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La mañana del miércoles 24 de septiembre del 2008, dos días después de haber llegado a Tijuana en medio de una loca travesía que yo misma me impuse para entender mejor la guerra del narcotráfico en México, conocí a Felipe Ramón Espinoza, un joven de unos 20 años, mirada aguda y una desdentada sonrisa. Llegué hasta allí para retratar, en líneas, video y fotos, ese país que se parecía tanto al mío y que afrontaba una oleada de muertes sin tregua como la que habían sufrido las ciudades de Medellín y Cali, en Colombia, a finales de los 80 y principios de los 90.

Compartimos casi hora y media en la que me contó sus desventuras y sus ambiciones. Nuestro enlace fue un agente de la DEA, inicialmente, que me llevó hasta otro de la CIA que lo usaba como informante. Su entrevista fue la antesala de una reunión con un hombre de los Zetas, a las afueras de Tijuana. Me habló, al igual que Ramón, porque era una periodista extranjera y sabían que el mensaje cruzaría las fronteras de los medios mexicanos que, por cierto, estaban iniciando un comprensible silencio ante el tema.

Lo que veía en Tijuana era el vivo retrato de lo que había vivido en Colombia. De la lucha de carteles y poderes entre la que creció mi generación.

Después de estas dos entrevistas y otras más, salí casi que huyendo de Tijuana luego de que un policía me obligara a pagarle 500 pesos para que no se quedara con mi cámara de video. Al llegar al DF me enclaustré en el hotel que había reservado, pero una llamada de “alguien” me hizo empacar nuevamente y salir hacia el aeropuerto. “Tiene 12 horas para irse de aquí”, me dijo a través del teléfono un hombre que llamó a mi habitación. En el hotel nadie me dio razón de dónde provenía la llamada.

Mi siguiente parada fue en Panamá. Allí quería comprobar cómo los narcos colombianos y mexicanos se reunían en exclusivos lugares de la ciudad para cerrar negocios y alianzas. Al llegar al hotel había nuevamente una llamada, esta vez era de mi fuente de la CIA quien me avisó que esa mañana había aparecido asesinado, junto a otros 16 jóvenes, Felipe Ramón. Fue torturado, le cortaron la lengua y de ella clavaron con una puntilla un letrero que decía: “por sapo”.

Ramón me había advertido en el puesto callejero de tacos de La Cagüila, zona de prostitución de “medio pelo” al final de la Avenida La Revolución (centro de Tijuana), que su alma ya estaba vendida y estaba preparado para cualquier cosa.

“Si tú quieres vivir y llevar lana a tu casa, pues hay que trabajar... en lo que salga. En lo que los padrinos digan. Aquí no se puede ser coyón (miedoso)”. Esas palabras, las últimas que le escuché, me martillaban la cabeza mientras trataba de controlar los nervios en el lobby del hotel Venetto. Creí desconsoladamente que mi curiosidad de periodista lo había matado, pero en verdad, su alma y su vida tenían precio desde muchos meses atrás.

Él y los otros muchachos estaban apadrinados por uno de los capos de los Arellano Félix. Quien se alineé en uno de los bandos sabe lo que le espera.

Eso le ocurrió a centenares de niños y jóvenes en Colombia, que se desvivían por ser sicarios de Pablo Escobar o de los hermanos Rodríguez Orejuela. El proceso mexicano ya lo vivimos y luchamos de todas las formas para no volverlo a repetir. Cada masacre anunciada por las agencias internacionales, o cada periodista muerto o amenazado, nos lleva de inmediato a los aciagos días del narcotráfico. Cuando la muerte se paseaba por las calles de barrios, ciudades y medio país, sin que los gobernantes de turno y las autoridades pudieran hacer algo.

Perdimos tantas vidas y el periodismo ganó y perdió tanto, que lo que recogemos ahora solo puede ser ganancia que muchas veces no sabemos capitalizar. Los periodistas de esos largos y dolorosos años fueron valiente guerreros épicos que se enfrentaban a los más temibles enemigos con las lanzas y los escudos de la palabra. Les heredamos, tal vez, el coraje. Pero como nuestros países latinoamericanos tienden a perder la memoria histórica, hoy en día son muy pocos los que se atreven a denunciar con esa gallardía. Eso es lo que no debe perder México. La prensa es la base de la reconstrucción y aquí a veces se nos olvida.

Por eso creo que la mejor enseñanza que me dejó nuestra guerra colombiana –la de las drogas- y la que me ha dejado la guerra mexicana, simbolizada en la sonrisa desdentada de Ramón, es que las soluciones más allá de ser militares, de estrategias policiales de Inteligencia y de exterminio de los capos, tienen que ser sociales.

Mientras los niños de los barrios marginales de Tijuana no tengan un plato de sopa en su casa y un cuaderno para ir a la escuela, o los jóvenes de las comunas de Medellín no crean en el futuro y puedan acceder a un trabajo o a una carrera universitaria, seguirán pululando los Ramones y los sicarios.

Aquí el problema no es de armas. Es de generaciones. Las generaciones que crecimos en medio de la violencia y las que hoy en día están creciendo con la imagen de los masacrados y los secuestrados. México no puede esperar 30 años para buscar la solución.

Colombia hoy es referente de lucha contra las drogas. Lo importante es no copiar solo lo bueno, porque lo que no supimos hacer nos puede llevar nuevamente al punto de partida.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Jineth Bedoya Lima
  • Biografía:

    Periodista. Desde 1996  trabaja en medios de comunicación cubriendo el conflicto armado colombiano. En el 2000, cuando laboraba en el periódico El Espectador fue secuestrada, al parecer por paramilitares que la golpearon, torturaron y violaron. Pese a esto nunca quiso exiliarse y siguió laborando en su país. En el 2003 nuevamente fue secuestrada, esta vez por las Farc. Actualmente es la subeditora de la sección Justicia del periódico EL TIEMPO. Ha escrito 5 libros sobre conflicto, es conferencista del Centro Latinoamericano de Periodismo y entre los reconocimientos tiene varios premios internacionales.

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