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Un hombre colgaba de una palmera amarrado por una soga al cuello, mientras el tráfico fluía con su pesadez habitual a lo largo de una carretera que bordea la costa norte de Puerto Rico. Más de un conductor debió haberse percatado del morboso espectáculo del suicida columpiándose en el vaivén de la brisa salitrosa. No fue hasta casi dos horas después del desafortunado acontecimiento que las autoridades intervinieron y descolgaron el cuerpo. Dentro del ya casi permanente estado de realismo trágico, terminé por aceptar que la violencia se ha alojado en nuestro tejido existencial con invasividad parasitaria.

La violencia en mi país ha pasado a ser anatema, la fruta podrida del paraíso: un impasible performance.

En términos engelianos, la violencia, ya sea en su modalidad pasiva o agresiva, es siempre el reducto de dos fuerzas en yuxtaposición, una dialéctica entre opciones de poder, a veces instintiva, pero la mayoría de las veces, calculada y racionalizada. Foucault ha teorizado sobre la incompatibilidad ficticia entre la razón y la violencia, donde el fin primordial del acto violento es manifestar una fuerza que a corto o largo plazo se impondrá sobre otra, ya sea como imposición física, simbólica o ideológica. La violencia siempre resguarda el daño, anulación o disolución de la fuerza opuesta. Significa, a la larga, un modo de destrucción, un cambio paradigmático, reversión de valores, una semiótica de la transformación, que puede venir de un grupo dominante sobre otro menos privilegiado, o viceversa como reordenamiento de las redes imaginario-simbólicas. A la larga, un modo perverso de creación.

 

 

Toda acción confiere una reacción. Por eso, en algún sentido, desde que todas las relaciones se establecen en torno al poder y al orden, la violencia se imprime con el trazo inefable de la condición humana. Es nuestra circunstancia de supervivencia animal, solemos decir con la impavidez de las estatuas de sal, y luego nos tiramos a disolvernos en conformidad. Esa es nuestra aparente rendición. Para los puertorriqueños, es la radiografía de la docilidad.

En Puerto Rico, el deterioro de los fundamentos sociales parte primordialmente del hecho que somos un país que ha sido desposeído de su historia, revestido de narrativas fundacionales y acelerado hacia su autodestrucción. Somos, ante la mirada de los primeros colonos españoles, un país manso y perezoso, decía Cólon, y, por tanto, propicio para “cristianizarnos”. Más de cien años después de la llegada de los navíos, y en una Carta del Obispo de Puerto Rico Don Fray Damián López de Haro a Juan Díez de la Calle, se nos denigraba bajo la mirada violenta del poseedor  que nos veía como siluetas en una tierra donde  habitaban “hermosas damas faltas de donaire” y donde nacían “la ambición y la embidia (sic.)”, una mirada que nos estrangula desde el ojocentrismo europeo dominante hasta la invasión estadounidense de 1898. Casi 62 años más tarde, el epítome conflictivo se baña en la tinta de René Marqués, quien reacciona en 1960 a un artículo publicado por un periódico de habla inglesa en Puerto Rico, firmado por Alfred Kazin, que proponía a los puertorriqueños como seres dóciles habitados por un intenso sentido de culpa.  Marqués no desmiente a Kazin: la violencia del colonizador reverbera en los primeros intentos de los pensadores isleños Antonio S. Pedreira (Insularismo, 1934) y de Emilio S. Belaval (Problemas de la cultura puertorriqueña, 1935) en definir la constantemente evolutiva identidad puertorriqueña. Marqués, que tituló sus comentarios en el ensayo “El puertorriqueño dócil”, atribuía la condición de país violentado al sentido de “aplatanamiento” de la raza puertorriqueña.

Marqués es un referente de cambio en la expresión de la literatura puertorriqueña y su presencia pudiese referir dos tiempos en la historia del país: antes y después de Marqués. Su propósito en ensayar sobre las expresiones de Kazin es considerar, a la luz de la literatura puertorriqueña de entonces, la manera en que un país “pacífico” y “tolerante” puede producir una literatura de violencia, en la cual destaca el suicidio como recurrente acto de autodestrucción. Lo que aflora del texto de Marqués es que el puertorriqueño violento es una ficción, un mito reproducido de los pocos intentos, todos fallidos, en reinterpretar la puertorriqueñidad como acto de independencia política. Tal es el caso que la única revolución exitosa en Puerto Rico ha sucedido solamente en el plano de la mitificación narrativa del cuento de Luis López Nieves titulado “Seva”, que es el nombre ficticio de un pueblo que logra contener, admirablemente, a la poderosa armada estadounidense durante su invasión a la isla de Puerto Rico. Pero, como ha discurrido uno de nuestros más lúcidos intelectuales, Carlos Pabón, se trata de vivir lo que pudo haber sido, y no lo que irremediablemente fue.

La relevancia de estos datos no sólo es pertinente a nuestra presente discusión por la manera en que se enfrentan a la realidad puertorriqueña, sino porque son a su vez reacciones a las narrativas agresoras que construyen la realidad histórica y ficcionizan el país. La frustración histórica ha degenerado en agresividad y por ende en la violencia nuestra de cada día, la que, curiosamente, no se manifiesta contra el colonizador o el agresor, sino contra nosotros mismos. La condición política que persevera en la Isla no ha dado espacio hacia otro horizonte que no sea el de anularnos nosotros mismos.

Nos hemos convertido en nuestros propios verdugos.

El puertorriqueño no ha dejado de ser dócil: ha cedido una vez no solamente al imperante orden político que administra la última colonia del mundo, sino que se ha doblegado ante quien empodera la subalternancia, que es el mundo del tráfico de drogas, armas y hasta de obras de arte robado. La narcopolítica se arrastra subrepticiamente y de pronto las ramas de poder político quedan afectadas por su propio deseo de preservar la hegemonía social y han traficado la paz para mantenerse a flote. Y nosotros hemos aceptado todo esto como si fuera una fiesta rabelesiana. A las víctimas del narcotráfico, las hemos endiosado y mitificado: velatorios de cadáveres sentados en motora, o al volante de una ambulancia, e incluso de pie (el conocido “muerto para’o”). Los periódicos los ensalzan como noticias de primera plana. Nos admiramos. Los celebramos. Nos reímos. Todo con la docilidad manifiesta de quien rinde las armas de la voluntad posible.

La antinorma es la norma. El trópico es entrópico.

Necesitamos sabernos en control de algo o alguien por evadir el naufragio de la promesa que nunca se cumplió. Fracasadas las utopías, no nos ha quedado otro derrotero que canalizar esa frustración de la tierra prometida que nunca llegará en otras maneras de empoderamiento. La gran mentira del proyecto de la Iluminismo nos ofreció la ilusión del progreso, otra forma de violencia gratuita, que es la del discurso del porvenir. El progreso por fin, le promete la auriverde[1] a los brasileños, del mismo renglón positivista con el que se construyó el porfiriato de “orden y progreso” en México. En Puerto Rico, la forma de ese orden progresista se basaba en el lema “Pan, Tierra y Libertad”, signos que conjugaban la divisa positivista del proyecto de modernización del país de Luis Muñoz Marín, hacedor de sueños a partir de la década del 1950. Entonces, éramos muchos; éramos demasiados. Y fuimos inducidos a abordar la “guagua”, el Airbus inmaculado que nos llevaría a Nueva York.

Lo que no estaba expuesto en el libreto era el hecho de que, durante la década del macartismo, la complacencia y la sociedad de consumo, las burguesías estadounidenses abandonaron las ciudades para buscar la paz de los suburbios. La ciudad quedó, así, como diría Kerouac, para los vagabundos del dharma: los menos privilegiados, los desamparados de la sociedad. Fue el inicio de la cultura urbana del llamado “Inner City”: todas las minorías juntos, sumadas a la oleada de puertorriqueños en búsqueda de oportunidades de vida en la ciudad violenta de los cuentos de Pedro Juan Soto. Con el paso del tiempo, el “American Dream” no sería para nosotros; tampoco el “Boricua Dream”, dado que ya a mediados de la década del ’70, el sistema de gobierno puertorriqueño se nos había muerto en las manos.

En Estados Unidos, éramos boricuas; en Puerto Rico, éramos de Estados Unidos. Así lo describe Judith Ortiz-Coffer, ensayista y novelista puertorriqueña que escribe en inglés. “AmeRícan”, diría el poeta Tato Laviera. Una isla voladora, como la del tercer libro de los viajes de Guliver, digo yo.

Mientras el nacionalismo boricua comenzó a construirnos una patria que nunca fue, los anexionistas nos creaban un estado que nunca sería. Lo que queda entre medio, como sustracción presente, es el Imperio de la Nada: la destrucción de todo lo que fuimos y hasta de lo que seremos; la cancelación de los criterios éticos, morales y civiles por lo que ha venido a surgir como una concatenación de subculturas-estado, donde las gangas y organizaciones criminales establecen sus propios criterios, los que pretenden impulsar con el convencimiento de la bala. Si las promesas se han quebrado, si mi mundo feliz no llega, yo saldré a buscarlo y a crearlo a mi modo, parecen decir. Es, por un lado, el hijo malnacido de la resistencia y la trasgresión; por otro, es el triunfo del materialismo: todos los hombres son creados iguales en la medida que puedan acceder a los mismos utensilios de consumo.

En todo caso, la ilusión de progreso se nos derribó. No vamos a ninguna parte.

A la palabra la precedió el deseo, y de igual manera, la desigualdad en una sociedad moldeada bajo el ideal del consumismo se convirtió en el precedente del actual estado de violencia. La vida en el carril expreso presume que no todo se obtiene a pulso de sudor y paciencia, sino de sangre y prisa. Nos fuimos convirtiendo en la pesadilla del Caribe con la fijación oral de vivir de las ayudas financieras de los Estados Unidos. Give the people what they want, parece leer el eslogan de siempre. ¿Nos habremos preguntado en algún momento si recibíamos lo que necesitábamos? La frustración transmuta hacia su manifestación violenta. Inducidos a creer que ya no queda trascendencia, nos patologizamos en la inmanencia del yo. Nos hemos reducido a meros fragmentos inconexos y sin dialogismo. La extrema forma de poder es la de Todos contra Uno, y la extrema forma de violencia es la de Uno contra Todos, dice Hannah Arendt; en Puerto Rico, la frustración y la violencia nos han dispuesto en un todos contra todos.

La subcultura del narcotráfico es la cultura dominante. Tal podría esperarse de una isla que depende de la industria farmacéutica como uno de sus pilares económicos, en Puerto Rico se consume de todo, desde estupefacientes de diseñador hasta heroína y cocaína. Sin embargo, a tono con nuestra realidad económica, cuya inversión es mayormente extranjera, en Puerto Rico no se cultiva la amapola ni la coca. Entonces, ¿de dónde provienen y cómo llegan aquí, si el transporte de comercio marítimo es controlado por la Marina Mercante de los Estados Unidos de América? Al igual que sucede con el creciente mercado de contrabando de armas de fuego, me sospecho que se trata de un implante cultural, una desviación para mantenernos en servilismo, una pieza de un esquema mayor en el que la política estadounidense depende de la industria de la violencia para mantener el bienestar de unos pocos a costillas de los muchos, una realidad expuesta en el hecho que el contrabando de drogas en América Latina tiene como destinatario a los Estados Unidos, país que a su vez hace su público su fetichismo craso por las armas de fuego, a las que no sólo se debe tener acceso por derecho propio –como defiende Sarah Palin–, sino que constituye un poderoso entramado industrial que robustece la economía. Su inestabilidad interna es la que mantiene a los demás países latinoamericanos en descontrol nacional, como sucede en Colombia, México o Perú.

La violencia es consciente, ha dicho Foucault. No antecede órdenes ni estructuras, y en su lugar nace de la propia subjetividad de sus prácticas, propósitos y despropósitos. La violencia no es la interrupción de la cronología histórica, sino su continuación. Por eso, no puede ser singularizada, como expresa  Arendt, pues, aunque guarda cierta arbitrariedad, no se manifiesta de una sola manera. Por ejemplo, podemos cuantificar que en los 365 días del 2010, se cometieron en Puerto Rico un total oficial de 983 asesinatos y 215 suicidios. Sin embargo, otras formas de violencia interna se manifiestan y concurren con los asesinatos y suicidios, y no siempre desembocan en muerte. La violencia es un monstruo de mil rostros: desde el “bullying” en las escuelas y la violencia doméstica, hasta las proyecciones de la cultura de la imagen nos sirve como cuestión de modo.

Durante la despedida de año de 2010, un niño de catorce años murió víctima de una bala perdida cuyo origen aún es desconocido. En la zona del crimen se encontraron sobre 22 casquillos de balas, pero ninguna correspondía con el calibre de la bala homicida, lo que da a entender que hubo otras armas que dispararon esa noche. Sin embargo, nadie vio nada. Más tarde, ese mismo día, un hombre invitó a su familia para una cena de año nuevo y en medio de la misma, los roció con combustible y luego los prendió en fuego. Días más tarde, un sexagenario que conducía por su comunidad a toda velocidad arrolló a una niña de siete años; la comunidad, en represalia, tiroteó un hijo del victimario y le incendió la casa. En resumen, apenas contados 14 días en el nuevo año, Puerto Rico ha registrado un total de 57 muertes violentas, la mayoría relacionadas al trasiego de drogas.

Todos contra todos, por supuesto. Esto es lo que hemos construido.

El continuo de la violencia nos succiona y nos quedamos sumisos y en conformismo. Eso es así, diría un puertorriqueño en la calle. Es el imperio en función.

De la frustración hemos procreado la hostilidad como signo de oposición.  Hemos sido explotados, utilizados y manipulados, es cierto, pero, lo que se nos desnuda es la vulnerabilidad: el miedo a ser atacado, herido, eliminado. Ser rebelde es fácil porque la violencia, hemos dicho antes, es natural. Pero ser humano no es, precisamente, ser natural. La conducta humana es como el lenguaje, como las leyes que se construyen con el mismo, como la identidad y la cultura: se construye. Ser humano, por tanto, ser cívico, es aprender a serlo. La tendencia del mundo es hacia el desorden: lo difícil es conceder un orden. Como dice Savater, “en un mundo de violencia y terror, el único rebelde es quien se subleva contra la necesidad de violencia y el terror”.

Así que permanecemos sentados en una colina, tocando el cuatro, y viendo el país arder. Es el momento idóneo de comenzar a pensar en la creación, que siempre nace de la destrucción.

 


[1] La “auriverde” es el nombre que se le da la bandera de Brasil, en la que se lee la consigna “Ordem e progresso”, u “orden y progreso”.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Elidio La Torre Lagares
  • Biografía:

    Es poeta y narrador. Ganador del Premio Nacional de Poesía Julia de Burgos 2008 por /Ensayo del vuelo/. Sus novelas /gracia/ e /historia de un dios pequeño/ han sido premiadas en su país. Su trabajo más reciente es /Correr tras el viento/, novela pulp literaria

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