La violencia del rapto
Me atrevería a decir que no hay familia guatemalteca que no haya experimentado, directa o indirectamente, un secuestro. Dos en la mía. En la de mi esposa, también dos: su abuelo por los militares en los años ochenta, y hace poco su hermano, mientras echaba gasolina, porque los dos secuestradores querían un servicio de taxi a otro punto de la ciudad, nada más, sólo un aventón a punta de pistola. Hay secuestros macabros. Hay secuestros exprés: breves, rápidos, por poco dinero. Hay secuestros que sólo se dan en potencia, en la imaginación, así: una llamada advirtiendo que uno será secuestrado si no deposita tal cantidad de dinero en tal cuenta bancaria. Se sabe que la mayoría de estas llamadas se hacen desde la cárcel. Hace poco me enteré de que muchas familias guatemaltecas pagan un seguro contra secuestro. Es decir: viven secuestrados.
La violencia celular
En Guatemala no se habla por teléfono celular en público. Si suena o vibra el celular, y uno está en la calle, es mejor no mostrarlo, es prudente esperar hasta más tarde para ver quién llamó y entonces devolver la llamada (este instinto de no contestar en la calle siempre me asombra cuando estoy en el extranjero, y por costumbre tampoco contesto). No sé cuánto reciben los ladrones por cada celular robado. No mucho, supongo. Pero todos sabemos exactamente dónde se venden. Un amigo logró comprar el suyo de vuelta.
La violencia deportiva
La guerra de las cabezas ensangrentadas. Así le llaman los guatemaltecos a un fenómeno que rebasa los límites del horror, de la psicosis, y de la ficción. Tres ejemplos de los últimos años. En el 2008, en una cárcel conocida como Pavoncito, cinco presos fueron decapitados por otros presos: una de las cabezas fue exhibida orgullosamente, medievalmente, en un palo, y las otras cuatro en distintos montículos del centro penal. En el 2005, pandilleros armados entraron a la cárcel Las Gaviotas, asesinaron a doce pandilleros rivales y después le cortaron la cabeza a dos. En el 2003, el ex sargento del Estado Mayor, Obdulio Villanueva, fue asesinado mientras cumplía una condena por su implicación en el ya famoso crimen de monseñor Gerardi: luego se supo que los reos, durante su hora de recreación, estaban jugando futbol con la cabeza.
La violencia viril
Las mujeres guatemaltecas no son sólo asesinadas. Es mucho peor: son olvidadas. Asesinatos impunes, en su mayoría. Un ejemplo. En los años 2007 y 2008, se reportaron un total de 1.414 muertes violentas de mujeres en el país, de las cuales se dictaron 185 sentencias judiciales, 121 de éstas condenatorias. La triste matemática: 1.293 mujeres guatemaltecas olvidadas. Mujeres guatemaltecas cuyos cadáveres siguen apareciendo torturados, violados, descuartizados, calcinados, atados con alambre de púas, rotulados con cuchillazos, o como mejor o quizás peor explicó estos casos de feminicidio la presidenta del Centro de Investigación y Apoyo a la Mujer: «Es impresionante la creatividad para matarlas.» En Guatemala, una mujer maltratada sólo puede llevar a los tribunales a su esposo si las heridas han permanecido visibles en su cuerpo durante diez días. En Guatemala, un violador todavía puede librarse de la condena si acepta casarse con su víctima –y sólo si ésta, claro, tiene más de doce años. En Guatemala, en el los últimos 16 días han sido asesinadas y olvidadas 26 mujeres.
La violencia territorial
Entre las tantas guerras territoriales de las distintas maras y pandillas de narcotraficantes guatemaltecos –similares a la mafia, supongo–, existe la guerra por el control de las distintas rutas de transporte público. En resumen: los pandilleros les exigen a los pilotos de los autobuses un impuesto de circulación, a cambio de sus vidas. Cien quetzales diarios, menos de quince dólares, a cambio de sus vidas. La Asociación de Viudas de Pilotos cuenta ya con más de 250 miembros: 250 mujeres cuyos maridos han sido asesinados en los últimos años, mientras ellos nada más transportaban a los guatemaltecos a sus hogares y trabajos.
La violencia automotriz
Al volver a Guatemala, tras unos años viviendo en España, amigos y familiares me dieron el mismo consejo: no vayas a rebasar a otro carro, a tocarle la bocina, a hacerle luces altas desde atrás. Varias veces desobedecí y pude entonces comprobar la sabiduría de este extraño consejo. En dos ocasiones, me persiguieron violentamente durante diez o quince minutos, hasta cansarse o quizás aburrirse. En otra ocasión, un señor me alcanzó en un semáforo rojo y procedió a mostrarme, sonriendo, su pistola. Y aún en otra ocasión, sin yo nunca saber por qué, una señora ya mayor condujo varias cuadras a mi lado, gritándome, insultándome con uno de los vocabularios más creativos que he escuchado jamás. Encuentro, en cada una de estas terribles ocasiones, en este trágico detalle automotriz, un síntoma de lo que considero la peor y más cruel violencia nacional. No es la violencia del hurto. Ni la del maltrato machista. Ni la del crimen organizado. Ni la del secuestro o extorsión. Ni siquiera la violencia del asesinato. Es más bien el efecto cotidiano que la sumatoria de estas violencias ha implantado en el pecho de los guatemaltecos: a un paso de los insultos y golpes, a un bocinazo de los gritos y persecuciones, a una palabra mal dicha de los tiroteos. En el borde, siempre, todos, de una violencia oscura y sin fondo. El carácter del guatemalteco se ha ido curtiendo en aquello que vive cada día, en el miedo y la paranoia que ha sufrido durante décadas de conflicto social y guerra interna, de corrupción y hambruna, del más vil de los racismos. Los guatemaltecos, todos, estamos nada más cosechando los frutos podridos y amargos de siglos de siembra machista, intolerante, opresiva, corrupta. Y cada uno, inevitablemente, acaso sin darse cuenta, forma parte de esa violencia. En Guatemala, dijo o tal vez no dijo Miguel Ángel Asturias, sólo se puede vivir borracho.