipe Calderón decidió combatir a los traficantes con militares y policías sólo por tratar de legitimarse luego de los resultados apretados de la elección presidencial de 2006, como si se hubiese inventado un enemigo de la noche a la mañana. Ni el problema ni las bandas de traficantes son nuevos, ni el peligro es inventado. Tampoco algunas de las principales instituciones encargadas de combatirlos según las leyes vigentes. Por ejemplo, la Procuraduría General de la República y la Secretaría de la Defensa Nacional. Lo que ha cambiado es el sistema político y sus mecanismos de control, la correlación de fuerzas en el campo político, en el del tráfico de drogas, la interrelación entre ambos, el mercado mundial de las drogas ilegales, y han desaparecido ciertas instituciones con atribuciones extralegales que operaban en el sistema de partido de Estado, como la Dirección Federal de Seguridad, con capacidad delegada de contener y proteger simultáneamente a los traficantes. Nada más y nada menos. No es poca cosa.
Ningún Estado combate a todas las organizaciones criminales al mismo tiempo, con la misma intensidad y con la misma estrategia. No ejerce de manera perfectamente equilibrada la represión. Sólo en el discurso. El gobierno mexicano no puede, ni es buena estrategia, irse contra todas las bandas criminales al mismo tiempo y aplicar las mismas medidas, con o sin el apoyo de Estados Unidos. Colombia lo entendió y no atacó simultáneamente a Pablo Escobar y a los Rodríguez Orejuela. Menos si se trata de una democracia joven y con instituciones débiles. De hacerlo, habría que suponer que hay una separación tajante entre el campo de la política, el de los negocios legales y el del tráfico de drogas en todo tiempo y lugar, y que por tanto la acción del gobierno no tendría efectos multiplicadores y probablemente incontrolables en esos campos. Y esto no es así. No en el caso mexicano, ni en el colombiano, ni en otros. La concentración de poder en la institución presidencial se ha debilitado y hay cada vez una mayor separación y autonomía de los tres Poderes, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.

¿Protección débil?
Hay gente que está convencida de la presunta protección del gobierno federal a una determinada organización de traficantes. Analizan la alternancia política y las atribuciones presidenciales con las mismas herramientas que fueron útiles para entender el sistema de partido de Estado. Hablan de Felipe Calderón como si estuvieran describiendo a uno de los presidentes más poderosos que tuvo dicho sistema; asumen que concentra un poder similar que le permite controlar de manera férrea a su gabinete de seguridad y que éste coopera entre sí y se coordina a la perfección, de tal manera que toda esa fuerza se moviliza, o se ha movilizado desde que se dio la alternancia política en el Ejecutivo federal (2000), presuntamente a favor de la coalición de traficantes liderada por Joaquín Guzmán Loera. Al mismo tiempo, se acusa al Presidente de ser débil y de encabezar una administración fallida. Si esto es así, entonces no puede proteger a nadie sino tratar de protegerse de todo el mundo. ¿De qué le serviría a una organización criminal una presunta protección tan débil? ¿Quién la querría? Y, en el primer caso, si concentra tanto poder y lo moviliza para proteger a una organización sobre las demás, entonces ¿qué otro poder similar o superior protege a la competencia para poder permanecer en la lucha por la hegemonía en el campo del tráfico de drogas con tanta fuerza y saña? Ni Malverde, la Santa Muerte, o los dos juntos tienen esa capacidad de protección mágica o supraestatal. Hay que analizar las distintas fuerzas al interior de las instituciones de seguridad federales, estatales y municipales y su relación con los partidos políticos que tienen posiciones de poder en esos niveles. Son quienes pueden establecer relaciones de corrupción, proteger, asociarse o, si tratan de aplicar la ley, ser amenazados e incluso ser asesinados. La fragmentación política también ha dado lugar a la fragmentación de las relaciones de corrupción y protección, y éstas están diferencialmente distribuidas en el país según las posiciones de poder y los recursos de los diferentes partidos políticos. No es cuestión de gustos: por omisión o comisión, todos son políticamente responsables, aunque unos más que otros.
Autoridades mexicanas y de Estados Unidos coinciden en señalar escisiones de las antiguas coaliciones de traficantes que han derivado en unas nuevas y no menos poderosas. Si antes la organización liderada por Guzmán era rival de la llamada del Golfo y luego se dijo que tanto esas dos como La Familia estaban asociadas, entonces ¿se protegería a esas tres o sólo a una? Si fuera sólo a una, ¿las otras dos no se sentirían marginadas y enojadas contra los presuntos protectores y los beneficiados? ¿No habría razones de peso para escindirse y luchar contra la presunta consentida? ¿Tiene el actual gobierno federal la capacidad de proteger o combatir a una organización en cualquier lugar del país sin entrar en conflicto con los poderes políticos en estados gobernados por partidos distintos al del Presidente? ¿La protección sólo opera desde la Federación o también desde los poderes políticos locales de distinto signo? En el marco de la reconfiguración política del país, todos los partidos políticos, solos o en coalición, tienen posiciones de poder y tres opciones frente a las bandas de traficantes tendientes cada vez más al ejercicio de estrategias de tipo mafioso-paramilitar: hacer un frente común para aplicar la ley, lo cual implicaría la creación de una política de seguridad de Estado en la que todos asumen su responsabilidad y suman fuerzas; establecer relaciones estratégicas de beneficio mutuo entre grupos políticos gobernantes y organizaciones delictivas; y no hacer nada y dejar que las organizaciones delictivas impongan sus reglas. Las dos últimas implican consolidación de relaciones autoritarias y de corrupción en detrimento de la sociedad. No existen las organizaciones criminales democráticas, tampoco soluciones inmediatas para convertir a México en una democracia sólida, retirar a las Fuerzas Armadas ni legalizar las drogas actualmente prohibidas. Lo anterior no significa la inacción ni el abandono de esas aspiraciones. Se pueden aprovechar, además, los resquicios de las convenciones internacionales sobre drogas de la ONU y tratar de modificarlas a través de la presión de la sociedad civil organizada y bien informada sobre el gobierno mexicano para que ejerza una diplomacia inteligente y arriesgada, en colaboración con países menos ortodoxos en asuntos de drogas y la Comisión Global sobre Políticas de Drogas, que han mostrado voluntad para contribuir a cambiar el régimen prohibicionista internacional.


*Doctor en sociología por la Universidad de París I. Miembro del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Coordinador de la Cátedra UNESCO "Transformaciones económicas y sociales relacionadas con el problema internacional de las drogas".

 

Este artículo fue publicado en el Suplemento Enfoque, Reforma en septiembre pasado

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