NUESTRA APARENTE RENDICION

El fracaso de una guerra brutal

No existen muchas maneras de lograr que los lectores no se olviden de los violentos episodios de sacrificios humanos que suceden todos los días en este país; y de las calamitosas estadísticas: casi 28.000 personas que han muerto en enfrentamientos vinculados con la droga o han sido asesinadas desde que el presidente Felipe Calderón asumió el cargo hace más de cuatro años; miles de secuestros, actos atroces de violación y tortura, y cada vez más niños huérfanos.

Por razones que probablemente ni ellos mismos entienden por completo, los diversos clanes y las organizaciones del narcotráfico responsables de tanto derramamiento de sangre han adquirido una inclinación a concitar la atención pública; y para mantenerla han montado una horripilante representación teatral de muerte, un despliegue errante de grotescas mutilaciones y ejecuciones. Pero en el fondo, y a pesar de las constantes innovaciones, una horrorosa decapitación es muy parecida a la siguiente. Entonces el público llega rápidamente a un punto de saturación, y la cobertura de la guerra, arrastrada por los acontecimientos como lo son todas las noticias, ha llegado al punto en que la gente da vuelta la página o sigue navegando en su computadora.

Nosotros, la gente a cargo de contar la historia, sabemos muy poco del clandestino ascenso de una comunidad que durante mucho tiempo consideramos marginal; y lo poco que sabemos no puede ser explicado en las 800 palabras promedio de un artículo impreso, ni tampoco puede ser difundido por los medios en dos minutos o menos. Y la historia, como los asesinatos, es interminablemente reiterativa y confusa: están los nombres de las familias de dos apellidos unidos (o separados) por un guión, las alianzas efímeras, los traicioneros generales del ejército, el “capo” traicionado por un socio íntimo, el que a su vez es asesinado por otro traidor en un pueblo de nombre imposible, seguido por otro capo de doble apellido que es denunciado por un oficial de alto rango en el ejército, quien también, a su tiempo, es asesinado. La falta de comprensión de estas narraciones superficiales es lo que hace que la historia permanezca estática y los lectores se sientan impotentes. Sin embargo, ya ha pasado bastante tiempo desde el comienzo de la pesadilla de la droga, y ahora se atisba una pequeña perspectiva del problema. Los académicos de ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos, y también los periodistas con más experiencia, han estado ocupados escribiendo. Gracias a su trabajo, podemos empezar ahora a ubicar a algunos de los traficantes más conocidos en el paisaje que les corresponde.


1. En 1989, un traficante de droga joven y emprendedor, llamado Joaquín Guzmán, y conocido como El Chapo o Chapo –que es como llaman a los hombres bajos y fornidos en el estado de donde era oriundo Guzmán: Sinaloa, en la costa noroeste de México– sostuvo una riña con algunos de sus socios comerciales en Tijuana. Cuatro años después, los socios enemistados enviaron un equipo especial a Guadalajara, donde El Chapo estaba viviendo. Según los registros de la investigación, se había planeado que el equipo de Tijuana interceptaría a Guzmán el 24 de mayo de 1993, cuando llegara al aeropuerto, pero al parecer los asesinos confundieron el Grand Marquis blanco de Guzmán con otro, propiedad del corpulento Juan Jesús Posadas Ocampo, cardenal de Guadalajara.

Mientras el automóvil del infortunado clérigo se detenía en la banqueta, el grupo de choque de Tijuana abrió fuego. Según algunas versiones, para entonces Guzmán había llegado también al aeropuerto y se enfrentó con los asesinos en un tiroteo. El cardenal murió en el lugar del hecho, y aunque el episodio habría de llegar a ser uno de los asesinatos más escandalosos del siglo, motivo de interminables teorías conspirativas, el grupo logró abordar el siguiente vuelo comercial a Tijuana. Hasta hoy nadie ha sido juzgado por el crimen. El comentario de Guzmán sobre los acontecimientos del día, antes de volver a cargar en el coche sus maletas y huir, fue: “Esto se va a poner de la chingada”; que en términos más corrientes y sin la palabrota equivale a “Ahora sí que las cosas se van a poner feas”.

Guzmán evaluó la situación y tomó la decisión correcta: huyó hacia el sur, sin que se lo impidiera el reguero de carteles que rezaban “Wanted: Joaquín Guzmán” en cualquier lugar a donde llegaba. Sin embargo, fue capturado en Guatemala y deportado a México en cuestión de días. Pero Guzmán jamás había previsto lo que le esperaba a largo plazo. En la época del asesinato del cardenal, era sólo uno de los traficantes más ambiciosos de Sinaloa, que manejaba sus negocios en todos los estados de la costa del Pacífico y en la frontera norte de México. Diecisiete años después –ocho de los cuales transcurrieron en una prisión mexicana, de la que escapó en 2001, según se dice, en un camión de la lavandería– Guzmán era más combatido que nunca, pero también era el traficante más poderoso del mundo, o indudablemente el más influyente.

En cuanto a su profética exclamación en el aeropuerto y a los detalles de su huida, los conocemos gracias a su ex gerente de negocios, según lo ha citado Héctor de Mauleón, un novelista y ensayista que acaba de publicar una biografía de Chapo Guzmán en la revista mexicana Nexos. De Mauleon ha construido su relato de la vida de Guzmán basándose en declaraciones prestadas ante la Corte de Justicia por gente que fue condenada: sus ex guardaespaldas, socios, parientes y enemigos. Sabemos mucho acerca de este riquísimo y fanfarrón asesino: su astucia, su inseguridad a causa de su baja estatura, su despampanante boda pocos años después, con una reina de belleza de Sinaloa.

Pero lo que mejor comprendemos aquí, como también en otra biografía, escrita por Arturo Beltrán Leyva –ex socio de Guzmán, convertido en acérrimo enemigo, que fue asesinado en el pasado mes de diciembre– es su influencia en los más altos niveles del gobierno mexicano. En todos estos registros hay generales del ejército que le brindan información a Guzmán; oficiales de policía que le proporcionan seguridad; los principales aeropuertos están dirigidos por sus aliados; y también crece la oscura sospecha de que hombres que fueron miembros del gabinete en varias administraciones, incluyendo a la actual, tienen también una relación de amistad con él.

No es que Guzmán tenga influencia mientras que otros traficantes no la tienen; es que cada traficante tiene muchos oficiales designados y muchos políticos electos en su planilla de sueldos, pero Guzmán tiene más que los otros. La conclusión más desalentadora que se puede sacar de los artículos de Mauleón no es que la guerra de Calderón contra el narcotráfico se está perdiendo, sino que posiblemente nunca se ha librado. Los elementos de prueba que figuran en los archivos judiciales indicarían que todos los arrestos y asesinatos de alto nivel proclamados por el gobierno como una victoria –sobre todo el asesinato de Arturo Beltrán, el ex amigo de Guzmán– son una consecuencia de un hábil trabajo de inteligencia, desarrollado no por el gobierno sino por los traficantes, que sistemáticamente se denuncian unos a otros ante sus contactos gubernamentales, y que con frecuencia son liberados por contactos que trabajan para el otro bando, como sucedió con Beltrán.

El 7 de mayo de 2008 la Policía Federal Preventiva estableció un puesto de control en el kilómetro 95 de la autopista entre Cuernavaca y Acapulco. La policía acababa de recibir una información que les había sido transmitida por un importante traficante: Arturo Beltrán pasaría por allí. El director regional de la Policía Federal estaba a cargo de la coordinación de su captura. Cinco vehículos sospechosos se acercaban. Los agentes de policía les indicaron que se detuvieran. Entonces los ocupantes de los autos abrieron fuego. Arturo Beltrán Leyva se las arregló para escapar, pero su enemigo había entregado a la policía direcciones en Cuernavaca en las que Beltrán Leyva podría esconderse. El inspector de policía, quien había recibido la filtración de la información, llamó al jefe de las operaciones antidroga de la Policía Federal y le dijo: “Hemos localizado varias direcciones, estamos listos para entrar”.

El jefe de la División Antidrogas lo interrumpió: “Cancele todo. Regrese inmediatamente a Ciudad de México”.

Pero la buena suerte de Beltrán –o de sus contactos– finalmente terminó en diciembre de 2009: fue rodeado y asesinado por un grupo especial de comandos de la Armada, que presuntamente fueron seleccionados basándose en la suposición de que, como hasta ese punto habían tenido muy poco que ver con la guerra de la droga, era menos probable que estuvieran infiltrados por los traficantes. La pregunta dejada flotando en el aire por estos registros y declaraciones, y por el sentido común, es la siguiente: si el Ejército y las agencias nacionales de inteligencia están tan infiltradas como para no ser en absoluto confiables; y si tanto las fuerzas de la policía local como de la policía federal son tan corruptas y peligrosas que con frecuencia tenemos razones para temerles tanto como a los delincuentes comunes ¿de qué sirve tenerlas? En una serie de reuniones de mesas redondas convocadas por el presidente mexicano Felipe Calderón, varios participantes plantearon la siguiente pregunta: ¿Cómo se puede controlar o reemplazar a las fuerzas de seguridad sin correr riesgos? El problema es particularmente agudo ahora, porque el gobierno federal ha despedido a 3.200 policías federales –el diez por ciento de la totalidad de la fuerza– al parecer por razones de corrupción. La última vez que tuvo lugar un despido de personal comparable con éste fue a fines de los 90, cuando el primer intendente electo de Ciudad de México despidió a 300 oficiales de policía por corrupción. Inmediatamente, se desencadenó en la ciudad un incremento sin precedentes de secuestros y robos con violencia.

 

 

2. Cuando en febrero de este año en Ciudad de México estalló un escándalo, después de que a fines de enero quince jóvenes que asistían a una fiesta de cumpleaños en la norteña ciudad fronteriza de Juárez fueron atrozmente asesinados, Calderón no ayudó a mejorar las cosas porque declaró que, tal como la mayoría de las muertes violentas de Juárez, los últimos asesinatos habían sido el resultado de una “guerra de pandillas”. En este caso el presidente se equivocó lamentablemente: los jóvenes no tenían vinculación alguna con el tráfico de drogas. Pero es indudable que la mayoría de los asesinatos de Juárez son consecuencia de la guerra de pandillas.

Ciudad de México tiene un índice anual de muertes por asesinato de ocho por cada 100.000 defunciones, algo comparable con Wichita, Kansas City o Stockton, California. El índice general de asesinatos en México es de 14 por cada 100.000 defunciones, pero en Ciudad Juárez es de 189 por cada 100.000. Y tal como en Tijuana, Reynosa o Nuevo Laredo –otras ciudades fronterizas también afectadas por una desenfrenada violencia– en Ciudad Juárez sólo un reducido número de víctimas están involucradas, de una u otra manera, en el tráfico de drogas.

La frontera es el paso para unos 300.000 millones de dólares de tráfico comercial legal, que ha crecido exponencialmente desde 1994, cuando entró en vigencia un tratado de libre comercio entre México y los Estados Unidos. La guerra entre los narcotraficantes se inició por el derecho de cada uno a pasar drogas a través de las ciudades fronterizas. Se podría haber pensado que los traficantes trasladaban su mercadería a pie, en la oscuridad, a través de territorios desérticos. De hecho, todavía lo hacen, y en grandes cantidades, pero trasladan sus productos más eficientemente y con un volumen mucho mayor cruzando puestos de control de la Aduana estadounidense, a plena luz del día. Las sustancias ilegales viajan en SUVs, (Sport Utility Vehicle, un tipo de camioneta deportiva), camiones con acoplado, o automóviles chocados, embalados junto con mercaderías diversas, camuflados como huevos en canastas, en el relleno de ositos de felpa, fundidos en barras de caramelo o dentro de asientos de sillas vaciados.

Es fácil entender por qué los acuerdos concernientes a puntos de acceso a los Estados Unidos son inestables. Mientras más grande es la ciudad y mayor el volumen de comercio legal, más fácil es que el contrabando pase inadvertido. La mayor parte de la cocaína se procesa en América del Sur, y buena parte de lo que se contrabandea a los Estados Unidos pasa a través de México. Casi toda la marihuana y la amapola se cultiva y se cosecha en la costa del Pacífico, y son antiguas familias de Sinaloa las que las controlan, la familia de Guzmán entre ellas; pero cultivar y cosechar ambas plantas es fácil. La parte difícil es poner el producto en el mercado, y en ese intento las ciudades fronterizas son el premio lo suficientemente grande para entrar en guerra en el intento de ganarlo. Lo que es más difícil de comprender es cómo un comercio que ha florecido durante décadas sin nada más que los secuestros y los asesinatos habituales en territorio de las bandas se haya convertido, en los últimos seis años, en una pesadilla simbolizada por Ciudad Juárez, situada frente a El Paso, que se encuentra del otro lado de la frontera con Estados Unidos.

En primer lugar, hay que considerar su emplazamiento. En la excelente introducción a “Drug War Zone”, una colección de relatos orales de gente que vive en el mundo de la droga, Howard Campbell describe así Ciudad Juárez: “El paisaje local brinda miles de espacios adecuados para traficantes imaginativos: desde las montañas escarpadas, surcadas por cañones profundos y por arroyos, se divisan vastos desiertos. Las tierras bajas, la sección central de El Paso, serpentea a lo largo del río Grande. Los traficantes de drogas pueden cruzar fácilmente el río y desaparecer en el laberinto de carreteras rurales que atraviesan el estado de Texas (uno de los más grandes de los Estados Unidos), y desde allí llegar a la autopista 10, que conecta las costas este y oeste.

“Hacia el este del centro de Ciudad Juárez, nuevos centros comerciales y residenciales y centenares de “maquiladoras” –galpones de ensamblado de productos que luego se envían a Estados Unidos– se ciernen sobre el horizonte; y hacia el sur y el oeste, una ilimitada red de ‘colonias’ empobrecidas ha reemplazado a las tierras cultivadas y también a las desérticas. Así como los habitantes de El Paso pueden ver las fábricas de su ciudad hermana, los juarenses pueden ver los rascacielos de El Paso desde muchos puntos de la ciudad: las comunidades de ambos lados de la frontera están indisolublemente vinculadas entre sí.”

“Además, la migración hacia Juárez desde otros estados mexicanos del sur atrae a las colonias y a los barrios un enorme ejército de mano de obra de reserva, y el gobierno local es incapaz de manejar esta corriente inmigratoria. Hay un aporte prácticamente ilimitado de trabajadores desempleados dispuestos y preparados para ganar buen dinero manejando vehículos o llevando a pie cargas de drogas a través de la frontera, o sirviendo de guardianes de depósitos o de sicarios. En ambos lados de la frontera bilingüe y bicultural, a los contrabandistas les cuesta poco adaptarse socialmente o comunicarse en español, inglés o ‘spanglish’. La enorme industria maquiladora y la otra industria afín de El Paso, la del transporte terrestre, proveen los vehículos para trabajo pesado, y también todas las instalaciones posibles para el almacenamiento: las herramientas, el equipamiento o los artefactos necesarios para empacar, ocultar, almacenar y transportar drogas de contrabando.”

La argumentación central de Campbell, anunciada ya en el título de su libro, es que todo el planteo mexicano frente al contrabando de drogas es insostenible: una región tan absolutamente bilingüe, bicultural, mixturada y permeable –a pesar de la arbitraria demarcación de una frontera y de los intentos cada vez más raros y efímeros para sellarla– sólo puede ser verdaderamente estudiada y comprendida como un territorio unificado y un problema único. Esta idea es tan asombrosamente sensata como para ser genial, y entonces uno se pregunta cuántas muertes podrían evitarse si los responsables de elaborar las políticas a ambos lados del Río Grande compartieran esta idea y coordinaran no sólo sus esfuerzos por aplicar las leyes sino también por poner en práctica sus políticas de educación, desarrollo e inmigración.

Lo que hay, en lugar de colaboración, es la aplastante soledad de Ciudad Juárez.

En los años noventa, cuando empezaron a desaparecer mujeres jóvenes que vivían en las chozas de los barrios pobres de la ciudad y después aparecían en un basural, magulladas, violadas, mutiladas o muertas, los oficiales de policía se reían en la cara de los desolados padres que les pedían ayuda. Un día, trabajando en esa realidad y esa historia, me detuve una tarde en lo alto de un cerro gris cubierto de niebla gris, desde donde se divisaba una “villa miseria” gris y, a través del río, los edificios de oficinas de falso adobe de El Paso. A mi alrededor la maleza se agitaba con la brisa y por todas partes revoloteaban bolsas de plástico de supermercado y harapos de ropa, como si toda la basura de todo México hubiera quedado varada en ese sitio . A pocos metros cuesta abajo vivía la hermana de una de las muchachas desaparecidas, y a pesar de todo el apoyo de las organizaciones no gubernamentales vinculadas con las Naciones Unidas y los grupos de solidaridad que se ocupaban de los asesinatos, ella parecía estar en una situación de absoluto aislamiento y riesgo. Las conjeturas sobre quiénes podrían ser los responsables de los asesinatos de aquellas chicas han sido y son interminables. Hubo decenas de casos, mezclados en las estadísticas con cientos de otros homicidios de mujeres. Pero siempre se supo que, de alguna manera, la policía estaba implicada: las grotescas risotadas en la comisaría; el cambio de ropa en algunos cadáveres que de vez en cuando eran devueltos por la policía a las afligidas familias, la sistemática destrucción de pruebas, todo apuntaba en esa dirección. Pero parecía improbable que agentes rasos hubieran tenido el respaldo político necesario para participar por su cuenta en enfermizos asesinatos seriales y salir impunes, aun frente a la campaña mundial de protesta que se organizó alrededor de estos hechos.

Recuerdo que por entonces repliqué a algún comentario preguntando si el señor de Juárez, Amado Carrillo Fuentes, que era el traficante más poderoso de su época, no podría ser culpable. ¿Quién más, si no, en el transcurso de sus habituales negocios, podría sobornar a suficientes políticos, jefes de policías y oficiales de justicia para que le garantizaran inmunidad en cualquier circunstancia? No es de descartar que Carrillo Fuentes o sus vasallos hubieran desarrollado una especie de fascinación con la muerte que iba más allá de lo estrictamente profesional. A muchas de las jóvenes les habían amputado un pecho, y en una choza en medio del desierto se hallaron extraños graffiti que parecían tener un significado ritual.

Por entonces ninguno de nosotros, los periodistas, sabía mucho de los nuevos cultos religiosos que se reproducían como los hongos en el mundo de la droga, sobre todo el de la La Santa Muerte , una figura digna de Halloween, idéntica al esqueleto encapuchado que hace frecuentes apariciones en el arte popular urbano de los ciclistas. Su culto ha trascendido con mucho las cárceles, donde la figura es reverenciada; y como actualmente en todo el país hay altares dedicados al tétrico esqueleto , y además, se habla de mujeres jóvenes inmigrantes que llegan de América Central y son asesinadas y ofrendadas al La Santa Muerte por la rama de la mafia de la droga que se dedica al tráfico de personas, existen más razones para preguntarse si la actual obsesión de los traficantes por las más nauseabundas formas de asesinato no se habrá iniciado en aquella época.

Las estructuras delictivas están adoptando una forma de red Se separan de las molestas –casi burocráticas– organizaciones que trataban de monopolizar economías ilegales, y adoptan una configuración de células que se especializan en determinadas partes de la cadena de producción o en un mercado específico (como por ejemplo el mercado de la protección).

El gran patrón que impartía todas las órdenes ya no existe . El verdadero líder es la persona que tiene los contactos y las conexiones, la persona que ha construido una concentración importante de relaciones.

La mayoría de las organizaciones delictivas ha perdido su líder en algún momento de su historia, pero esto no ha conducido a su desaparición como organización. Por lo general, lo que sucede es que, en ausencia del líder supremo, se inicia un proceso de fragmentación . No siempre el sucesor se las arregla para mantener la misma estructura cohesiva, y por lo tanto van surgiendo diversos escenarios posibles. Si un capo es capturado o muerto por las fuerzas de seguridad, se genera una situación de inestabilidad en la que diversas facciones intentan preservarse individualmente. Dentro de este marco, los comandantes de nivel medio empezarán a competir por el liderazgo de la organización (como está sucediendo, por ejemplo, con el Cartel del Golfo). Algunas estructuras tratarán de llegar a ser independientes. Otras serán absorbidas por grupos más grandes. Algunas formarán alianzas para intentar mantener un mínimo nivel de cohesión a fin de poder reorganizarse y otras estarán dispuestas a ofrecerse al mejor postor.

La guerra siempre fluctuante entre los clanes de la droga y las familias, que se fragmentan y multiplican constantemente es, entre otras cosas, una guerra cultural, que está siendo librada por el antiguo campesino que cultivaba marihuana y las familias contrabandistas de la costa del Pacífico contra los traficantes mayoristas del Golfo de México, que no cultivan nada. Y es también una guerra, por un lado, con los delincuentes de la costa del Pacífico, que tienen una visión romántica de ellos mismos como forajidos y renegados, y encargan la composición de anticuadas baladas biográficas sobre sus personas (llamadas “narcocorridos”) para difundir esa visión. Un buen ejemplo es una de esas composiciones sobre la famosa fuga de Guzmán de la prisión en enero de 2001. Dice así: Era el 19 de enero / y el Chapo gritó “¡Presente!” / cuando pasaron lista / pero el complot estaba armado / porque al día siguiente lo llamaron / y ya no contestó.

Y por otro lado, en el Este hay ex miembros del ejército militar regular mexicano cuyo gusto musical, a juzgar por lo que se ve en los narcovideos que frecuentemente son subidos a YouTube, los inclina hacia la música “tecno” y hacia el reggae.

A los traficantes de la costa del Pacífico, como Chapo Guzmán, todavía les falta la capacidad de los Zetas (relacionados con el Cartel del Golfo) para interceptar las conversaciones hasta de los políticos de más bajo nivel de la frontera de Tamaulipas; y también la afición por chocar de frente (parece ser que han sido los primeros que usaron camiones para bloquear las principales autopistas, a veces simplemente por el caos que causaban). Si los informes recientes son correctos, los Zetas también utilizan armas antiaéreas y rastreadores satelitales. Los traficantes de Sinaloa confían en las alianzas de respaldo con políticos locales para mantener el negocio tranquilo y seguro; hasta se puede llegar a pensar con envidia en el “Rolodex” de Chapo Guzmán. Los Zeta no dan señal alguna de haber oído alguna vez la palabra “compromiso” y claramente se inclinan por un desafío directo a la autoridad en su conjunto.

El culto que los traficantes de Sinaloa rinden a un héroe rural embustero y ladrón, Jesús Malverde, también contrasta fuertemente con la veneración de La Santa Muerte en la costa del Golfo.

Los Zetas parecen modernos y los gánsters de la costa del Pacífico parecen anticuados, pero por el momentos nosotros no tenemos manera alguna de saber quién está ganando: en parte, porque los Zetas están tan fuera de control, y en parte porque los líderes de los clanes de la costa del Pacífico que acostumbraban formar una alianza están muy ocupados tratando de asesinarse los unos a los otros, como también sucede entre los Zetas y sus ex patrones del Cartel del Golfo.

Hablando claramente, como puntualiza Garzón, los Zetas no son verdaderamente un grupo de traficantes. Osiel Cárdenas dirigió las operaciones de tráfico del Cartel del Golfo y contrató a los Zetas para que pusieran la acción.

Los Zetas son una empresa que hace cumplir ciertos encargos , con franquicias que se especializan cada vez más en secuestro, extorsión, asaltos con robo y tráfico de personas. En la frontera sur de México están siempre a la espera de los trenes de carga usados por gente que emigra hacia los Estados Unidos desde América Central y Sudamérica; y aparentemente, desde más lejos aun, como por ejemplo, China. Si el “pollero” (el contrabandista de gente que guía a los inmigrantes en su paso a través de México) no tiene un arreglo con los Zetas, los indefensos y frustrados inmigrantes son secuestrados, golpeados, violados, extorsionados. Cada vez con mayor frecuencia, los hombres del grupo de los Zetas son obligados a actuar como asesinos, lo que indicaría que las organizaciones ramificadas de los Zetas están creciendo más rápido de lo que pueden ser reclutados.

Una vez que cruzan la frontera del sur, los emigrantes se dirigen a los Estados Unidos por rutas que también están patrulladas por los Zetas, todo el camino hasta Laredo y Reynosa. Hay sólo una vía férrea usada por los traficantes sobre la frontera de México con Guatemala, pero el gobierno mexicano parece ser tan incapaz de detener a los migrantes como de poner punto final a los crímenes que se cometen contra ellos todos los días. El 23 de agosto de 2010, cerca de la ciudad de San Fernando, a unos 160 kilómetros de la frontera estadounidense, los Zetas detuvieron un bus lleno de emigrantes, los arrearon hasta un rancho aislado pero próximo y, después de una confusa serie de acontecimientos que duró varias horas, ejecutaron a 72.

Vale la pena señalar dos cosas respecto de la masacre. La primera es que, desde el punto de vista de los traficantes, no se alcanzó ningún fin práctico asesinando a 72 aspirantes a inmigrar, que ni eran enemigos ni tampoco podían ser retenidos como rehenes para pedir rescate. Al parecer, los asesinos actuaron llevados totalmente por el desenfreno, por capricho, o simplemente debido al tedio o al hábito de matar. Ellos han aterrorizado a la mitad de México, pero los criminales que pierden toda disciplina casi nunca viven mucho.

Lo segundo que hay que destacar es la respuesta del gobierno mexicano ante la tragedia. Según las primeras informaciones publicadas en el periódico El Universal, un sobreviviente notificó de la masacre a un puesto del Ejército regular situado a unas 14 millas del rancho, pero los soldados no acudieron de inmediato a la escena del crimen porque, según lo que dice El Universal, tuvieron miedo de ser atacados. Los primeros contingente de tropas llegaron al lugar de los hechos al día siguiente de que el solitario sobreviviente les diera aviso de la masacre. Esta última información provino de un militar a quien su comandante en jefe le había ordenado desplegar una guerra total contra el tráfico de drogas.

El 19 de septiembre, después del asesinato de su segundo reportero en menos de dos años –un joven de apenas 21 años de edad, quien se sumó así a la lista demás de 30 periodistas asesinados o desaparecidos en México durante los últimos cuatro años– el periódico Diario de Juárez publicó un editorial dirigido a los “Barones de las diferentes organizaciones que están en guerra por la plaza de Ciudad Juárez.” “Nosotros les decimos a ustedes que estamos en el campo de las comunicaciones, pero no podemos leer las mentes. Por lo tanto, como trabajadores de la información, queremos que ustedes nos expliquen qué es lo que quieren de nosotros , qué pretenden que publiquemos o nos abstengamos de publicar. Por el momento, ustedes son las autoridades de facto en esta ciudad, porque las autoridades legalmente constituidas han sido incapaces de hacer algo para evitar los continuos asesinatos de nuestros colegas, a pesar de nuestros reiterados reclamos. No queremos más muertes. No queremos más heridos ni más intimidaciones. Para nosotros es imposible cumplir con nuestro deber en estas condiciones. Por lo tanto, dígannos qué esperan de nosotros como un medio informativo.” Fue una especie de alivio que alguien con voz pública y autoridad para hacerlo dijese que el Estado ya no es el árbitro de quién vive o muere a lo largo de la frontera. Pero el problema de quién está a cargo, quién gobierna, quién tiene el poder, es molesto y engorroso .

Una conclusión fácil sería que México –o la zona de la guerra de la droga– está en manos de un Estado fallido. Pero un Estado fallido no se dedica constantemente a construir nuevos caminos y escuelas, ni recauda impuestos ni genera una actividad industrial y comercial suficiente como para ser considerada una de las doce mayores economías del mundo. En un estado fallido los conductores no se detienen en la luz roja y la basura no se recoge puntualmente. Por el contrario, la pregunta es si frente a la imparable actividad de delincuentes y criminales altamente organizados, el gobierno puede aplicar adecuadamente la fuerza de la ley y garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Por el momento, la administración de Felipe Calderón no parece ser capaz de hacer todo eso.

Indudablemente, la estrategia de Calderón de librar una guerra total para resolver un problema de delincuencia no ha dado buenos resultados. Por ahora, y mientras persista la demanda global de un producto que es ilegal en todo el mundo, la pregunta de si hay alguna estrategia que pueda funcionar se ha repetido hasta la náusea. Pero ésa es la cuestión que es indispensable considerar.

Información adicional

  • NAR: Traducción del inglés: Ofelia Castillo, para El Clarín (Argentina)
  • Publicado originalmente en:: Alma Guillermoprieto
  • Biografía:

    Nació en la Ciudad de México, pero desde hace varios años vive en Estados Unidos. Como periodista cubrió la revolución sandinista para The Guardian y reveló la masacre del Mozote en el Washington Post. En 1995 Gabriel García Márquez le pidió que dictara el taller inaugural de la Fundación para un Nuevo Periodismo en Colombia. Entre sus libros se encuentran La habana en un espejo y Al pie de un volcán te escribo.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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