NUESTRA APARENTE RENDICION

"La Santa Muerte" de Homero Aridjis

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Cuando el camión lleno de periodistas nacionales y extranjeros cruzó las calles de Tepito, la gente se paraba en los pórticos a observarnos y correr el chisme. Bajamos en la esquina de Alfarería y Panaderos  justo enfrente de la ‘Casa Blanca’ donde Oscar Lewis escribió su censurado libro sobre antropología social de la pobreza Los hijos de Sánchez. Caminamos sobre Alfarería hasta media cuadra antes de llegar a la calle Mineros donde se ubica uno de los lugares más socorridos para rendir culto y pedir favores a la Santa Muerte. La imagen estaba ahí: La Santa Muerte, la niña blanca, la negrita, Santa Marta, la madrina, la flaca. Nombrarla es el nombre de la tolerancia radical en los ritos que no niegan del Dios católico sino su exclusión, su corto entendimiento de las necesidades de la carne. Bueno, por lo menos eso  sentí cuando llegué al barrio bravo como periodista acarreado para promocionar un libro que seguramente exotizaba gente: la Santa Muerte me poseía como la expresión más extrema de la reconciliación de cristo con la humanidad, la idea de la resurrección vuelta vida, la expresión religiosa de la filosofía de la miseria que desnuda la miseria de filosofías modernas y excluyentes.

 

Los reporteros —yo representaba en ese momentos al periódico estadounidense Los Angeles Times— íbamos invitados por Homero Aridjis, quien publicó hacía poco una colección de cuentos titulada La santa muerte. La estrategia de publicidad me pareció buenísima, lástima que no pueda decir lo mismo de su estrategia de escritura.

 

Antes de llegar al altar de la niña blanca una mujer de alrededor de 30 años empezó a gritar a los extranjeros recién llegados.

“¡Llévense a los refugiados! ¡Sáquenlos!”

La miré. Se calló.

“¿Qué onda?”

No contestó.

Aspiró fuerte del churro de mota que tenía en las manos y lo roló a uno de los dos chavos de al lado.

“Nada, nada... nada más me gusta armarla de pedo para llamar la atención, ya ves papacito que aquí estás”.

Sonrío. Ante mi desenfado terminó disculpándose.

“Todos son bienvenidos al barrio y más si vienen a ver a la flaca.”

 

***

Adorarla  es simple: el último día del mes la mudan de ropa, al siguiente día se reúnen desde personajes criminalizados hasta niños que piden ayuda para hacer la tarea. Reparten regalos. En el intercambio, los niños suelen dar dulces, las niñas juguetitos, los jóvenes cigarros y manzanas, y los viejos alcohol y mariachis. Todo se vale en la generosidad del rito. Vi cómo empezaban a regalar velas, imágenes impresas, piedras, listones, cadenitas. Luego rezan un rosario durante alrededor de 40 minutos para pedir por varios misterios (del trabajo, los presos, los enfermos graves, los que están en malos pasos). El día que fui, la gente llegó antes de lo normal quizá por la novedad de ver gente tomando fotos. No recuerdo si el rosario empezaba a las 7 o las 8, pero sé que eran las 4 y ya había alrededor de 60 personas con imágenes de la Santa.

Me  acerqué a Doña Queta Romero, quien tenía 59 años. Era la dueña de la casa. Dijo que cree en la Santa desde hacía más de 40 años. Una tía le inculcó esa fe, y desde hacía 2 años y medio colocó la imagen que uno de sus hijos trajo en su camioneta y puso frente a su casa. Al principio había poca concurrencia, pero con el trascurso de los meses se empezó a llenar la calle en la reunión del día primero. Ahora, miles de personas llegan día y noche. Ese día Doña Queta se durmió a las 5 de la mañana cuando se fueron los mariachis que habían llegado a media noche. Doña Queta no estaba preocupada por justificar el culto en relación al catolicismo. Ante las preguntas de una reportera joven sólo dejó claro que ellos no son ningunos herejes, es la iglesia católica quien no escucha.

“Hay un solo Dios y hay una sola muerte y aquí le pedimos permiso a Dios, es un rosario y ya… aquí no entra la iglesia, la iglesia ni acepta esto, no lo quieren, yo me he dado cuenta porque yo también voy a la iglesia.”

En la casa de Doña Queta también organizan una fiesta anual el 31 de octubre para amanecer el 1 de noviembre en que la visten de novia, le llevan mariachis, juegos pirotécnicos y comida.

Los reporteros, ansiosos por dar mayor espectacularidad a su nota, preguntaron si iban muchos narcotraficantes o asesinos. Doña Queta se impacientó.

“Aquí nos juntamos de todo, y todos tenemos las patas chuecas, unos las esconden mejor que otros pero todos las tenemos chuecas, en la prensa dicen que quien cree en la flaca es satánico, pero, vea, es gente como toda.”

Le dije a Quetita que, personamente, me había sentido frustrado por la muerte, hablé de la impotencia de ver a alguien morir, mi padre. Entendió.

“Tepito tiene muchos muertos mi’jo, pero pues no hay que sentirse mal, es un destino que hay que agradecer, la niña blanca llega en su momento, coraje hay que tenerle  a los vivos porque son víboras.”

***

Justo enfrente de la casa de Queta está un vecindario, cuya entrada enmarca una imagen de la virgen de Guadalupe y otros santos cristianos. Ahí no creen en la Santa muerte pero la respetan.

“Mientras tengas en que creer todo es valible,” me dijo una señora mientras me invitaba a pasar a su casa donde tenía más imágenes religiosos, entre ellas un cristo negro.

“El cristo veneno es muy cumplidor.”

Por Ahí rondaba Alfonso H. Hernández, historiador del barrio de Tepito que prefiere ser nombrado “hojalatero social” y pertenece al Consejo de la Crónica de la Ciudad de México. Me contó que la casa de Quetita no es la única pero sí la más popular de alrededor de 15 altares a la Santa. La iglesia de San Felipe de Jesús entre las calles de Bravo y San Antonio Tomatlán, que fue católica hasta que el párroco se declaró autónomo, es otro centro concurrido para orarle. Me dio una explicación clara de lo que veía:

“La gente de este barrio ya nos cansamos de soportar cabrones y solapar canallas, hace mucho que dejamos de creer en las iglesias y los partidos.”

Según él, la creencia en la Santa ha existido soterrada por mucho tiempo, pero desde hacía 3 años empezó a extenderse el culto, cuando bajó el número de asesinatos provocados por la persecución  gubernamental al barrio. Esa persecusión, según dijo, buscaba  defender los intereses inmobiliarios del proyecto de reconstrucción del centro histórico.

Hernández me acompañó mientras hablaba con algunos creyentes.

Gonzalo Urbán Chávez, de 36 años, vendedor de flores, creía en la Santa desde hacía 15 años y frecuentaba la casa de Quetita desde hacía 2 años. Después de su recorrido vendiendo flores por las calles, dejaba las rosas sobrantes para pedirle suerte el próximo día.

“El efectivo es Dios nuestro señor, pero de favores es la chiquita. Lo mismo le da que vengas a ofrecerle algo caro o algo barato, aquí viene de todo, ricos, pobres, de carro y de todo, lo que sí es que no hay que aborazarse, es mejor pedirle de a poquito para que no se te enoje ¿qué tal si se le antoja y viene?”

Urban me puso un ejemplo de aborazamiento en una banda de asalta-bancos a los que se llevó la flaca cuando rayaron en la avaricia.

Ana Berta González Hernández, de 40 años, acompañada de su mamá y sus dos hermanas desde su casa en ciudad Nezahualcóyotl a más de una hora de camino. Llegó cargando a su hijo más chico en brazos con la idea pedir protección para su hijo Samuel, quien estaba en la cárcel desde hacía un año junto a siete amigos con los que robaba carros.

Casi en la esquina con Panaderos donde hay otra imagen de la virgen en la calle, una mujer vendía jugo de naranja.

“Mire la gente pasa y pasa frente a la virgen pero con la flaca se quedan.”

Antes de dejar el barrio de Tepito, comentó Aridjis:

“Es una virgen de Guadalupe en negativo, lo que no se le puede pedir a la virgen, se le pide a ella.”

Terminaba nuestra intrusión en el barrio bravo. No sé por qué el comentario efectista de Aridjis me pareció insultar aquellas vidas.

(Ocurrió en Tepito, 2004)

Froylán Enciso


NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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