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Una cuestión personal

Viajo unas millas para encontrarme con una amiga de la primera juventud. Hago este esfuerzo porque la necesito y me necesita. No citaré su nombre porque pretendo escribir un texto desnudo e incluso un nombre ficticio constituiría un innecesario pudor. Esto se trata de qué modo los retorcimientos de la violencia política institucional obligan a las personas a irse, trastornar su estatus, traicionar su autoimagen, convertirse en ilegal y mondar el resentimiento con más ahínco de si se tratara de un chicle Bazooka. Viajo, digo, porque ella necesita realizar unos trámites y su condición de “fantasma” en USA, como me confiesa que ha llegado a sentirse al punto de sospechar de su figura en las vidrieras en los altos edificios del downtown de Orlando, no le permite firmar, pedir, recoger, solicitar, aplicar, soñar. Lo hago por ella.
Aprovecho para buscar algún sabor latino. Pedimos empanadas colombianas tan parecidas a las “tucumanas” que irónicamente son bolivianas. Quemándonos con alegría sublime la lengua nos contamos cosas. ¿Cómo va tu papeleo?, pregunto interesada de verdad, sin suaves cordialidades. Ha pagado más de cinco mil bucks a un cubano-americano para que acepte casarse con ella y darle la residencia. En Bolivia mi amiga se pagaba a plazos joyas de fina platería, ahora al cabo de casi cinco años de hacerle lances a las aristas del “sistema”, como le llamamos por pura compulsión a la cultura y la sociedad norteamericanas, ha conseguido reunir esa guita para comprarse la susodicha identidad.
Tiene la espalda molida de trapear pisos y lavar platos.
En Bolivia ella era una secretaria muy eficiente.
¿Y no has pensado en volver?, pregunto con cuidado. Con ella nunca estoy muy segura de qué es la cobardía, la dignidad o la aventura.
¿Volver? ¿A qué?
Se hace la pregunta con dolor. Volver a qué.
En Bolivia,  a comienzos del 2006, antes de venirse, buscó trabajo, tocó puertas, rogó, recordó viejos favores hechos desde su sillón giratorio de secretaria en las oficinas de la Renta.  Subió hasta El Alto donde le dijeron que necesitaban una recepcionista en el Centro Boliviano Americano.  No obtuvo el trabajo, claro, y el inglés justo ese año había perdido su coolness. Tenías más chances si hablabas quechua. Mi amiga sabe algunas dulces palabras en quechua, cosas como “entendinkinchu” o “palomitay”, pero el acento camba[1] de entonces era mala cosa. Un tipo le ofreció un puesto de taquígrafa en alguna oficina relacionada con la Justicia si se acostaba con él. Le gustaba su acento camba, combinaba bien con las nalgas indiscretas. Mi amiga no sabía taquigrafía. El Alto era una esperanza. Le robaron la cartera en esa ciudad.
¿No le vas a echar más ajicito a tu empanada?
Cómo pues, respondo atorada, con lágrimas en los ojos. Ella también llora. El picante colombiano nos está matando.
El Evo no me va a dar trabajo jamás. Acordate que apenas había subido y ya no había lugar para mí.
Así como hablamos del “sistema”, hablamos de “El Evo”. Algo raro sucede. Todos pensamos que el Evo se ocupa de manera personalísima de nuestras vidas, de nuestras anti-oportunidades, de nuestro no podernimiento.
El Evo no sabe quién sos, le digo, descubriendo la pólvora.
Eso es lo que vos creés, dice convencidísima, el Evo sabe bien quién soy.
¿Y quién sos vos, a ver?
Una pendeja que hizo equilibrios en la clase media.
¿Y te caíste?
¿Cómo?
¿De la cuerda del equilibrio te caíste?
Me convertí en dishwasher, contesta graciosa. Todos los inmigrantes deberían tener el buen humor de esta amiga-fantasma, es la única forma de ser fantasma con garbo. Los scanners no distinguen esa aristocracia espiritual cuando pasás por Aduana. No ven tu cambio de piel.
No vuelvo ni loca, insiste, mi cuerpo no soporta tanto odio.

Antes me ha hablado del odio. Del suyo y del de los demás. Iba al mercado a comprar verduras, tenía un par de amigas que le hacían simbólicas y amorosas rebajas. Dos papitas de yapa[2], lechugas con bordes ribeteados y sanos. Un día esas mismas cholitas le clavaron puñales con sus miradas. Y el odio comenzó a esparcirse como gas mostaza en los micros y minibuses, en los taxis y puestos callejeros de salchichas, entre las viejas amistades que de pronto se había convertido en gente fanática. Es difícil conversar con un fanático, todo es monólogo.

Cuando le robaron la cartera tomó la decisión de afantasmarse mejor lejos.  Un muchacho de cabellos tiesos jaló tan fuerte el tiro de la cartera que el hombro izquierdo de mi amiga se desgonzó. Con el hueso desprendido mi amiga buscó ayuda. Mujeres y hombres se le acercaron, mi amiga necesitaba su cartera porque ahí llevaba su último pase a la esperanza (el buen humor de mi amiga ha tenido siempre un gesto cinematográfico): su American Visa. Los comunarios hablaron en quechua y un par de ellos se escabulló por entre las casas de ladrillo visto. Una viejita le amarró el brazo con un pañuelo y le dijo salpicándola de saliva ancestral que el “palomillo ya ha robado bastante  por acá, hoy le vamos a dar pa’ su escarmiento”.
Mi amiga también quería un escarmiento para el ladrón, y quería su pasaporte, y curarse el hombro que no sabía iba a necesitar en serio cuando le tocara trapear pisos y lavar platos a diestra y siniestra.
Trajeron de los pelos al ladrón.
“¡Ama sua!”, vociferaba la pequeña multitud.
Un viejo de pómulos manchados por el sol andino comenzó a sacar objetos de la mochila mugre del ladronzuelo: la cartera de mi amiga, una chompa azul, un mp3 rojo, una radio a pilas, una billetera y un monedero.
“¡Que lo linchen!”, sugirió alguien.
Otro trajo una soga y alguien más una tijera. Los pelos tiesos del ladronzuelo cayeron como espinas judías al suelo árido. Lo ataron de pies y manos contra un poste.
¿Qué le van a hacer?, preguntó mi amiga.  El sol iba a caer de un rato a otro en la espalda de algún cerro. Quería irse de esa ciudad encaramada en una civilización extraña. Pero tampoco podía irse. No podés irte, pues, dejando a una persona atada a un poste en medio de una turba enojada.
Ella finalmente lo perdonaba por lo de la cartera y lo del hombro. Pero estaban todos esos otros robos, los objetos baratos, el día a día. Le pidieron que llamara a un canal de televisión. Como no sabía de qué otro modo actuar llamó a un canal y se sentó a esperar en una piedra mientras los comunarios traían cartones y los colocaban a los pies del amarrado. Un joven de la misma edad del ladrón descuartizó una silla y colocó los trozos de madera junto a los cartones. Una chica de zapatitos planos y blusa de broderie criollo lo azotó con furia en el torso desnudo. Mi amiga sugirió con el debido respeto que el tal ajusticiamiento se estaba pasando de la raya y una voz sin otro matiz que la ira le dijo: “callate vos birlocha[3] alzada”.Cuando los reporteros del canal llegaron ya la turba había rociado de gasolina al ladrón y lo atormentaban encendiendo de cuando en cuando un fósforo.
Por favor, pidió mi amiga, paren esta locura.
Los reporteros activaron cámaras y luces y comenzaron a filmar el suceso.
El más anciano se paró a la derecha del ladrón, el pueblo calló, y el viejo dijo lo suyo: “Ama sua, hermanos, vamos a erradicar el robo y la mentira de nuestra comunidad, porque eso es de gente floja. ¡Vamos a hacer justicia comunitaria!”.
Ese mantra, “justicia comunitaria”, iba a escucharse mucho en Bolivia, pero mi amiga no alcanzó a estremecerse lo suficiente ante su sentencia. No sabía bien qué significaba.
¿Van a filmar así nomás?, preguntó mi amiga. Más vecinos habían llegado desde otros barrios y pueblos aledaños y alguno hasta se atrevía a vender chicha morada en bolsitas.
¿Y qué más podemos hacer?, dijo.
Algo, llamar a la policía.
No sé si se fijó que esto es todo un pueblo. ¿No vio lo de Ayo Ayo[4]? Oiga, ¿qué le pasó en el brazo?, dijo, apuntándola con la cámara. Mi amiga torció la cara. Estaba en el lugar equivocado.
El otro camarógrafo llamó a su colega. El viejo de mil años de edad estaba a punto de arrojar un fósforo ardiente al ladrón, que ya ni siquiera suplicaba por su vida, ahora solo gemía, gemía como un perro enfermo. Mi amiga se tapó la cara con las manos. Era tan cobarde, eso dice ahora, que sólo deseaba poder estar en otro lugar, lejos, a salvo, y no saber. No saber nada.
El reportero se hizo un campo cerca del ladrón y pegó los labios partidos al micrófono: “Buenas noches, Bolivia, estamos presenciando un hecho de justicia comunitaria que ha congregado a vecinos de El Alto y…”
Pregúntele su nombre, por lo menos pregúntele su nombre, lloró mi amiga.
Pero la intensa llamarada que se alzó con furia contenida alejó a todos, incluso al viejo que fungía de juez.
“¡Escarmiento, hermanos!”, gritó una voz de mujer.
Los reporteros filmaron el llanto horrorizado de mi amiga y se quedaron filmando todo lo demás, el pueblo, los negocios que comenzaban a cerrar, hasta que la pira humana dejó de retorcerse y poco a poco se fue desmoronando en pedazos de piel carbonizada.
Al otro día, se acuerda mi amiga, el cielo limpísimo del Altiplano cubría todas las culpas. Era, lo juro, como si nada hubiera pasado.

¿Nos pedimos otras?, incito la gula de mi amiga.
La mía, no te olvidés, de verduras, dice, como si yo no supiera que desde entonces ella no tolera el olor a carne, cocida, quemada, frita, ajusticiada, sea de quien sea y donde sea.
Junto a sus formularios y papeles fantasmas, mi amiga todavía guarda el periódico donde la madre del muchacho, una mujer aún joven aunque sin dientes delanteros, declara: “Me hubieran tomado en su lugar”.
El ladrón se llamaba Julián.

 

[1] Español andino que se habla en La Paz, Cochabamba, Chuquisaca, Oruro y Potosí

[2] De regalo

[3] Papalote en México, cometa en España.

[4] Paraje a 90 kilómetros de La Paz, Bolivia.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Giovanna Rivero
  • Biografía: (Santa Cruz, Bolivia, 1972). Ha publicado los libros de cuentos: La dueña de nuestros sueños (cuentos para niños, 2002 y 2010), Contraluna (2005), Sangre dulce (2006), y las novelas Las camaleonas (2001, 2006, 2009) y Tukzon, historias colaterales (2008). Recientemente, su libro Niñas y detectives fue editado en España (Bartleby, 2009). Sus cuentos forman parte de diversas antologías, tales como Voces de las dos orillas, de la Universidad de Playa Ancha (Chile 2001), Nuevo Cuento Sudamericano (Páginas de Espuma 2005), El futuro no es nuestro, nueva narrativa latinoamericana (2009), Conductas erráticas, primera antología boliviana de no ficción (2009) y Alta en el cielo, narrativa boliviana contemporánea (2009). En el 2004 participó del prestigioso Iowa Writing Program, USA. Mediante Fulbright-LASPAU, realizó una maestría en Literatura Hispanoamericana en University of Florida, USA (2007-2008) donde ahora desarrolla el doctorado. Durante el 2009 dirigió un taller de escritura creativa en Santa Cruz, Bolivia, y trabajó como editora en Editorial La Hoguera. Escribe disciplinadamente en su blog http://dark-paranoid-park.blosgspot.com
NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010