Esto nos indica que la paz surge como una necesidad para entendernos bajo un régimen de derecho. La paz se entiende como el orden. Un orden que se estructura en torno a instituciones específicas que legislan e imparten justicia, un orden administrado bien sea por los ciudadanos, por una figura absoluta o por una institución vertical e incuestionable, llámese clero, partido o milicia.
Tomando en cuenta estas consideraciones y un par de citas, se puede abordar el tema de la violencia en América latina. Y aún así podría resultar ambicioso.
Se dice que la América latina está hermanada por una lengua y una historia común, pero una vez que se supera el impacto del clisé, vemos entre sus pueblos, al menos, un gran desconocimiento, se asume que el otro es hermano, pero un hermano del que conocemos poco o nada.
Podríamos establecer semejanzas; la violencia nos hermana. La forma como fuimos conquistados, como se extendió a través del vasto territorio un orden municipal de cabildos, capitanías generales y virreinatos que rendían cuentas a una metrópolis lejana. La Pax de España. Más tarde la independencia y como consecuencia de la ruptura, el desencuentro y luego el intento hegemónico gran colombino o panamericano, volver a reunir a la hispanidad independiente -un sueño que aún persiste - en una gran patria bajo un solo orden; en cambio la reafirmación de las identidades regionales dio vida a muchas republicas tutelada en casi todos los casos por militares, débiles institucionalmente y amenazadas siempre por intereses internos y externos, inestables y telúricas.
Recuerdo ahora el primer párrafo de un cuento magistral de Roberto Bolaño.
Este primer párrafo es un estigma.
El primer párrafo de El Ojo Silva.
De la misma manera, hay otra imagen en Cien años de Soledad. La de los hijos de El coronel Aureliano Buendía, todos marcados un miércoles de ceniza, con una cruz en la frente. Todos exterminados.
En la novela de Mario Vargas Llosa, La Guerra de fin de mundo, un santón, un mesías, El Consejero, humaniza en el fanatismo a una muchedumbre marginada, sin identidad, desconocida y relegada en una ignota tierra desierta.
Luego, una carta del General Simón Bolívar dirigida al general Juan José Flores, en donde el destructor de un imperio y el inspirador y constructor, en gran medida, de una nueva realidad, exclama con amargura y un inapelable escepticismo, el fracaso de su empresa: La América es ingobernable para nosotros, y con esta premisa construirá una especie de decálogo donde condena de forma trágica el futuro de las naciones que su voluntad, su brazo y sus milicias hicieron posible. Pocos se han detenido en esta carta realista y humana; y muchos sí, en sus delirios de gloria.
Y con estas imágenes, con estas constantes, continuaré sacando adelante algo que se acerque a la coherencia, partiendo de mis conocimientos, de mis indagaciones vitales e intelectuales, algunas conclusiones sobre la violencia, en principio en mi país, y luego trataré de pensarla en otros ámbitos que me son afines y cercanos.
Hace tempo leí un ensayo de Francisco Herrera Luque sobre la violencia en Venezuela, que trataba de explicar los altos índices de criminalidad acercándose a los tiempos de la conquista; partía de la idea de que quienes vinieron a “civilizarnos” en gran medida eran desterrados, delincuentes y marginales; no fueron los grandes hombres del siglo de oro, sino los excluidos de la España católica, la gente que no tenía un lugar en aquel orden que se instauraba en Europa, el último imperio romano, el bastión sacrosanto del catolicismo. Estos excluidos trajeron con ellos sus lacras, los elementos que los deshumanizaban ante aquel renacer de Roma en Madrid. Hombres sin patrimonios, desposeídos de toda dignidad, de arraigo, trasvasaron según el autor de Viajeros de Indias, sus resentimientos, sus respuestas reactivas ante las realidades adversas, su dificultad para reconocerse en alguna estirpe, casta o clase, sólo sedientos de algo que les diera alguna dignidad, que los integrara al mundo del cual habían sido expulsados, el oro, el poder, la consumación violenta, la realización a través de la figura del más fuerte, del más capaz, de aquel que fuese el gran trasgresor, una figura que escupiera en nombre de todos ellos, el rostro de quienes los habían expulsado. Fueron bandoleros, militares de muy mala conducta, avaros de toda calaña, traficantes; era la extirpe de Caín con el estigma en la frente.
A través de las anteriores conclusiones, creo recordar, Francisco Herrera Luque trataba de explicarse una forma de violencia, una violencia que ya en aquellos años tempranos, a finales de la década de los sesenta del siglo pasado, lanzaba estadísticas alarmantes para la sensibilidad del investigador. Él establecía un parangón entre la violencia del venezolano y la del salvadoreño, dos naciones con características demográficas similares, y similares manifestaciones de crueldad en sus actos violentos.
Ahora trataré de darle un giro al discurso, pequeño, imperceptible. Vuelvo a la historia, pero trabajaré un concepto. Siempre ha estado presente el concepto cívico militar en los hitos de cambio histórico de nuestras naciones. Pensemos en la Sociedad Patriótica, aquella que forzó la declaración de independencia en Caracas fue una logia de hijos de terratenientes, todos coroneles de milicia, con experiencias vivenciales en Europa, influenciados por los crueles e idealistas jacobinos de la revolución francesa y el advenimiento de Napoleón Bonaparte, sus conquistas y triunfos contra reyes ungidos por la voluntad divina; algunos intelectuales en ciernes y señoritos de la buena sociedad de aquella villa del centro de una capitanía general, fueron los más radicales, ellos impusieron un criterio sobre la idea de Las Cortes en defensa de los derechos usurpados de Fernando VII. ¿Trescientos años de calma no bastan? Exclamaría el joven coronel Simón Bolívar. De aquella manera insurgía en contra de la paz del orden español que había hecho próspera durante tanto tiempo a su propia familia, era aquel un llamado a romper una institucionalidad sin tener muy definida la institucionalidad que reuniría a las naciones independientes luego de la fractura, tenían algunas ideas románticas como lo refiere en El Discurso de Angostura, del modelo de las republicas liberales de la América de norte y de la experiencia francesa.
Es necesario asomarnos un poco a aquellas realidades para buscar la luz en la presente. Una voluntad respaldada por las armas y por la voluntad de una élite civil encarnará la independencia de España. Al menos en Venezuela, es una minoría que dejará afuera a una masa sin rostro, un conglomerado que no se sentirá representado por sus libertadores y que abarcando grupos diversos de excluidos en el proyecto patriótico, pardos, zambos, canarios, negros, españoles peninsulares –llamados despectivamente blancos de orilla por sus libertadores, -se alzará en armas contra sus redentores y se humanizará de nuevo con el sesgo de fanatismo que caracteriza a los excluidos, en torno a las figuras de caudillos, de hombres fuertes, que en el nombre de España, logran derrotar a aquellos terratenientes libertarios y que sin patria y sin rey, van a hacer imperar el caos por años. La guerra de la Independencia en Venezuela, se convirtió en una guerra civil, una guerra entre gentes de un mismo territorio, en una situación anárquica y cruel que cobraría la vida de dos tercios de la población. De esa realidad nacimos, de esa realidad venimos, y sobre esa realidad, ya como repúblicas independientes, con la cruz de ceniza en la frente, incapaces de escapar de la violencia o de establecer gobiernos que garantizaran una paz duradera, se va a transitar todo el siglo XIX, entre revueltas, montoneras, entre el bandidaje y las ambiciones personalistas de poder de los herederos de la independencia, siempre con el nombre del Libertador lavando las manchas sangrientas de sus barbaridades.
Todo se ha realizado desde entonces en nombre de la libertad y de la espada y figura de Simón Bolívar; desde que él lo proclamara, nuestras guerras han sido a muerte; y todos los bandoleros, los caciques territoriales y ahora desde los capos de los carteles de la droga hasta los revolucionarios de los frentes guerrilleros, se sienten bendecidos por esa tradición; los más audaces, los que encubren sus actividades delictivas con el ejercicio de la política y del ideal de la revolución, no tienen escrúpulos en traficar armas, lavar dinero y hasta proteger laboratorios donde se fabrica la cocaína, y esto nombre del General Bolívar.
Los gánsteres, algunos desde la lateralidad y otros desde el epicentro del poder, se inspirarán en la épica nacional y se cubrirán con el manto de los libertadores y de todos los caudillos que a través del tiempo se alzaron en sus nombres y en nombre de la libertad de los pueblos.
El párrafo que da inicio al cuento El Ojo Silva de Roberto Bolaño dice así: “…Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde; pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta…” El autor delimita la fatalidad a una década, y al leerla, al menos yo, que nací a finales de los años cincuenta, no pude dejar de sentirme señalado; pero luego, el asunto se decanta y hago un ejercicio útil para sostener las premisas que le dieron inicio a estas consideraciones, sustraigo algunas partículas de la frase, lo hago de manera arbitraria, consciente del abuso al trastocarla, y obtengo un resultado, según mi criterio aún más abarcador: De la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica. Y de esta manera entronco, ensamblo ese juicio fatal, con toda la historia, pasada y reciente y obtengo más o menos una cosa cierta: siempre intentamos escapar a riesgo de que se nos llame cobardes, pero de la violencia, de la verdadera violencia, nunca escapa nadie en Latinoamérica. A estas consideraciones le añado otra imagen literaria, somos los hijos del coronel Aureliano Buendía, y tenemos la cruz de ceniza marcada en la frente. Podría parecer determinismo, es un determinismo cuando contrasto ambas imágenes con las cifras de muertes violentas, los partes de guerra semanales que recibimos, reportando a las víctimas, hombres y mujeres jóvenes, inmolados en el exterminio cotidiano, gente que incluso muerta, queda fuera, excluida y relegada, es la cosificación de la violencia, podría intentar argumentar un filósofo. Personas que reciben como única expresión del poder una risa (risita) cínica que les negó antes la existencia, y que aún de manera más descarada les niega la inexistencia, o la forma cruenta e injustificada del instante en el que dejaron de existir.
Ahora pienso en el General Bolívar. El Libertador, el gran Titán de América, de cara a su fracaso al momento de escribirle su carta al General Juan José Flores: Si fuese posible que en alguna parte del mundo, volviera al caos primitivo, este sería el último periodo de América … ingobernable para nosotros… va a caer en manos de una multitud desenfrenada para pasar a ser gobernada por tiranuelos casi imperceptibles, de todas las razas y colores. La realidad es antipática, a la realidad se le saca el cuerpo, y ante aquella visión realista del hombre derrotado, se contrapuso una serie de llamados románticos realizados al frente de sus campañas militares, y aquella quedó relegada como quedaron sus estatuas y esa espada que ahora se regala en replicas infinitas y con suma liberalidad, como antes los evangelistas regalaban la Biblia, para que figuras de cualquier uña, muchas de ellas forajidas, la usen a su criterio y discreción.
Y hoy, en este caos primitivo, en esta disolución distópica que parecieran ser nuestras realidades, continuamos con el toque de diana, las marchas y los ranchos de cuartel. El signo se ha descontextualizado y pervertido con el tiempo. Y entonces vale hacernos una pregunta para comprender un poco el cómo se han postergado los valores de la paz y se continúan alimentando las alforjas de la violencia. ¿Por qué nuestra orquesta sinfónica lleva el nombre de un General, nuestro Libertador, y no el de uno de los tantos músicos que hemos tenido en el curso de estos turbulentos años republicanos? De allí se desprende que los cantos sean de guerra, de motín, de alzamientos; no podemos concebir nada sin que sea refrendado con el nombre del Libertador; las estatuas que cagan las palomas en nuestras plazas son marciales, llevan charreteras y espadas, los nombres de las calles van con el general por delante, la exaltación de la violencia se quedó en nosotros, la necesitamos para darnos humanidad, para incluirnos en el mundo, para justificar desde un atrevimiento científico o artístico hasta el terror, la lucha por territorio de militares, paramilitares y guerrilleros; las aventuras políticas, la rebeldía gansteril. Se roba y se mata, se trafica o se secuestra, se es sicario o soldado de una división desnaturalizada desde su nacimiento en un frente guerrillero, porque somos el enjambre marginado, la hez de la tierra, la promesa épica, incluso para una Europa que ha renunciado a sus utopías y aplaude con febril cinismo las manifestaciones de violencia de aquellos, sus desheredados, de aquellas, sus idealizaciones de liberación, de aquellos quienes deben morir en las calles de Bogotá, en las de Caracas o Ciudad de México, porque es el destino de una raza cósmica; y pareciera que con esas cómodas euforias declararan, que la utopía nacida en ellos y sufrida por nosotros, no ha muerto, porque las espadas de los coroneles y capos libertadores, caminan por todo el continente americano. Quizá eso explique la tolerancia de algunos intelectuales de las naciones modernas, en la mayoría de los casos la simpatía, por todo lo que sólo nosotros somos capaces de darnos: el Caos primitivo.
En algunos países de nuestro continente, la institucionalidad se ha vuelto agua, desde los gobiernos pareciera que apenas pueden balbucear algunas palabras ante la disolución. De nada sirve el paisaje moderno sin civilidad, las ciudades cosmopolitas custodiadas por sicarios. En algunos países de nuestro continente, la institucionalidad ha sido secuestrada por logias cívico militares, a veces, por logias sólo militares, valdría la pena preguntarse si alguna vez estuvieron libres de sus custodias y mandos; y en esos países existe un estamento militar corrupto, que en nombre de sus libertadores y del pueblo establecen una relación directa entre el jefe de la logia y la muchedumbre. El jefe de la logia, como sucede en mi país, legitima una violencia que él lidera, promueve un caos necesario para su permanencia eterna en el poder, introduce la retórica de las armas, -fusil, batallones, cantos militares-; fragmenta en bandos a la sociedad, permite pequeños Estados dentro del Estado, y siendo el juez absoluto de la nación, su legislador y policía, es responsable de esa impunidad necesaria para la subsistencia del proyecto, su proceso de acendramiento incuestionable y único en el mando.
Entonces, toda violencia (podríamos hablar de gradaciones), se justifica en estas tierras por mitos de heroicidad cada vez más vagos y desvirtuados. –Pablo Escobar, el capo de la droga en Medellín, fue considerado por su gente como un libertador, un hombre bueno con los pobres, una figura rebelde enfrentada a la oligarquía .
Nadie vuelve sobre aquellas palabras del hombre que ha perdido su heroicidad una vez se ha enfrentado a su fracaso; los “pocos resultados ciertos”; estas sumas de un inventario realista, enumerada en la carta que le dirige al General Juan José Flores, no ha sido leída con atención; o si ha sido leída, no ha sido considerada conveniente para promover la figura de Bolívar el Libertador como centro de una religión laica, como el ícono que justificará todos nuestros propósitos y despropósitos, el caudillo espiritual de todos nuestros anhelos individuales y colectivos. Ese tope será un tope legitimador, una herencia: y casi nunca se usará para promover la idea de la ciudadanía: Siempre prevalecerá “y nuestra guerra será a muerte” sobre cualquier otro concepto que nos aleje de ese llamado anterior.
El fracaso de nuestros proyectos de modernización política conlleva la imposibilidad de la modernización económica, y los dos anteriores a la prevalencia de la violencia en todos los ámbitos y los espacios. Hemos pasado décadas hablando de democracia, denostándola o defendiéndola y en realidad, muy pocas de nuestras naciones pueden decir que han podido sustentar en el tiempo democracias plenas, que desdibujen el concepto de poblada o pueblo para darle espacio al de ciudadanía. Muchos incluso nos llamamos demócratas y en realidad manejamos algo de teoría, pero la tentación salvadora siempre nos coloca como hombres de verdad, mujeres ciertas, individuos excepcionales. Cuando se manejan las verdades en términos absolutos, como revelaciones, estamos más en territorios del fanatismo y de la violencia que en los de una democracia moderna. En muchos de nuestros países no ha fracasado la libertad porque nunca la hubo. No ha fracasado la intención de darles equidad a nuestros pueblos porque nunca la tuvimos. No ha fracasado la democracia porque hemos confundido sus instituciones con los palacios donde se reparte el poder. A través de doscientos años de historia, la violencia heredada de nuestras guerras emancipadoras ha colocado en su rostro distintas máscaras, ha usado muchos nombres, se ha calificado de distintas maneras y ha cabalgado los caballos de muchos caudillos. Nuestra imposibilidad de hacer duradero un orden en libertad ha sido maquillada con diversas capas de nacionalismo e ideología. Y hoy estamos desnudos, aún en la aridez de la posguerra, justificando nuestras lacras y buscando nuevas figuras fuertes que nos den humanidad y sentido, llámense éstas carteles, revoluciones, alzamientos, hambre de justicia y democracia. Y sobre todo, igual que siempre. buscando un culpable fuera, un culpable lejos, para evitar de tal manera el bochorno de vernos a nosotros mismos a través de los años, cómplices y verdugos en la fragua de nuestras desventuradas realidades.
Estuve tentado, en una primera escritura de este pequeño trabajo, en indagar en ciertas experiencias personales, porque de alguna manera, como el Ojo Silva, soy de su generación y sí, fui hijo de la violencia; lo quería hacer porque temí “no poder escapar sin ser llamado cobarde o traidor” pero de vuelta sobre mis pensamientos sobre el tema, me sentí incómodo, era necesario rebelarse contra el estigma, los estigmas de la violencia; un ciudadano no deserta, cambia de opinión, piensa distinto, no traiciona y no tiene que mostrar otro coraje que no sea el de la defensa cotidiana de su civilidad, de sus derechos y estos comienzan por aprender a cruzar bien el rayado de una calle, aprender a saludar, y dar las buenas noches antes de dormir. Porque al final de cuentas, en este desgraciado continente, nuestros salvadores suelen ser padres y refundadores de la patria, pero ninguno es o ha sido buen padre de sus hijos, quizá ésta sea una de las más dramáticas causas de exclusión y violencia, y de la negación de cualquier derecho a la paz.