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De Limón Reggae, varios fragmentos sobre la violencia en El Salvador

Capítulo 8 de Limón Reggae, pp. 181-183[1]:

Fernando seguía leyendo el tratado del maestro chino de cuatro siglos A.C. sobre la guerra y el libro lo afligía. Aisha había traído de Belice la espina de la negociación. Y una tarde justo después del café cuando los demás ya se estaban yendo a sus champas Aisha le dijo,  “Fernando, el pueblo que nos apoya se sobrepone al horror y al dolor con unas fuerzas sobrehumanas en parte porque vivimos una utopía real”, Aisha hizo un movimiento firme y contundente con sus manos grandes, “cualquier negociación es el fin de la utopía y de la línea de Héctor.”

Fernando la miraba mordiéndose el puño. Por su camisa verdeolivo entreabierta Aisha veía su lisa piel. “Usted y yo siempre conectados”, murmuró, “lo que me preocupa anda por ahí. Claro que seguimos la línea del Primer Comandante: pelear hasta la victoria. Pero seguir la línea no me impide pensar. Y pienso mucho desde que leo al maestro chino. Él dice que toda guerra es una catástrofe que no debe prolongarse porque destruye a las personas. Sí, nos hemos hecho fuertes y ganamos batallas, pero hay un costo demasiado alto. Por lo que hacen los jodidos gringos.” “Hacen muchas cosas, a qué se refiere”, preguntó Aisha levantándose el montón de colochos para refrescarse la nuca. “Usted sabe que a principios de los años sesenta Kennedy dio orden de formar aquí escuadrones de la muerte contra el comunismo. Desde esa fecha los gringos asesoran a los paramilitares privados y a las fuerzas armadas en tortura, guerra psicológica y estrategia, además de darles plata. Desde hace mucho los gringos se especializan en técnicas para hacer aflorar lo peor que hay en los seres humanos. Yo lo viví.” Aisha está callada, no le pregunta, baja la cabeza, no quiere oír, pero él sigue, le dice que estuvo en el ejército, algunos compañeros lo hacen, se meten unos años para conocerlos y para aprender.

“Uno de los asesores gringos nos pidió buscar una mascota. Lo hicimos. Por meses anduvimos con nuestros gatitos y perritos cuidándolos y chineándolos. Y un día, cuando estábamos bien encariñados, el gringo nos ordenó matarlos, pero no así no más, había que desollarlos vivos, cortarlos vivos mientras ellos nos miraban con sus ojos atónitos…” “¡Ya pare, Fernando!” susurra Aisha, los gatos que los güilas del tugurio desangraban están ahí con sus maullidos agónicos. Aisha cierra los ojos, se agarra la cabeza. “Ese era el primer paso para…” continúa Fernando. “¡Por favor, no más!” “Está bien, pues, pero es para decirle que los gringos le enseñaron esas técnicas al ejército y los frutos aquí están, cipota: de esto nadie habla pero pasa todo el tiempo. ¿Usted ha visto los cipotes ensartados?” Aisha mueve la cabeza, no, no los ha visto pero le contaron que eso hicieron en el pueblo neutral. “Pues lo terrible es lo que hacen antes de ensartarlos. Los violan, a bebés recién nacidos, niñas y varones. Les meten el pene en la boca para que los bebés succionen creyendo que es leche, a eso le llaman “postre fresco”, y amarran a la madre y a los hermanos mayores para que lo vean. Sólo después, con el sexo y el ano desgarrados pero a veces aún vivos, los cuelgan de los árboles o los ensartan en estacas.” Aisha se pregunta qué fuerza de misericordia la protegió para no verlo, pero la misericordia no alcanzó para impedir que lo supiera. Para impedirle saber que lo que Fernando describe es “eso”, y no viene de algo humano que se ha roto, no. “Eso”, “algo”, es intensamente humano, los animales no lo hacen; es degradar la vida, desmontarla hasta su núcleo y ver un trozo de carne neutra palpitando, sufriendo. Aisha se queda un gran rato callada, con la cara tapada por las manos temblorosas. Fernando hace tronar los nudillos y reanuda: “El ataque desmesurado a la población civil causa un daño irreversible. Por eso, Aisha, a veces pienso en negociar para terminar la guerra.” Aisha se quita las manos del rostro y le dice con desesperación: “¡Pero Fernando, si es todo lo contrario! ¡Es el triunfo lo único que puede salvar a la gente, curarle sus heridas!” Aisha habla de la gente y se incluye. Ella entró en el tinglado a hacer lo que todos los demás hacen, matar, y si su acto no desemboca en un triunfo, sólo en una negociación, ella ya no sería revolucionaria, nunca lo habría sido. ¿Qué sería entonces? ¿Una simple asesina?

 

 

Del capítulo 14 de Limón Reggae, pp. 271-274:

En la gran ofensiva Febe Elizabeth vives la guerrilla había demostrado su fuerza y la aceptaron por fin como interlocutora para negociar con el gobierno los acuerdos de paz. Para mí fue tremendo renunciar a la utopía.

Para mí y para otros era difícil admitir que el triunfo era ese, ser una de las dos partes de una negociación. Visto objetivamente era un logro muy grande, el Plan de Paz de Costa Rica no nos tomaba en cuenta y proponía barrernos como viles cucarachas. Y de ese logro objetivamente grande me fui convenciendo. Y una vez convencida, los acuerdos de paz me habían dado ilusión y me había quedado en ese país intrigada, expectante; una no arriesga su vida para después huir, no. Una se queda y espera.

Trabajaba en el campo, en repoblación, y me fui quedando también por esos campesinos, por la luz diáfana y fuerte que tenían en los ojos y que correspondía a una igual en su alma. No había conocido en toda mi vida gente más esperanzada, más terca y más buena. Gracias a los acuerdos habían obtenido unas parcelas diminutas y decían: “Sí, pero algún día venceremos de verdad”, y entonces conservaban sus sueños intactos. Yo me quedaba con ellos por ese optimismo.

El problema venía siendo que la fe en la utopía y el caudal de bondad y la reserva moral de esta gente del campo era mal manejada y muchas veces frustrada por los excomandantes que, como Fernando había temido, no veían la realidad por serle fiel a la retórica y a las viejas consignas y por respetar órdenes de picotazo.

Entonces me pasó algo fatal: empecé a odiar a los excomandantes. Necesitaba hablar con alguien de ese odio pero ¿cómo iba a hacerlo con los campesinos que con costos sabían escribir y leer? Miles de veces quise correr a buscar a Fernando pero la imagen de su mujer me paralizaba. Estaba en un aprieto, sólo con Fernando podía hablar de esas cosas y Fernando me había abandonado.

Me sentí solísima.

¿Por qué estaba tan sola? Por años había compartido con los cuadros pensantes las cosas fundamentales y las cosas raíz en la intimidad absoluta de los campos de guerra. Pero para los pensantes yo nunca había dejado de ser una extraña: “la tica”. ¿Por qué?

Era así solamente con los cuadros pensantes. Entre las campesinas jóvenes que habían sido radistas, sanitarias, brigadistas, tenía amigas cariñosas y maravillosas que habían adquirido en la guerrilla cierta sofisticación. Esas muchachas ahora estaban llenas de conflictos. Durante la guerra habían sido fuertes, reidoras y llenas de recursos y ahora les pasaba lo mismo que a mí o talvez peor. Nos habíamos moldeado en un mundo de absolutos donde las cosas eran blancas o negras; donde el ser humano era antiguo o nuevo; donde la sociedad era burguesa, corrupta e individualista o la nueva y generosa que íbamos construyendo; donde perdíamos o ganábamos.

No sabían, no sabíamos como lidiar con un mundo donde habíamos perdido y ganado a la vez y en donde coexistían lo nuevo con lo viejo, injusticias con ventajas. Había que estar tomando decisiones difíciles y ya no podíamos recurrir a las directrices inequívocas de la dirigencia. Nos sentíamos perdidas. Estábamos perdidas. Como cuando recién terminada la guerra, una exradista –Flora- y yo entramos por primera vez a un gran supermercado a buscar unas cosas que en el poblado donde estábamos no se conseguían. Llevábamos una lista. Yo me sentí mareada y me voltee a decirle “¡Ay, usté, entre esta cantidad de chunches no vamos a encontrar nada!” pero Flora no me podía contestar. Se había quedado al principio del pasillo y tenía los ojos desorbitados y estaba blanca. Empecé a caminar hacia ella, todo me daba vueltas y sudaba frío, la lista, pensaba, tenemos que concentrarnos en la lista y el malestar pasará. Traté de hacérselo entender a Flora pero no me oía, miraba espantada a un lado y al otro y de pronto salió despavorida hacia afuera por la puerta automática. ¿Cómo iba yo a llegar donde estas mujeres a plantearles mi odio hacia los excomandantes o a expresarles mis literarias y abstractas sospechas de “¿Y si todo se jodió con la muerte de Héctor como pasó en La Ilíada con los troyanos?” Sí, talvez todo se había jodido con la muerte de Héctor o con la negociación o con la retórica y las viejas consignas.

Pero había otra cosa.

Yo la llamaba la desesperación absoluta o lo degradado. Los demás lo llamaban las maras, las pandillas. Era “eso”, era “algo” que brotaba del pasado para sumirme en el horror. Y como en el pasado, estaba sobre todo en las caras de los niños.

Recuerdo la primera vez que lo vi.

Fue en un barrio popular de la capital, colorido y pobre, al que fui justamente con una prima de Flora. Cuando trabjaba en repoblación rara vez bajábamos a la capital, al “pobrerío de la ciudad”, como le decía Fernando. A mí la ciudad me gustaba. Los pobres urbanos inventaban novedosos estilos de supervivencia y se construían sólidas dignidades, como el Sindicato de Habitantes de Tugurios. La solidaridad entre vecinos era bonita, y también la alegría con que te invitaban a compartir una pupusa.

Pues esa tarde en la ciudad íbamos a eso, a compartir una pupusa, cuando unos muchachos entre nueve y trece años se les fueron encima a dos viejas que regresaban cargadas de canastas. Los chicos tenían gorras con las viseras echadas sobre los ojos. La prima de Flora me detuvo con el brazo y vimos de cerca cómo los chiquitos les disparaban a las viejas a sangre fría. Les estallaron la cara, el cerebro, y ya caídas les seguían disparando mientras los más pequeños se apoderaban de las canastas. La escena duró unos minutos. Les disparaban en el suelo y los cuerpos de las viejas saltaban. Verlas les daba mucha risa. En eso a uno se le cayó la gorra y al agacharse a recogerla topó con mis ojos. Y en su expresión vi “eso”, vi “algo”, vi la degradación que me había obsesionada en mi infancia y que en ese país paradójicamente sólo había visto la noche de la matanza de niños, pero no en los soldados, esos mataban con espanto, mataban con terror. Lo inhumano y degradado estaba en el rostro del oficial que les daba las órdenes. Y yo me había preguntado en ese momento y me había seguido preguntando después a qué vejaciones lo habrían sometido, qué degradaciones y qué humillaciones le habrían tenido que infligir para que a su rostro se asomara “eso.” El chico tomó la gorra, se la puso y entonces me di cuenta de que “eso” también estaba en las risas de los otros. Era una risa inhumana, una risa degradada. La prima de Flora salió del hechizo y acató que ser testigos nos convertía en las próximas víctimas. Corrimos, aprovechando que los chicos estaban acomodándose los canastos, corrimos y no había ni un alma en las calles y no se abrió ninguna puerta y ninguna ventana.

Hubo muchas otras veces. Todas las veces que bajamos a la capital los vimos, o nos enterábamos de sus acciones sangrientas.

Las dos tendencias que nacieron en nuestro movimiento a raíz de la negociación -la de los fieles a los dogmas y antiguas consignas, llamados los ortodoxos, y la de los que creían que había que cambiar, llamados los reformadores- coincidían en creerse capaces de, si subían al poder, reformar a los mareros. Decían: “Si les damos trabajo y educación y un sitio en la sociedad se acabará el problema.” Pero yo lo dudaba. Los habitantes de ese país tenían décadas -¿siglos?- de ser asesinados de los modos más crueles por el delito de pedir justicia. A esa violencia opusimos la violencia por un mundo mejor. Pero si el mundo mejor era este y para los niños era igual o peor, sólo quedaba “eso”. Y me parecía que “eso” era un punto del cual no había retorno. Al menos no en una generación. Ni en dos.

 

 


[1] De la novela Limón Reggae (Editorial Legado, Costa Rica, 2007 y Alcalá Editores, España, 2008), varios fragmentos sobre la violencia en El Salvador.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Anacristina Rossi
  • Biografía:

    Novelista, traductora y periodista costarricense, nació en San José en 1952. Pasó varias temporadas en Europa donde se formó en traducción y se especializó en desarrollo y estudios de la mujer. Desde su juventud, comparte su vida entre la escritura y la militancia por el rescate de la cultura afrocaribeña y la defensa de la naturaleza. Escritora comprometida, se interesa en especial por la región del Caribe (Limón), la ecología, los problemas de género y la política.

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