NUESTRA APARENTE RENDICION

Vi mi primera amenaza de muerte cuando tenía nueve años. Era junio de 1984. No recuerdo las palabras exactas que había en la carta, pero sí que habían sido recortadas una por una de revistas de papel periódico. Puedo ver esa página doblada en tres partes: se la habían enviado a mi mamá, que le entregó su vida al Estado durante los sangrientos años ochenta, porque desde que tengo memoria ella se ha negado a jugar el juego de tantos hampones que viven en Colombia. Veo esa carta en el mueble de la entrada del apartamento: la había dejado un cartero cualquiera, porque en ese entonces aún había carteros, en la portería del edificio en el que vivíamos. La dejaron porque, por supuesto, mi mamá no quiso hacer lo que algún corrupto de tantos le propuso: yo siempre he sentido este orgullo de ser su hijo porque no ha dado su brazo a torcer, pero no recuerdo, en este momento, si fue por negarse a darles unas emisoras a los carteles de la droga o por enfrentarse a unos delincuentes que querían tomarse el ministerio en el que trabajaba. Preferiría no llamarla a su casa a preguntárselo. Quiero que duerma en paz esta noche.

Mañana le diré que he estado respondiendo la pregunta que me hace este proyecto, Nuestra aparente rendición, de cómo ha tratado de entrar la violencia en mi vida: la pregunta de qué he tenido que ver yo con la violencia que se nos vuelve costumbre. Y le diré mi conclusión para evitarle la lectura de tantas cosas que ya sabe: le diré que, a pesar de lo que nos ha pasado y gracias a lo que nos ha pasado, estoy más que listo para hacer mi propia familia de raros.

Cuando cumplí los diez años, supe que a uno lo pueden matar un día, de golpe, en una esquina de cualquier ciudad. Era noviembre de 1985. La guerrilla se había tomado el Palacio de Justicia a sangre y fuego y el ejército se lo había vuelto a tomar de la misma manera. Había llamado a nuestro 2569556 el doctor Humberto Mora Osejo, el sabio Consejero de Estado que ha sido el verdadero papá de mi mamá, y que sobrevivió de milagro a esos dos días de guerra en el Palacio, y lo había hecho desde debajo del escritorio: “mijita”, le dijo a mi mamá, “voy a salir a negociar con estos señores”. Horas después había muerto todo el mundo, desde los empleados de la cafetería hasta los magistrados de la Corte Suprema, desde el hombre que reemplazó a mi mamá como magistrado auxiliar de la Corte, Carlos Urán, hasta el tío Lisandro que llamaba todos los domingos a la hora equivocada, y que me sucediera a mí lo que me pasó en las semanas siguientes, que veía a un hombre armado con una ametralladora en el corredor de nuestro apartamento, era una pura cuestión de tiempo.

Dejé de verlo pronto, no me quedé quieto ante esa alucinación de mi miedo como no me he quedado quieto en los demás tiempos difíciles, pero sí alcancé a entender que vivir en Colombia era vivir en suspenso: sí supe que vivir en Colombia era valiente.

Tendría que haberlo comprendido antes, claro, pero hice lo que pude para ser un niño, más que todas las personas que conozco. Tendría que haberlo entendido el día que encontré a mi mamá, sentada en el suelo del cuarto del televisor, con una caja de icopor[1] llena de recuerdos en sus brazos: estaba viendo el ejemplar del periódico en el que contaban que a su hermano que adoraba, el abogado Alfonso Romero Buj, hijo del senador Alfonso Romero Aguirre, padre de tres buenos muchachos y defensor de los trabajadores maltratados, lo habían asesinado en la Avenida Jiménez de Bogotá al lado de su esposa embarazada. Algo me explicó mi mamá. Algo me dijo sobre estas cosas que pasan en Colombia. Algo me orientó sobre cómo ser verdaderamente liberal era un peligro en el país en el que vivíamos. Y de inmediato, por supuesto, me aclaró que había que quedarse acá para que la gente violenta no pudiera quedarse con todo. Y que no había que vivir con miedo.

Si alguien se rebela en una fila de colombianos, si en una fila de colombianos alguien grita “llevamos tres horas esperando”, seguro que es un alemán. O mi mamá. Mi mamá, que desde muy niña tuvo la fortuna de comprender que uno hace su propia familia como quiere y con la gente que quiere y con la generosidad que le dé la gana, y que siempre nos dejó claro, a mi hermano y a mí, que no teníamos que encajar a la fuerza entre los normales, que los normales eran tan intolerantes como hipócritas. Ha vivido una vida de frente: de persona que comprende las cosas del corazón pero que no les permite el paso ni a los hombres ni a las convenciones que nos dañan. Yo supe siempre, en el fondo de mi cabeza de niño, que ella se jugaba la vida en sus trabajos, que le habían matado al hermano favorito con el que trabajaba cara a cara en una oficina en el centro de Bogotá, que había crecido, la pobre, con la sensación de que la policía podía meterse a la casa de uno a ver si era comunista.

Pero sólo entendí que podía pasarnos algo en noviembre de 1985: oyendo, hora por hora, la masacre del Palacio Justicia.

También entendí que teníamos que tener sentido del humor y que teníamos que seguir viviendo. Y creo que para entenderlo me sirvió mucho esta pequeña noticia: mi padrino de bautismo, Iván Magyaroff, que es el esposo de la verdadera hermana de mi mamá y al tiempo mi papá de reemplazo, parqueó su adorado Dodge Alpine verde en el sótano del Palacio de Justicia, salió del garaje justo cuando entraron los guerrilleros y lo encontró intacto a los dos días entre las ruinas de los demás vehículos. Hoy, veinticinco años después, de vez en cuando pasa por mi casa en ese carro.

Lo que vino el año siguiente, 1986, me convirtió aún más en la persona que soy, este bicho raro hijo de bichos raros que cree firmemente en el destino, en decir lo que se piensa, lo que se siente y lo que se ve de la mejor manera posible, y en hacer lo que sea por la mujer con la que vino a vivir esta vida en este preciso planeta, pero no recuerdo que me haya tomado por sorpresa. Mi mamá se convirtió en la secretaria jurídica del gobierno de Virgilio Barco una semana antes de que yo cumpliera once años. Y desde el principio, desde que llegaron los escoltas a nuestra casa y nos pusieron esa extraña línea directa con el Presidente, fue claro que no tendríamos nunca las costumbres de los otros, que la vida era leer entre líneas, que estábamos siempre en suspenso. Supongo que todo eso, creer en el destino, decir lo que es, ser los otros, leer entre líneas y estar en suspenso, es lo que me ha llevado a escribir estas cosas que escribo. Supongo que, entre todas las cosas que me han hecho lo que soy, también me ha hecho la violencia

El punto es que por cuenta de la pelea del gobierno con el cartel de Medellín, que Barco, me consta, lideró él mismo así sus enemigos sigan propagando la leyenda de que tenía Alzheimer, pasamos cuatro años de crimen en crimen, de estallido en estallido, de amenaza en amenaza. Sabíamos que algo malo había pasado porque mi mamá no llegaba esa noche a la casa o porque los escoltas nos sacaban del colegio o porque temblaban los vidrios de la sala. Recordábamos que a uno podía tocarle su turno porque una amiga de la casa no alcanzaba a subirse al avión que voló Pablo Escobar o porque alguna persona del gobierno era abaleada[2] en la calle o porque cada tanto esperábamos el informe de inteligencia de qué tan amenazada estaba nuestra secretaria jurídica. No quiero invadirle el espacio ni a las viudas ni a los huérfanos ni a todas las víctimas que ha habido todos estos años en este país. Quiero responderme a mi mismo, ya que este proyecto me lo pregunta, la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad: que la violencia colombiana sí le ha dado alguna forma a mi carácter. Quiero decir que esos cuatro años, de 1986 a 1990, me dieron la información sobre la violencia que guardo en alguna parte de mí.

Ha habido otras fechas que me han recordado en dónde estamos parados, el día que asesinaron a Enrique Low, el secuestro de un amigo que no tenía un solo peso en el banco, o el encarcelamiento sin pies ni cabeza, de tiempos de dictadura, del papá de una amiga mía, pero esos cuatro fueron los años que lo definieron todo: de 1986 a 1990. Si nos parece normal que Bogotá viva militarizada, si no nos sorprende que la gente vaya a comer a un barrio en el que sucedió un atentado la noche anterior, si no nos parece de película que los vigilantes busquen explosivos en las carteras de las mujeres en las entradas de los centros comerciales o que se hagan simulacros en los colegios en caso de que estalle una bomba, es porque sabemos cómo son las cosas. Si no me he preocupado las pocas veces que me han enviado algún e-mail anónimo pidiéndome que mire bien por encima de mi hombro cuando salga de mi apartamento, en los diez años que llevo escribiendo columnas de opinión, es porque sé que cuando lo van a matar a uno, uno suele ser el último en saberlo.

He tenido cerca el estadillo de tres bombas: la que pusieron en la sinagoga de la calle 94, la que pusieron en el Centro 93 y la que pusieron en la escuela militar de la calle 100[3]. El día en que pusieron la última que se me ha quedado en el oído, a comienzos de octubre de 2006, me trasteaba yo del edificio en donde viví la vida que tuve que vivir al edificio en el que he estado viviendo –descubriendo, construyendo, protegiendo- la vida que vine a vivir. Fue raro irse de ese lugar, del edificio La Gran Vía, donde llegaban las amenazas de muerte, entrábamos al garaje con un alivio que no reconocíamos y esperábamos todas las noches que mi mamá llegara bien. Fue raro irse y mucho más de esa manera. Pero tenía que pasar. Quien conoce las leyes del drama, sabe que el primer acto tiene que acabarse en algún momento para darle paso a la historia que nos corresponde: a eso que han llamado “el destino” desde el principio de los tiempos.

Anoche, en la primera comida de esta navidad [2010], un profesor alemán me preguntó en un momento dado por qué los colombianos nos resignábamos a hacer filas inútiles, por qué no gritábamos de desesperación, por qué soportábamos tan bien una parte del mundo tan deshecha. Yo le respondí que no podía responder por todos. Pero que sospechaba que, acostumbrados a las cuestiones de vida o muerte, tendemos a dar las peleas que en verdad valen la pena. La nuestra es la rendición aparente que investiga este proyecto: eso es. Lo que hace que este país no se desbarate como su rompecabezas es que cada quien, mientras gente como mi mamá da las batallas, le dedica la gran mayoría de su energía a estar bien. Yo, que soy el único ejemplo que he usado en este texto, no soy una persona con miedo gracias a ella. Digo lo que pienso. Digo lo que siento. Escribo cuentos, novelas y columnas sobre todo esto que he dicho. Hago las filas que tengo que hacer pero me niego a quedarme en las que no tienen sentido.

Combato. Pero no me encuentran los problemas ni la violencia porque lo que me importa es nuestra vida.

 


[1] Unicel en México, Porexpan en España.

[2] Balaceada en México, disparada en España.

[3] De la ciudad de Bogotá.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Ricardo Silva Romero
  • Biografía: (Bogotá, 1975) es el autor de las novelas Relato de Navidad en La Gran Vía (Alfaguara, 2001), Tic (Seix Barral, 2003), Parece que va a llover (Seix Barral, 2005), El hombre de los mil nombres (Seix Barral, 2006), En orden de estatura (Norma, 2007) y Autogol (Alfaguara, 2009). Ha publicado el poemario Terranía (Planeta, 2004), una biografía de Woody Allen titulada Incómodo en el mundo (Panamericana, 2004) y el libro de cuentos Sobre la tela de una araña (Arango, 1999). En agosto de 2007 fue elegido por el Hay Festival como uno de los 39 escritores jóvenes más importantes de Latinoamérica. Es el comentarista de cine de la revista Semana desde agosto de 2000. Escribe su columna de opinión "Marcha fúnebre" para el diario El Tiempo. Es parte de las revistas Arcadia y SoHo.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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