Mi lista, lo confieso, es algo esquizofrénica. Ahora bien, si algo puedo rescatar después de darle algunas vueltas, es que no tengo duda de que uno de mis principales temores como mexicano radica en la beligerante apatía moral y política de millones de personas inteligentes que, ante el horror cotidiano, creen que pueden vivir aislados e ignorar los asuntos públicos.
Para decirlo claramente: tengo miedo de los idiotas que se declaran como apolíticos.
Me explico. Cuando digo idiota no me refiero a un “trastornado caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida”; ni lo uso como un adjetivo que califica al “engreido sin fundamento para ello”, al “que carece de toda instrucción”, ni siquiera a aquél “tonto, corto de entendimiento”. Mi consternación reside en nuestra progresiva idiotez en el sentido griego de la palabra (derivada de idio, que significa “propio”, “privado”), es decir; en la indisposición permanente de aquellos ciudadanos que, teniendo derechos, no se (pre) ocupan de la cosa pública, del bien común, de la política. Sujetos anclados en la república independiente de su casa, obsesionados con sus múltiples intereses privados e incapaces de implicarse y ponerse en el lugar del otro.
Quizá esta apatía no sería tan grave o inquietante en una coyuntura de paz. Esto es, sin el riesgo, las trincheras y los enemigos que el gobierno mexicano ha edificado últimamente en nuestro nombre. Apliquemos la fórmula del miedo a nivel estatal: si hoy en día el gobierno francés expulsa a los gitanos en tiempos de desempleo, y el estadounidense sigue ocupando países asiáticos en busca de un solo hombre que derriba edificios con espectacularidad, el gobierno de Calderón se distingue por perseguir sujetos que arrojan cabezas en las pistas de baile.
Si lo menciono es porque entre las consecuencias de esta guerra contra el narcotráfico, está el habernos envuelto en una escalada de noticias y números escalofriantes que han terminado por anestesiar nuestro asombro, nuestra indignación y nuestras perspectivas de una vida buena. El hecho de que vayamos recolectando y traduciendo los secuestros, detenciones, mantas amenazantes, torturas o cuerpos abatidos en simples números -sin reflexión, pausa y narrativa alguna-, sólo irá alimentando nuestra dejadez e inacción y con ello la imposibilidad de construir y ejercer, por fin, una verdadera conciencia ciudadana.
Aquí quería llegar: si recelo profundamente de nuestra idiotez nacional -entendida como una radical indolencia e insensibilidad social y política, auspiciada por la violencia y precariedad económica- es porque está íntimamente vinculada a lo que Hannah Arendt brillantemente denominó como la banalidad del mal. La historia es conocida y ha demostrado sus peligros. En nuestro caso, mientras cultivemos el lamento desnudo y la indiferencia hacia lo público, no nos extrañemos de seguir formando individuos –jóvenes, muy jóvenes- que, sin tener mucho que perder, estén dispuestos a ejecutar órdenes y cometer crímenes espeluznantes sin juicio y remordimiento alguno.
Mientras tengamos gobiernos irresponsables y como ciudadanos continuemos a lo nuestro –ese “nuestro” que no implica a más de cinco personas– seguiremos contando muertos y exhibiendo criminales folclóricos que han prescindido o renunciado al pensamiento. Sujetos que encarnan todo el miedo y la banalidad a la mexicana.