Se refiere a los retenes de sicarios apostados en Átil o en El Carrizo, en la carretera que va de Magdalena a Tubutama.
Ambos retenes son cuidados por hombres del cártel del Chapo Guzmán, en guerra permanente con Gilo del Cid, el jefe de la plaza que incluye Cerro Prieto, el mismo Tubutama y El Sáric. Gilo del Cid pertenece al grupo conocido como Los Zetas y ha hecho de esa región su reducto.
Es una guerra sorda, anónima, con escasa repercusión en los medios. Una guerra que en julio del año pasado se cobró oficialmente una veintena de muertos, pero que según los testimonios de los pobladores, sobrepasaron el centenar.
“Cuando llegaron las lluvias y vino la crecida del río (el Asunción), todavía traía cadáveres”, recuerda la mujer.
En esta encarnizada guerra, según los habitantes de la región, está en juego el paso de Las Tinajas, en la frontera con Arizona, lugar estratégico para el tráfico de indocumentados y droga por la orografía del terreno, la abundancia de agua y el fácil acceso a Benson, Arizona.
La última víctima de esta guerra es José Ortiz, un joven de 22 años originario de Tubutama, al que un comando perteneciente al cártel de Sinaloa acribilló en la madrugada del viernes 6 de mayo.
José Ortiz, públicamente, quedó como un miembro de la organización del Gilo al que ejecutaron como represalia.
Según esta mujer originaria de Tubutama, que conocía a la familia de la víctima de tiempo atrás, era un joven tranquilo que no estaba involucrado con el crimen organizado.
Dice que ella vio el cadáver. Que lo mataron con saña. Que le acribillaron los testículos y el estómago. Dice que se trató de un error. Dice que los vecinos lo escucharon gritar que no era él a quien buscaban. No le sirvió de nada.
Igual lo mataron.
Igual todos callaron.
La madre de José Ortiz le cocina y le lava la ropa al comandante de la policía municipal de Tubutama, que trabaja para el Gilo. La casa de José Ortiz está contigua a la comandancia municipal, frente a la iglesia de San Pedro y San Pablo. La madre de José Ortiz y el mismo muchacho iban y venía constantemente a la comandancia para llevar y traer la comida del comandante, la ropa que mandaba lavar.
Pero en Tubutama, en Átil, en El Sáric eso no importa.
“¿Dónde quedaron --se pregunta la mujer--, los paseos en el río, disfrutar de una tranquila tarde ante una humeante taza de café de talega o una rica taza de atole de tápiro helado con una tortilla sobaquera tostada? Quizá no esté lejano el día, nada es para siempre, pero mientras, ¡cuánto dolor y cuánto llanto!”
A tres horas de este pueblo, cerca de Benjamín Hill, sobre la carretera Hermosillo-Nogales, un moderno retén militar revisa sistemáticamente cuanto camión de pasajeros, tráiler o sedan pasa por ahí. Un retén permanente que cuenta con los más sofisticados equipos de detección de sustancias prohibidas, incluidos rottweilers y rayos X.
En las épocas vacacionales, hay que hacer filas de dos horas a la espera de que un soldado revise el equipaje en busca de narcóticos o armas de uso exclusivo del ejército.
Burreros: esclavitud y estigma
Son adolescentes. Crecieron viendo a sus mayores enriquecerse de la noche a la mañana, portar armas de alto calibre, circular por el pueblo en trocas de lujo con mujeres despampanantes. Son jóvenes que no tenían futuro en esta región que principalmente produce mano de obra barata para exportar.
Es fácil. Por mil dólares cargan una mochila, emprenden un camino por cerros y brechas, dejan la mercancía del otro lado y se regresan.
Aventura, emociones fuertes, respeto entre los demás, impunidad momentánea. Por mil dólares.
Pero luego viene la realidad. Los mil dólares no se los pagan de inmediato. Deben hacer otro viaje. Y otro más. Tantos como el jefe de la plaza exija. Ya no pueden negarse. Muchas veces, les dicen que se cayó la venta en el otro lado y no les pagan. No hay troca ni mujeres ni dinero.
Sus familias están amenazadas. Deben seguir trasegando droga. Si los agarran, a la salida de la cárcel los están esperando para que continúen trabajando.
Cuando los matan, sus familias se encierran en las casas. No pueden denunciar ni hablar con nadie. Están vigiladas. Amenazadas de muerte.
Sus vecinos los evitan, los juzgan, los condenan.
Cientos de madres que perdieron a un hijo en estas circunstancias viven aterradas, incomunicadas, con el estigma de haber parido a un burrero.
En Pitiquito, en Altar, en Átil, en Oquitoa, en Tubutama, en El Sáric.
La región conocida como el tercer mundo. Al norte de Sonora.