NUESTRA APARENTE RENDICION

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¿Cómo ha afectado la violencia en Juárez a la cultura fronteriza?

Recientemente regresé a casa en El Paso y mientras manejaba de vuelta a Ysleta, sobre Border Highway, una profunda tristeza me sobrecogió. Mis hijos, Aarón e Isaac, me habían estado rogando durante dos años para que los llevara a México. Habían estudiado español en la ciudad de Nueva York, donde vivimos, y donde las paredes de su aula están cubiertas con imágenes de América Latina y España. Siempre que vamos a Ysleta para visitar a sus abuelitos, es una oportunidad para transformar la lengua española y a México en algo más que simples asignaturas, para comer una enchilada o un asadero en vez de sólo saborear pósters.

Pero mi esposa y yo les dijimos que no por la violencia desenfrenada en Juárez. En estos días preferimos detenernos en un acotamiento de la carretera, apenas pasando el puente Bridge of the Americas, en la parte más elevada del paso a desnivel Yarbrough. Mis hijos tomaron fotografías de México y de la infame reja fronteriza de la que ya han hablado en la escuela. “Parece el muro de una prisión oxidada”, dijo uno. Mis niños me sonríen, como  hacen los hijos buenos, pero sus sonrisas no eran reales. Ellos fueron obedientes y estaban conformes. Quizás Aarón e Isaac se cuestionaron en silencio si sus padres estaban siendo sobreprotectores, o tan sólo viejos y cerrados.

En realidad yo sí quiero que conozcan el Juárez que viví cuando era un niño. Pero la violencia actual y la reja nos han separado. No se compara con mirar Juárez desde lejos y yo me sentí tan decepcionado como mis hijos. Lo que yo conozco, lo que yo quiero que conozcan, no se los puedo enseñar, porque nunca sería capaz de ponerlos en peligro.

Lo que todos aquellos que no han vivido en la frontera son incapaces de entender es lo cerca que El Paso y Juárez estaban, y aún están, incluso actualmente. Cercanos culturalmente. Muchos tienen a su familia en ambos lugares. Cercanos de tantas formas. Cuando estaba cursando la secundaria en El Paso mi familia siempre, me refiero a cada domingo, tenía una cena familiar en Juárez, en alguno de los restaurantes favoritos de mis padres: Villa del Mar, La Fogata, La Central, Tortas Nico y Taquería La Pila.

Era como regresar en el tiempo, a la ciudad donde mi padre y mi madre se conocieron y se casaron. Pero también tenía que ver con experimentar otras reglas y otros valores, un país misterioso con más librerías de las que jamás vi en El Paso, las tortas y los mercados al aire libre, los primos que dejaban cualquier cosa que estuvieran haciendo para enseñarme sus caballos, y también mi primer funeral, el féretro abierto ha permanecido vívidamente en mi memoria después de todos estos años. Un muchacho, el hijo de un amigo de mis padres, había sido atropellado por un auto. Juárez, para mí, era primitivo y poderoso; era mi historia. Pensé que podía entenderlo de forma instintiva, incluso espiritual, y fue justo entonces cuando más me desconcertó. Después de graduarme en Harvard pasé un año en la Ciudad de México, Chicano Chilango, para decidir si pertenecía a los Estados Unidos o a “el otro lado”.

El lunes anterior a que viajáramos a El Paso, estaba tratando de hablarles de esto a unos amigos en Boston durante un Seder de Pesaj. De lo cerca que estaban El Paso y Juárez, más cerca incluso de lo que están Nueva York y Nueva Jersey. De cómo la gente podía ir a comer a Juárez y regresar a los Estados Unidos en sólo dos horas. De cómo solíamos ir a Waterfil, pasando el Puente Internacional Zaragoza (en el lado oriental de las afueras de Juárez) para los picnics de Pascua, para destapar botellas de Fantas, Sangrías y Cocas, por garapiñados, pan dulce y pan francesito y por mis favoritos, los fuegos artificiales mexicanos caseros. Todo eso que no podíamos encontrar en Ysleta. Si, estaban así de cerca, en el sentido más trivial y más profundo.

Traté de explicarles a estos aficionados de los Red Sox que cuando iba a Juárez siendo un niño y luego siendo adulto en El Paso, iba por mucho más que sólo comida y chucherías. Iba hacia otra posibilidad de ser. Los edificios eran más antiguos que los de El Paso, y las calles más congestionadas. Los adoquines y bordillos estaban desgastados y brillantes. Los niños boleros golpeaban sus franelas rojas sobre zapatos que esperaban en la parte superior de su cajón de bolero tallado a mano. A mí me impresionaba el hombre que arreglaba ponchaduras en Waterfil, sus manos moreno oscuro, trabajando hábilmente para sacar una llanta fuera del rin con muy pocos, pero precisos, golpes de una barreta. Regresar a Juárez era volver a lo elemental, al descubrimiento de una inteligencia y una habilidad innatas que se manifiestan cuando tienes que arreglártelas. Regresar a Juárez era ganar y entender a mi padre y a mi madre. A pesar de las agotadoras dificultades, la falta de dinero, y de ganarse la vida en el desierto de Ysleta, los fines de semana armaban su viejo estéreo para oír a Javier Solís y a Los Panchos. En la entrada de su casa en Ysleta, frente a los rosales de mi madre, el sol se ocultaba detrás de Franklin Mountains al oeste, ellos estaban enamorados y eran felices. Aunque, su espíritu indomable, no se nutrió en Estados Unidos, sino del otro lado.

Así que para mí Juárez  nunca fue un chiste, como lo fue para algunos de mis amigos estadounidenses y para no pocos de mis amigos chicanos de El Paso. Era la puerta de entrada a otro mundo que resultaba a un tiempo profundamente familiar y extrañamente fascinante.

Por otro lado, El Paso estaba lleno de restaurantes de comida rápida y avenidas perfectamente construidas donde un ser humano caminando parecía una rareza. Cuando estaba en la primaria fui a un evento en honor a la famosa golfista México-americana Lee Treviño y mis padres me compraron una playera que declaraba con letras verdes y brillantes, “Yo soy un Lee’s Fleas”[1] . Pero lo que más recuerdo de aquél día es a un robusto hombre norteamericano riéndose con su esposa y murmurando: “Esa es una pulga gorda”. Mi orgullo se convirtió en vergüenza. En El Paso, como en Juárez, encajaba y no encajaba a la vez, pero regularmente en Texas la ambigüedad de esta existencia estaba aparejada con el dolor.

Hace tres años el Juárez que conocí cambió. Una orgía sin precedentes de narcoviolencia estalló en Juárez. El gobierno contra los cárteles de la droga. Soldados en las avenidas 16 de Septiembre y López Mateos, con metralletas ancladas a los techos de los Jeeps. Docenas de asesinatos por semana. A veces docenas de muertos en sólo un fin de semana. El quebranto de la sociedad con cientos de miles de personas que huyen de la violencia. Hace tres años perdimos Juárez, como un lugar para enseñarles a nuestros hijos de dónde vienen sus abuelitos, lo perdimos de tantas otras formas. Mis padres no han vuelto a su pueblo natal en tres años. Este pasado que los formó, y que se encuentra a pocos kilómetros de distancia, es ahora un territorio prohibido y maldito. Es una pérdida profunda y dolorosa para muchos de nosotros en El Paso.

Estoy harto de señalar que el multimillonario consumo de drogas en Estados Unidos y los millones de dólares en armas ilegales que EU exporta a México son las causas de fondo de toda esta violencia. ¿Qué tan seguido puedes señalar la hipocresía norteamericana y la miopía en la narcoviolencia que sufre México antes de que te des cuenta de que no puedes obligar a nadie a entender lo que no quiere ver? Estoy harto de ser testigo de la corrupción de la policía local en México y la poca efectividad de un gobierno nacional que ha fallado en proveer de seguridad básica a sus ciudadanos. Por el momento la hipocresía, la estupidez y la pésima calidad de vida son muy difíciles de soportar.

Miles de vidas se han perdido. Vecindarios enteros han sido abandonados. En la parte estadounidense de la frontera escuchamos preciosas palabras de político iluminados, quizás un acuerdo, bajo las mejores circunstancias. En cambio, las campañas electorales demagógicas han aprovechado la oportunidad para señalar a los débiles, a los de piel morena, a los otros.

Yo sólo extraño Juárez. Lo extraño como un lugar para enseñarles a mis hijos cómo empezaron sus abuelitos en este mundo. Extraño Juárez como un lugar para apreciar otra forma de ser. ¿Cuándo terminará esta pesadilla?

Mi única esperanza radica en la forma en que Juárez ha venido a El Paso. En gente que se reubica, con Green Cards, gente que ha huido de la violencia. En los nuevos restaurantes y otros negocios en El Paso, que alguna vez prosperaron en Juárez. Aquí, en este lado, esperan a que la oscuridad termine. Pero aunque vuelva una Juárez pacífica, porque sé que algún día así será, no volverá a ser lo que fue. En los recuerdos de aquellos que sobrevivan estará lo que se ha perdido por algunos años, y quizás por siempre.

Información adicional

  • NAR: Traducción de Alicia González
  • Publicado originalmente en:: Sergio Troncoso
  • Biografía:

    Es el autor de The Last Tortilla and Other Stories  que ganó el Premio Aztlán y el Southwest Book Award. También escribió The Nature of Truth,una novela acerca de un estudiante investigador de Yale que descubre que su jefe, un reconocido profesor, oculta un pasado Nazi. Troncoso se graduó en Harvard College y estudió Relaciones Internacionales y Filosofía en la Universidad de Yale. Tiene dos libros por venir en el 2011.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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