NUESTRA APARENTE RENDICION

La violencia en la que vivimos y la violencia que vendrá

En tanto dictadura, el régimen político imperante en Cuba desde hace más de medio siglo detenta, o pretende detentar, el monopolio de la violencia en el país. Porque ningún sicario improvisado vendrá a entorpecer el código de castigos prescrito por las autoridades. Ninguna banda competirá en furia contra los ejércitos gubernamentales. Para violencia, la del Estado.

En tanto dictadura de izquierda, el régimen político imperante en Cuba desde hace más de medio siglo disimula la tremenda carga de coacciones que ha ejercido desde sus inicios. Cierto que en sus primeros meses llegó a televisar juicios a militares y torturadores de la dictadura anterior. Pero entonces obraba con licencia: lo televisado eran pruebas y condenas de una violencia anterior, llamada a desaparecer gracias al triunfo revolucionario.

Aquellos juicios devenidos en espectáculo televisivo (fueron celebrados en un palacio deportivo, y el trabajo de cámara se complació en los rostros aterrados de las esposas e hijos de los encausados) dejaron una ganancia colateral: sembraron en cada televidente la consciencia de cuán lejos podía ir la justicia del nuevo régimen.

La dictadura de Fulgencio Batista asesinó a espaldas de la legislación. La dictadura de Fidel Castro asesinaría legalmente, con la justificación de que castigaba violencias anteriores o infiltraciones extranjeras. Entre sus primeras leyes estuvo la imposición de la pena de muerte, y junto a ésta fue instaurado el concepto de que toda diferencia política respondía a algún servicio secreto foráneo, especialmente el estadounidense. De este modo, la menor discrepancia resultó acusada de mercenarismo, y constituyó un ataque contra la Patria. (Había sido establecida una ecuación de igualdad entre Estado, régimen, líder, nación, país y Patria, y quien atentase contra una de estas variables atentaba contra las demás.)

El completo control sobre la prensa y los medios de comunicación permitió exhibir u ocultar, según conviniera, las muestras de violencia. Con tal de no desmentir el discurso humanista de la propaganda oficial, la represión fue aplicada en las menores dosis posibles. Sólo en ciertos puntos imprescindibles, y en calidad de advertencia y de capricho. De advertencia, por respeto a la causalidad que supone sanción para todo delito. De capricho, con el fin de sembrar el miedo y que éste no recibiese el beneficio de ninguna explicación. Así, caería castigo por delinquir, pero también en caso de no merecerlo, por azar de justicia.

Tras los discursos que preconizaban un futuro victorioso, una sociedad cada vez más justa, y que hacían hincapié en las conquistas educacionales, sanitarias, deportivas y culturales traídas por la revolución, se agazapaba la violencia constitutiva del régimen. Promovían imágenes de estudiantes sonrientes en nuevos centros escolares, de equipos de medallistas olímpicos o de una infancia con casi todo para ser feliz (¡cuánta buena prensa ha tenido la dictadura castrista en todo el mundo!), mientras que lo ocurrido en comisarías, cárceles y salas de tortura parecía no existir. El gobierno de Fidel Castro se mostraba capaz de convencer a casi todos del cumplimiento escrupuloso de los derechos humanos, tal como confirmaban ilustres visitantes extranjeros. (Valga como ejemplo José Saramago, cómplice o estúpido, quien sostuvo que, si bien en Cuba se incumplían algunos derechos, otros tenían cumplimiento mayor que en cualquiera otra sociedad que él conociera. Como si los derechos humanos fueran cuestión de antologías.)

Por supuesto, en más de medio siglo han surgido algunos brotes de protesta popular. El descontento ha conseguido movilizar a la gente pese a tantas precauciones policíacas. Aunque para esos episodios de excepción las autoridades han creado multitudes en contrarréplica, pandillas de matones estatales secretos. Dispuestos a las golpizas, al ahogamiento numérico, a perseguir a sus enemigos públicamente, a sitiar domicilios y castigar a familias completas, esos ejércitos de camorristas parecen movidos (es la excusa oficial) por la indignación ante cualquier gesto irrespetuoso hacia la Revolución, que es la Patria, que es el Comandante en Jefe.

La explosión popular que en 1980 ocupó la Embajada Peruana en La Habana y terminó aliviada en la salida masiva por el puerto del Mariel, fue castigada antes en cada ciudad y cada pueblo y cada rincón del país. Pues quienes procuraban atravesar las fronteras cerradas eran culpables de restar verosimilitud al paraíso construido entre todos. Exiliarse tendría que constituir un castigo, no un premio. Y habría que emprenderla contra los que se largaban, habría que machacarlos, dejarles marcas que no olvidaran.

Para ello se realizó una movilización general. En cada centro de estudios o de trabajo donde cupiese un renegado, colegas y condiscípulos se encargarían de él. La calle que escondiese a alguna de esas sabandijas (el lenguaje oficial, que décadas antes instituyera el calificativo de gusanos, acuñó por entonces el término de escoria) habría de darles escarmiento. Sin reparar en edad o en sexo: ancianos y mujeres serían vapuleados. Y en cuanto a los niños, criaturas de aproximadamente la misma edad se ocuparían de la tarea.

La policía uniformada pareció, mientras tanto, completamente inocente. Asistía a los ajustes de cuenta entre civiles sin entrometerse. Únicamente tomaba cartas en el asunto cuando relucía alguna cámara o cuando los acosados se atrevían a rebelarse. Pues, ¿cómo iba a sofocar la justa ira del pueblo que no hacía más que defender sus derechos? ¿Cómo coartar el entusiasmo de aquellas turbas que constituían lo mejor del pueblo cubano?

Gracias a estos ardides, la violencia estatal conseguía camuflarse y seguir infotografiable. Nadie podría aducir imagen del ejército o la policía cubanos cargando contra civiles. Los líderes revolucionarios se mantenían en el poder, no por meticulosa coacción, sino gracias al entusiasmo de ciudadanos anónimos empeñados en combatir cualquier asomo de insurgencia. Podía suponerse que de aquel entusiasmo original con que la ciudadanía saludara a los guerrilleros barbudos quedaba cuota suficiente como para perpetuar en el poder a los jefes de la guerrilla. Y es que, a la menor provocación, un entusiasmo así se convertía en golpiza y arrollamiento. El pueblo respondía con violencia a la amenaza de perder su libertad, su país.

El auxilio de esa gentuza (es preciso reconocer que mucha gente accedió a convertirse en gentuza) permitía a las autoridades alardear de sus manos limpias y de la justicia esencial del régimen revolucionario. La violencia estatal por estos medios resultó eficaz durante medio siglo. Sin embargo, los últimos años han traído algunas variaciones.

La telefonía móvil, con su capacidad de obtener imágenes y grabaciones furtivas, permite ya dejar constancia de esos episodios de violencia. Y la suma de rastros capturados en tales episodios demuestra cuánto se repiten los mismos camorristas. En uno y otro episodio, los mismos rostros. Gente que, para ser casuales transeúntes ofendidos, goza de una ubicuidad reservada a los superhéroes de tiras cómicas. Facciones que se revelan, por fin, cómo lo que son: un ejército disimulado.

Gracias a la digitalización de imágenes y las redes de comunicación, sorteando las prohibiciones de internet imperantes en el país, esas pruebas de la violencia salen al mundo. El rostro del represor que hasta hace poco obraba bajo anonimato y pasaba por ciudadano sensibilizado hasta el puñetazo, queda ahora filmado como prueba. Sus familiares y amigos y vecinos, que tal vez no conocían su verdadera profesión, son avisados. Pues las imágenes furtivas regresan al país en la señal de canales televisivos extranjeros. Y, gracias a antenas clandestinas, en La Habana y otros sitios alcanza a romperse ese otro bloqueo del cual nunca dan noticia los diplomáticos cubanos: el bloqueo de la información ejercido por el gobierno.

Las Brigadas de Acción Rápida (así son denominadas en documentos oficiales no publicados), terminan por afrontar algo de lo cual habían conseguido escabullirse hasta hoy: sus responsabilidades públicas. Y peones y oficiales empiezan a temer lo que pueda acarrearles el futuro a partir de esas pruebas.

Es probable que las nuevas tecnologías de información, al revelar la verdadera naturaleza de la violencia en Cuba, consigan aplacarla o consigan hacerla desaparecer del todo. En este último caso, valdría la pena preguntarse cómo podrá sostenerse entonces la dictadura cubana. Cómo superará, a la luz de sus atropellos, el desmentido de la autopublicidad victimista (víctima del imperialismo estadounidense, del capitalismo mundial, de la globalización, de la historia de siglos anteriores) con que ha sensibilizado a buena parte del mundo.

Sin embargo, pese a lo auspicioso de estos cambios recientes, resulta preocupante que el cese de la violencia actual dependa de aquello que ésta ha procurado inocular en la gente: el miedo. Que dependa del hecho de que quienes hasta ayer mismo obraban embozados teman acabar, a un cambio de gobierno, como aquellos esbirros y oficiales cuyos juicios públicos fueron televisados hace más de medio siglo.

Y es que, como siempre que se trata de violencia, lo tremendamente preocupante es la amenaza de que la historia no haga más que repetirse, y que a ciertos episodios vengan a sustituirlos otros no muy diferentes. En el caso de Cuba hay que contar, pues, no sólo con la actual violencia del Estado, sino con el peligro de una explosión en la cual quiera resacirse todo lo contenido y reprimido durante más de medio siglo de dictadura.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Antonio José Ponte
  • Biografía:

    (Matanzas, Cuba, 1964) Poeta, ensayista y narrador. Ha publicado, entre otros títulos, Las comidas profundas (Deleatur, Angers, 1997), Asiento en las ruinas (Renacimiento, Sevilla, 2005), In the cold of the Malecón & other stories (City Lights Books, San Francisco, 2000), Cuentos de todas partes del Imperio (Deleatur,  Angers, 2000), Un seguidor de Montaigne mira La Habana/Las comidas profundas (Verbum, Madrid, 2001), Contrabando de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002), El libro perdido de los origenistas (Renacimiento, Sevilla, 2004), Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2005), La fiesta vigilada (Anagrama, Barcelona, 2007) y Villa Marista en plata. Artes, política, nuevas tecnologías (Colibrí, Madrid, 2010). Reside en Madrid.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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