A+ A A-

Well I live here in kill city where the debris meets the sea
I live here in kill city where the debris meets the sea
It's a playground to the rich, but it's a loaded gun to me
Well I'm sick of keeping quiet and I am the wild boy
I'm sick of keeping quiet and I am the wild boy
But if I have to die here first I'm gonna make some noise

Iggy Pop

Kill City (1977)

Estoy  fuera de las estadísticas. Según datos  oficiales, en los últimos meses del 2010 las cifras indican que en Guayaquil se cometen más de cien robos diarios, sin embargo, en los últimos  años, no me han  sustraído nada por la fuerza, una parte de mí empieza a preguntarse qué pasa conmigo y  por qué he tenido tan buena suerte. Me preocupa sentirme sospechosamente culpable. Esto puede deberse a que tengo un mapa de ruta previamente establecido y que tomo precauciones. Pongo cerrojos, alzo vidrios, selecciono los taxis que tomo y evito que mi jornada se extienda hasta la madrugada. Lo hago porque me han convencido de que vivo en una de las ciudades más violentas de América Latina  y no lo sé únicamente porque me lo dicen los noticieros, sino porque cuando las bromas sobre asaltos o violencia empiezan a formar parte de las conversaciones familiares o laborales, cuando podemos reírnos del problema es porque lo hemos asumido como parte de nuestra idiosincrasia. Incorporar como plática casual cuál fue el último celular que perdiste o cuánto dinero tomaron esta vez de tu cuenta de banco dice mucho de cómo mira el ecuatoriano su entorno, sin esperanza, ni remedio.

Empezar a hablar de violencia, sin poder afirmar que tendré al menos una sugerencia para disminuirla, es una conclusión desoladora: la violencia se ha infiltrado en la cultura y debemos vivir con esa realidad, caminando en una cuerda floja entre el azar y las balas perdidas, pero como dice Iggy Pop en la estrofa inicial de Kill City, si la ciudad se incendia, al menos haré algo de ruido antes de arder con ella. Debo hablar de lo que pasa desde mi turno de palabra, es mi derecho al grito en medio del vocerío.

La violencia es la imposición de ideologías sin argumento. Los imaginarios violentos están asociados a conductas estereotipadas relacionadas con el pensamiento latinoamericano a lo Pancho Pistolas. Nací parrandero, bohemio y galán dice la letra de una canción de Roberto Calero, el sabido, el artero, el que se brinca su turno en las hieras porque es más astuto que los otros y ese “pícaro simpático” aparentemente inofensivo, es quien se pasa los semáforos en rojo y se lleva en el camino gatos y otros cuerpos secundarios por delante. Porque no sabe esperar o porque su propia ley le indica que las señales de tránsito son menos valiosas que su tiempo. Es el que quiere ser más preciso que el alcoholimetro y supone que disimulará el licor en su sangre a punta de cigarrillos o mentas. Ese mismo que hemos sido alguna vez todos los guayaquileños es el que supone que si rompemos las reglas de la cordialidad, no pasará nada. El problema está cuando se aprende a vivir en una tierra de excepciones donde el orden se coloca desde el poder y la fuerza. Entonces la jerarquía la establecerá el más rabioso, el más caradura, quien tenga menos escrúpulos. La violencia cultural alimenta a sus hijos con más violencia y les hace creer que ése es el orden natural: la dualidad burlador – burlado y la de víctima – victimario.  Y para jamás ser quien es perjudicado, hay que moverse rápida y furiosamente.

Guayaquil obtuvo fama internacional el 30 de septiembre de 2010 cuando, luego de que un grupo de policías reclamando por las reformas realizadas a una ley que los afectaba directamente, confrontó y retuvo al Presidente del Ecuador en un hospital de la Capital, gran parte de los sectores populares, aprovechando la parálisis en las actividades de vigilancia y seguridad, se amotinaron en almacenes, bahías y calles y empezaron a saquearlos. Hordas de personas, decenas, cientos de estudiantes — yo lo vi,  tuve que refugiarme tras la reja metálica de un local que dejó caer las puertas para proteger a los que alcanzamos a entrar entre gritos y brincos— parecían poseídos por un virus zombie apocapíptico que los obligaba a actuar como dementes, aullando, golpeando, lanzando piedras y botellas a lo que se moviera, lanzando al piso a quienes se les cruzaban por delante, desmantelando lo que se les atravesara. ¿Qué sentir ante el terror? ¿Pasmo? ¿Incredulidad? ¿Ira? Luego de estar encerrados una hora, con el corazón en la boca, salimos poco a poco de nuestra trinchera y contemplamos una ciudad humeante, casi post nuclear, donde todos apresuraban el paso y escapaban. Nos habíamos vuelto enemigos los unos de los otros. ¡Y no existía ningún motivo real! En las diez en horas en que Guayaquil estuvo sin vigilancia policial robamos buses, desmantelamos cajeros automáticos y hubo cientos de accidentes de tránsito, lo digo en plural porque me siento parte de Guayaquil, porque la integro. Los habitantes del caos nos volvimos locos y acabamos con la noción de orden que teníamos, muy tibia, muy mal entendida. Luego la prensa hablaría de los infiltrados que hicieron desastres: no, no eran estudiantes, eran infiltrados; no, no eran personas de a pie, eran malos elementos. Eso es terriblemente indulgente y pusilánime, incluso como argumento de descargo. Familias enteras saqueaban y todos nos quedamos atontados frente a las excusas que daban para la pillería y el desorden: Es que en arca abierta el justo peca. Esa es la cultura en donde hemos aprendido a vivir. Si el perpetrador no se mueve rápido, puede ser el perpetrado.

La muerte por encomienda, también  conocida como sicariato, inició su camino en  el continente del Sur, porque ya era un viejo sistema de coacción usado por las mafias, por allá en 1980, cuando el tráfico de estupefacientes  se volvió un negocio floreciente y era  ejecutado a manera de ajuste de cuentas por los carteles de poder que tenían potestad del negocio, uno de ellos el del famosísimo Pablo Escobar. En los siguientes años el sicariato registró una rápida expansión en el resto de los países próximos a Colombia y al Caribe.

En el Ecuador a inicio de los años noventa empezaron a abundar los casos, la Policía los identificaba como ajustes de cuentas, y pese a que se tratara de muertes por paga, las acciones judiciales contra los imputados no podían ir más allá de un homicidio agravado, cuya pena es de 16 a 25 años de reclusión. Y peor aún si el asesinato lo había cometido un menor de edad, para quienes las leyes tienen un trato preferencial.

Con el alto índice de violencia y muertes a pedido en el que está hundida Guayaquil por causa de su propia acción – reacción, el Alcalde Jaime Nebot no ha tenido mejor idea que culpar a los extranjeros por la inseguridad, llamando a Colombia y a Perú, países “exportadores de delitos” y en una conversación posterior a los sucesos del 30 de Septiembre con el Gobernador de Guayaquil, ha exigido, como requisito para colaborar con la lucha contra la violencia, que se ponga visa para peruanos, colombianos y uno que otro nativo de Europa o de Asia. En esa actitud se puede observar el mismo ingenuo desentendimiento en el que nos excusábamos habernos llevado en peso la ciudad por una tarde. Siempre será el visitante el corruptor, será el otro quien malbarata y perturba el orden establecido y viene a quebrantar la isla de paz. Nada menos cierto, estoy de acuerdo con los ordenados controles migratorios pero no considero que el cerrar las murallas salve a la urbe de su decadencia y sus vicios ya adquiridos y afinados desde siempre. No salvó a España de la arremetida descontrolada de la inmigración de ecuatorianos, por ejemplo, y allá fuimos tachados de polillas acaparadoras de empleos por agresores de comunidades de Valencia con  los mismos argumentos xenófobos e irracionales que no ven el movimiento una necesidad humana que es producto de cambios sociales complejos y que no se arregla construyendo muros. Para saltar los muros hay escaleras.

¿Portar armas? ¿Disparar primero? ¿Hacer ciudadelas privadas? ¿Encerrarse a cal y canto? ¿Sospechar de todos? Vivir en Guayaquil, Kill City, la ciudad del Río grande y del Estero, GKill o la Perla, como se le diga al asentamiento más poblado del Ecuador, ha desarrollado, en quienes nos movemos en ella a diario, una constante sensación de recelo y que ninguna fuga hacia otra tierra solucionaría porque como dice el poema de Kavafis: la ciudad nos seguirá, con su veneno y su idiosincrasia. Trabajar en alternativas para la violencia conjuntamente con la educación primaria y familiar, en reformas judiciales y en el entrenamiento en la resolución de conflictos, parecen entusiasmar menos que vivir a la defensiva evadiendo lanzas y astucias. Pero he dicho que la idea de esta nota era hacer ruido, alzar la voz como sólo un habitante de la crisis sabe hacerlo. Creo en una ciudad que no tenga que exigir de mí tanto desgaste y miedo y que sea como los brazos abiertos de un puerto donde todos llegar a culturizar en lugar de hacer desmanes. Espero que esta idea se comprenda antes de tener que vivir más revueltas como las del 30 S y que yo empiece a formar parte de las estadísticas y entonces desee la justicia por mano propia: la manera cómo eligen morir y vivir los que habitamos en Kill City.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Solange Rodríguez Pappe
  • Biografía:

    (Guayaquil- Ecuador, 1976) profesora universitaria, conductora de talleres de escritura creativa, y guionista. Ha publicado cuatro libros de cuentos. Tinta Sangre (2000), Dracofilia (2005), El lugar de las apariciones (2007) y Balas perdidas (2010). Consta en varias antologías de narrativa hispanoamericana como las realizadas por Raúl Brasca —Cielo de Relámpagos— y Salvador Luis —Asamblea Portátil—. Se puede encontrar novedades sobre su producción en el blog http://ellugardelasapariciones.blogspot.com

Más en esta categoría: « Lo violento serán las ideas

RECIBE NUESTRO BOLETÍN

Nombre:

Email:   

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010