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Sobre Yuri Herrera: Lenguaje cincelado

Yuri Herrera Yuri Herrera Yuri Herrera

HAY NARRADORES que parten de las evidencias de la realidad para continuarlas o modificarlas. Otros prefieren no hacer pactos evidentes, mucho menos pactos realistas. En la premiada Trabajos del reino, la primera novela de Yuri Herrera (Actopan, 1970), hay algo fascinante que sacude al lector: esa realidad mexicana que tanto aparece en los medios de comunicación marcada por el narcotráfico, desapariciones, muertes y corrupción está caracterizada sin nombres, fechas, datos, porcentajes ni estadísticas. Las matrices que alimentan el argumento son situacionales y lingüísticas. Cualquiera que lea esta pieza encontrará una novela breve, mexicana por lo que ocurre y por cómo discurre en el lenguaje literario, pero que evita apoyarse en marcas contextuales y en los lugares comunes de los discursos político y periodístico. Hay sí una violencia continua; latente a veces, otras indetenible, pero siempre cotidiana, atenazada por la poesía y la brutalidad.                                                            

palabras que no aparecen. Desde el comienzo de la novela se pone en marcha ese lenguaje cincelado con que Herrera va construyendo diferentes instancias y formas de tensión: “Polvo y sol. Silencios. Una casa endeble donde nadie cruzaba palabras. Sus padres eran una pareja perdida en un mismo rincón, sin nada que decirse. Por ello a Lobo las palabras se les fueron acumulando en los labios y luego en las manos”. Debido al tono inicial y a la síntesis que atraviesa casi toda la novela podría pensarse que su mérito se reduce a otra continuidad de la herencia rulfiana (huella que en su segunda novela continúa siendo positiva y evidente). Esas vidas en penumbra, esos seres de rincones y silencios son una vieja marca registrada desde los tiempos de Pedro Páramo (1953). Sin embargo, también desde el primer capítulo, hay otra forma de presentar los hechos que aparece en cada instancia donde conviene capitalizar la rudeza en la narración: “Le acercó la pistola como si le palpara las tripas y disparó. Fue un estallido simple, sin importancia”.                                     

Con esta mezcla de poesía y brutalidad Herrera va delineando una fábula moderna. Lobo, el protagonista, oficia como bufón y trovador (el Artista, así lo llaman). Es alguien que sabe que  “El corrido no es cuadro adornando la pared. Es un nombre y es un arma”. Por eso compone y canta para el mayor postor. Por eso un buen día recibe la invitación de un jefe narco (Rey o Señor, así lo llaman) y decide mudarse a su Palacio. Allí conoce a otros cortesanos: el Gerente, el Joyero, el Heredero y un coro de matones y meretrices que viven del favor y la protección del monarca, sometidos por el miedo y el agradecimiento.             

Pero atención: las palabras “narco” y “narcotraficante” o cualquier otra que aplique explícitamente una calificación moral, no aparecen en la novela. El significado es construido o transferido: “muchachitas de mini negra colmaban la copa nomás uno la alzaba, o si quería uno podía acercarse a una mesa a servirse como le pudiera”. Un juez tendría que escribir o decir que estas muchachitas son “prostitutas” y otro novelista quizás para tratar de acercarse a la lengua corriente escribiría que son “putas”. Pero Lobo o el Artista no; él las llama, las trata y las entiende desde su cosmovisión marginal, desde siempre y para siempre marginal, también en su lenguaje.            

Una de esas mujeres, llamada por todos la Niña, tendrá con él algunos encuentros amorosos. Lo interesante es cómo el narrador externo (más cercano a la evidencia del nivel de lengua del autor, su creador) también poco a poco va dejando atrás la formalidad lingüística inicial y comienza otra realización, no basada en la normativa directa, sino en la homogeneización del vocabulario con que piensa y habla su personaje: “Fue cosa de pisarte un callo para que te volvieras bien cuzco, cantor. También a ella la había rescatado el Rey, la sacó de cuartear [nótese la informalidad de este verbo] en una pocilga cerca del puente y la trajo al Palacio”. Y la expresión en estilo directo de la Niña es mucho más atrevida, casi como un acto de habla real: “––Estar aquí es cura, cantor, es bacán, es chilo, es guay, es copado, es padre, cantor, aquí vienen de todas partes y a todos les gusta”. Quedan como marcas del oficio y del estilo las concordancias gramaticales, y ese vocativo (cantor) que se mantiene en ambos niveles de enunciación, aportando el ritmo.

 

UN OBJETO NUEVO. En una entrevista digital para El País de Madrid, Yuri Herrera habló de su manera de trabajar el lenguaje literario: “No creo que no deba incluir o quitar escenas o palabras pensando en lo que piensen los narcos ––que no sé si leen novelas o cuentos–– sino en función de lo que se quiere contar y cómo se quiere contar; creo que un escritor de ficción no tiene por qué ser rehén de los hechos, terribles o triviales, de los que se entera u observa, sino que tiene que trabajar con ellos para producir un objeto nuevo”. También en esa misma entrevista enfatizó sobre el uso o no de la corrección lingüística y la necesidad literaria de proponer un lenguaje diferente al de los medios de comunicación: “Yo no hablaría en términos de la corrección del lenguaje sino de la necesidad que tenemos de escuchar y leer críticamente, que es lo que nos habilita para hablar y escribir libremente: creo que es necesario el escepticismo ante el envoltorio verbal en el que el poder y los medios de comunicación nos presentan los conflictos. Una cosa es escuchar lo que tenga que decir el presidente o los conductores de noticiarios y otra que repitamos el mismo discurso como si no tuviéramos también ojos y oídos para aprehender el mundo”.                    

Precisamente, ese “aprehender el mundo” implica también asirlo con las contingencias de sus conflictos. Quizás por eso en esta fábula no podía faltar el Periodista. Entre él y el Artista se va estableciendo un vínculo que el narrador externo carga de ironías y simbolismos, algunos evidentes y poco eficaces. Otro punto poco logrado de la novela es cuando la narración cede espacio a la prosa poética (págs. 39 y 40, ed. 2010, y el capitulillo final; la novela cierra mejor en la pág. 124). Algunos de los muchos puntos altos de la novela son esas descripciones gramaticalmente discutibles, pero llenas de belleza y vigor lingüístico; que es, en definitiva, el único o el mejor sentido del lenguaje literario. Por ejemplo: “No había pierde. La pachanga también tenía su oro sonajeado, sus muchachas rubias, sus botas rojas de oso hormiguero, su conjunto con tarima, su asada, sus pistos, su guardia, su cura de cajón. Y el Artista se abocó a perseguir la plática que balconeara alguna intriga”

 

René Fuentes

 

 

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