NUESTRA APARENTE RENDICION

Entre 1989 y abril de 1992 trabajé para un semanario de izquierdas ligado a un partido marxista. Trabajar es una forma de decirlo. Fui, junto a los otros dos redactores-fotógrafos-laboratoristas con los que formaba la base llana de la redacción, un colaborador gratuito, entusiasta y voluntario. Contado al director y a los dos o tres editores de cierre, debíamos ser unas ocho personas en total, y sólo el diagramador y la mecanógrafa que se encargaba de pasar nuestros textos a columnas —las famosas galeradas que luego se pegaban con goma en los artes finales que iban a imprenta— recibían un pequeño sueldo por la venta de sus respectivas fuerzas de trabajo. Con todo, eran ingresos frugales, incluso diría simbólicos, ya que ninguno hacía un horario completo —el cierre tendía a concentrarse en veinticuatro o cuarenta y ocho horas frenéticas— y cada quien indemnizaba a su bolsillo como podía, trabajando al mismo tiempo para aquí y para allá, sobre todo en ONGs vinculadas con el mismo partido que sostenía la publicación.

En cuanto a nosotros, los redactores-fotógrafos-…, jóvenes promesas del periodismo comprometido —los tres menores de veinte años, los tres amigos de la misma facultad, los tres hombres: todo hay que decirlo—, sólo tocábamos algo de dinero si era de la caja chica destinada a la movilidad, la compra de casetes, pilas y rollos de fotos, o cuando salíamos a buscar la cena para todos durante la clásica amanecida de los martes —la revista salía los jueves—, o cuando nos daban un pago extraordinario como aguinaldo por Navidad o Fiestas Patrias. Los motivos por los que estábamos allí eran varios y distintos en cada caso, pero nadie, ni los unos ni los otros, llegaba a la redacción pensando que ése era su trabajo de verdad. O al menos como se suele entender un trabajo de verdad: aquél con el que uno se gana los frejoles cuando es adulto.

En mi caso, supongo que estaba allí por una conjunción de factores que, reunidos ahora y sometidos a las nuevas luces que da el paso del tiempo, podría ordenar así:

a) por amistad con esos dos amigos con los que compartía clases, afinidades literarias, afición por el rock e inquietudes académicas y políticas; justamente fue uno de ellos, que militaba en el partido ligado al semanario, quien un día llegó con la noticia de que estaban buscando periodistas;

b) porque los empleados y muchos profesores de la universidad pública donde estudiaba periodismo durante esos años —la Universidad Nacional Mayor de San Marcos— estaban en huelga y yo, al igual que mis amigos, quería convertirme en periodista cuanto antes;

c) por cierto cargo de conciencia juvenil que me provocaba la manera como me venía ganando los frejoles desde que tenía diecisiete años: primero realizando encuestas callejeras o ayudando a procesar datos estadísticos para una empresa de investigación de mercados que era propiedad de mi familia y, desde finales de 1990 hasta el 5 abril de 1992, como redactor del suplemento cultural del diario oficial del Estado peruano, ya con Fujimori como presidente;

d) porque el semanario se llamaba Amauta y era en cierto modo una resurrección de la revista fundada por José Carlos Mariátegui en 1926, lo cual tenía que ver también con que Mariátegui, además de pensador marxista, era un inteligente ensayista y crítico cultural que había logrado atraer a su publicación a escritores a los que leíamos o de los que oíamos hablar con respeto en la universidad, como Borges, Alberto Hidalgo o André Breton;

e) porque el proyecto que nos habían ofrecido como promesa en la resucitada Amauta se parecía al modelo original en que tenía no pocas páginas dedicadas a la literatura, la música y el cine, y un espíritu, si no plural, al menos abierto a ideas novedosas, como las de un colaborador aficionado a la ciencia al que le gustaba emplear metáforas microbiológicas para explicar cómo se movían —como amebas en un charco— las fuerzas vivas de la política peruana o internacional;

f) porque el partido ligado a la publicación se llamaba mariateguista —Partido Unificado Mariateguista, PUM, cuyo eslogan era pum, pum, pum, sangre y corazón de la revolución— y, a pesar de su nombre explosivo, no dejaba de pertenecer en el fondo a lo que en todo el mundo se llama izquierda de café o gagá o incluso de caviar: una mezcla de comunistas y socialistas y básicamente socialdemócratas con no poca sensibilidad para lo frívolo y distanciados de los grandes PCs mundiales —en los tiempos en que PC era masculino y no tenía que ver con las computadoras, sino con los partidos comunistas—, y a cuyos jóvenes militantes (y militantas) era más fácil encontrar bebiendo en un bar con un libro de Cortázar o un disco de Bob Dylan bajo el brazo que caminando por las montañas con un fusil colgado al hombro. Además, después de mis pocas pero reveladoras experiencias con los peceros duros en la universidad, fuesen moscos (moscovitas: alineados con la política de la ex URSS) o sacolargos (de SL, Sendero Luminoso, cuya firma completa era Partido Comunista del Perú-SL y se creían los verdaderos seguidores de Mao Tse-Tung a través del único representante que le quedaba en la tierra, su líder Abimael Guzmán, que se hacía llamar Presidente Gonzalo) o pequineses (defensores del PC chino, entonces liderados por Deng Xiaoping y, por eso mismo, odiados y considerados traidores revisionistas por los senderistas) o jochistas (seguidores de Enver Hoxha, el dictador albanés) o lo que les tocara según el régimen que financiara sus congresos o diera becas a sus hijos; después de mis pocas experiencias, decía, con ese tipo de peceros sectarios que despreciaban toda manifestación cultural que no fuese calificada por ellos de revolucionaria, la verdad era que, si pensaba ser de izquierdas, por lo menos tenía que serlo de un partido cuyos militantes hubieran leído a Vargas Llosa antes de simplemente insultarlo llamándolo títere o capitoste del imperialismo yanqui, empleando, por lo demás, ambas palabras de manera indistinta, como si fuesen sinónimas;

g) y finalmente y no menos importante, porque me sentía vallejianamente como un burro peruano en el Perú —perdonen la tristeza, añade Vallejo— y quería entender a mi país y al mismo tiempo quería hacer algo por él. En ese momento, el Perú pasaba por un momento terrible, quizá el peor de todo el siglo xx, en el que cada día morían centenares de personas como consecuencia de la miseria y el abandono y la violencia indiscriminada de Sendero Luminoso y la no tan indiscriminada —pero violencia igual— de las Fuerzas Armadas. En Lima había atentados y apagones y coches-bomba cada dos por tres. Y en otro plano, más cotidiano, menos trágico pero no menos dramático, había escasez de alimentos. Había que hacer largas colas en las tiendas con toda tu familia y comprar varias unidades de productos de cuarta o quinta necesidad para que te vendieran un litro de leche en polvo o un kilo de arroz o de azúcar. El precio del pan subía no ya de un día para el otro, sino de la mañana a la tarde. No salía agua de los caños o, cuando salía, te dabas cuenta de que se había mezclado con el desagüe y contenía restos fecales, y uno pensaba que si así estaba Lima cómo debían de estar las provincias y los pueblos de las provincias más allá de lo que dijeran los periódicos. Gobernaba Alan García durante el primero de sus mandatos, tan o más nefasto que el decenio de Fujimori que vino después, no sólo porque éste fue consecuencia del anterior —el monstruo al que engendró la catástrofe—, sino porque hay indicios suficientes para pensar que Fujimori fue en realidad una creación de los publicistas de García como respuesta a la candidatura de Vargas Llosa.

Si tenías menos de veinte años y vivías en un país así, tenías varias opciones: una de ellas era emborracharte cada fin de semana, y todos o casi todos los menores de veinte años lo hacíamos, contentos supongo de contar con el pretexto perfecto para hacerlo. Pero no era la única opción, y supongo que si además eras estudiante de periodismo en una universidad pública que había dejado de funcionar por una huelga y en la que, cuando ibas, ocurrían cosas como las que pasaré a contar a continuación, el hecho de trabajar gratuitamente durante casi tres años en una revista llamada Amauta no sólo no era una mala elección en absoluto, sino que podía ser la mejor elección de todas.

Lo que pasaré a contar a continuación tiene que ver también con mis años en Amauta. Una vez resuelta la huelga universitaria —no podría decir exactamente cuánto tiempo después: la memoria tiene una falla de origen que la hace proyectar todos los hechos del pasado en un solo plano, como si fuesen fotos colgadas a lo largo de un pasillo, sólo que reflejadas en un único espejo—, llegó el momento de las elecciones de delegados estudiantiles para los consejos universitarios. Si desde la década del sesenta las paredes de San Marcos venían siendo una especie de inmenso mural en el que cada partido o movimiento político pintaba lo que quería —de hecho, el artista Hebert Rodríguez dio inicio a su bien ganada reputación de iconoclasta convirtiendo esas pintas que llamaban a la insurgencia en grafitis de colores chillones con abiertos mensajes sexuales, sacando de quicio así a los senderistas, que nunca mostraron el más mínimo sentido del humor respecto de nada—, cada campaña electoral estudiantil elevaba esa verborrea visual a niveles paroxísticos. Al mismo tiempo, en los pasillos y plazas de la ciudad universitaria, las discusiones seguían más o menos el mismo camino gritón y altisonante. Los senderistas, que en el ámbito nacional saboteaban todo tipo de elección por medio del voto porque creían que era un instrumento caduco y propio de las falsas democracias representativas, en la universidad mantenían una sólida coherencia con sus postulados: no querían elecciones estudiantiles. O más claramente: estaban decididamente dispuestos a impedir que éstas se realizaran. Educados por sus líderes para asesinar y poner bombas como una manera de exponer sus argumentos, si su objetivo era inclinar los debates universitarios a su favor o, mejor dicho, simplemente acabar con ellos, no tenían reparos en emplear procedimientos de probada eficacia discursiva como gritar en coro —siempre estaban en grupo— consignas del tipo viva el maoísmo, abajo el revisionismo, viva el maoísmo, abajo el revisionismo, viva el maoísmo, abajo…, elevando progresivamente el volumen de sus gritos hasta que a su interlocutor le resultase imposible hacerse siquiera entender. O, en casos extremos, cuando el contrincante resultaba un hueso duro de roer —si era militante de un partido, sobre todo de izquierdas, y no se amilanaba fácilmente ante sus amenazas, o peor, si era sospechoso de ser un soplón del gobierno, de la policía o un agente de la CIA, la máxima acusación posible, fuese cierta o no—, en esos casos extremos, decía, no tenían reparos en propinarle una golpiza que a menudo acababa con un baño de brea o pintura negra en la cabeza y que según la simbología de Sendero Luminoso servía para señalarlo como un yana uma, palabras quechuas que significan literalmente cabeza negra y que era la forma como los senderistas llamaban a los comandos o sinchis de las Fuerzas Armadas cuando se enfrentaban a ellos en las altas comunidades andinas, ya que éstos solían llevar un gorro o pasamontaña negro de lana como parte de su indumentaria. En otras palabras, para los senderistas, maestros en educar en las artes de la guerra a personas que no sabían leer ni escribir, el pintarle a alguien la cabeza con brea o pintura negra equivalía a acusarlo —desenmascararlo, decían ellos— de enemigo del pueblo y con frecuencia era una forma de anunciar su posterior asesinato. Al mismo tiempo, era una forma de difundir entre sus seguidores sus métodos pedagógicos basados en imágenes de absurda crueldad, pues no hay que olvidar que Sendero Luminoso se dio a conocer precisamente con una de esas imágenes: colgando a unos pobres perros callejeros de los postes de alumbrado público de Lima y pegando al lado carteles que los identificaban como Deng Xiaoping; todo para transmitir el siguiente mensaje: Deng Xiaoping merece morir como un perro traidor; como si eso pudiera importarle a alguien en Lima.

Pero volvamos a lo que quería contar: había elecciones estudiantiles en San Marcos y varios de mis amigos y yo habíamos decidido ayudar a una de las listas que se presentaban para la delegación en la facultad de Letras y, de ese modo, dar también nuestro respaldo al sistema de elecciones mediante el voto. Y claro, el día de la votación, allí estaban también los senderistas de la facultad —cada facultad tenía los suyos; en Letras no había muchos, pero si hacía falta, los de Educación y Ciencias Sociales, que eran las facultades vecinas, e incluso los de Derecho, venían prestos en su ayuda—, en fila india, recorriendo los pasillos y coreando sin parar viva el maoísmo, abajo el revisionismo, con la doble intención de autoinsuflarse actitud revolucionaria antes de decidirse a hacer algo y, al mismo tiempo, atraer a más gritones entre los simpatizantes o dubitativos que los miraban desfilar con una mezcla de respeto, fascinación y miedo. Al principio no debían ser más de ocho o diez, pero estaban tan acostumbrados a gritar que parecían multiplicarse por cinco con cada vuelta que daban. Además, la segunda de sus intenciones se cumplía cabalmente: si al principio no pasaban de una decena, al cabo de dos horas de cansino griterío la fila se había por lo menos duplicado. Por nuestra parte, los que ayudábamos como voluntarios o delegados de las listas nos habíamos organizado para proteger las puertas del aula donde se realizaba la votación e impedir que los senderistas entraran en cualquier momento a destruir la urna o llevarse los votos. El proceso era muy similar al de cualquier votación en el Perú: el estudiante cogía el formulario donde aparecían impresas todas las listas que estaban en contienda, se iba a un apartado para en secreto marcar con una X su preferencia, introducía su voto en la urna y se iba. Los que protegíamos el aula lo conseguimos con éxito durante dos horas. Al final fue inútil. De un momento a otro, aprovechando un cambio de turno, los senderistas entraron en el aula armados con varas y cadenas de fierro, golpearon a los miembros de mesa y se llevaron la urna. Yo conocía a uno de los agresores. Éramos de la misma promoción, habíamos compartido no pocas clases e incluso diría que habíamos sido medio amigos muy al principio, durante el primer semestre de nuestra vida académica. Era, como el personaje de Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo, un muchacho alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Usaba unos anteojos redondos estilo John Lennon, llevaba el pelo muy corto, como se lleva hoy, casi pegado al contorno de la cabeza, y su rasgo de carácter más destacado era su brillantez intelectual. Lo digo en serio. Desde entonces hasta hoy, en el mundo y los mundillos de las letras he conocido a gente muy inteligente, poderosamente talentosa, cercana a la erudición, aguda con las palabras o poseedora de ese maravillosa cualidad que es el don de lenguas, pero creo con justicia que pocas me han encandilado de tal manera como lo hizo aquel chico durante esos primeros meses de mi paso por San Marcos.

Amparado en esa lejana y fugaz amistad, me uní a otros estudiantes y juntos fuimos a tratar de recuperar la urna buscando a los senderistas, que para entonces se habían sentado a descansar en lo alto de una escalera clausurada en la última planta de uno de los pabellones de la facultad. Al llegar, vimos un espectáculo macabramente infantil: con la urna despanzurrada en el suelo, cada quien cogía un voto y lo convertía en añicos, como quien deshoja margaritas, sin dejar de sostener sus varas y cadenas de fierro. Me adelanté a mi grupo y llamé a mi ex medio amigo por su nombre.

¿Qué quiere, compañero?, me respondió él, tratándome de usted.

¿Qué significa esto?, le dije.

A lo que él respondió:

Está claro, ¿no lo ve? Somos enemigos de clase.

Ese día tuve miedo. Creo que fue la primera vez desde que había llegado a estudiar a San Marcos y, en general, desde que había tomado conciencia de que vivía en una ciudad y un país cercados por un movimiento maoísta que empleaba el terrorismo como instrumento de presión, venganza, chantaje y propaganda, que sentí ese tipo de miedo que aparece cuando acabas de comprender completamente que tu contrincante es invisible y puede ser tu vecino o tu compañero de carpeta e igual no tendrá ningún escrúpulo en matarte a ti y a tus padres o a tus hermanos o a tus hijos cuando crea conveniente hacerlo, o bien porque formas parte de sus objetivos políticos o militares, o porque eres un obstáculo para la consecución de los mismos.

Ese día tuve miedo y no fue el único, porque vinieron muchos más: en San Marcos, en Lima y en los viajes que hacía por otras ciudades y provincias y pueblos del Perú, bien como estudiante, como turista, como trabajador de una empresa de investigación de mercados o más tarde como periodista. Aun así, de todos esos momentos de miedo, los de mayor intensidad fueron algunas madrugadas de cierre en Amauta.

Para entonces, Sendero Luminoso se superaba día a día en sus grados de violencia, y el director del semanario[1] había decidido plantearles una abierta lucha periodística. Literalmente. Prueba de ello es que por esos mismos años publicó un libro, Guerra e ideología. Debate entre el PUM y Sendero, que recogía sus artículos y ensayos sobre el tema. Los senderistas le respondían a su estilo: llamándolo títere o capitoste —otra vez, como si ambas palabras fuesen sinónimas— del socialimperialismo soviético y acusándolo de ser un traidor a la revolución, por lo cual podía acabar como habían acabado otros líderes de izquierda o dirigentes sindicales o barriales que se habían enfrentado a Sendero. Como acabó, por ejemplo, María Elena Moyano, despedazada por una bomba que un comando senderista lanzó exclusivamente contra ella, no muy lejos de donde se encontraban sus hijos.

Desde el inicio de su cruzada, el director llegaba a la redacción con un revólver dentro de su maletín y, mientras escribía sus largos textos en una computadora de pantalla negra con letras de color verde o naranja fosforescente, las balas estaban puestas de pie y ordenadas en fila sobre su escritorio, con el arma al costado, abierta por el tambor, lista para ser cargada. Cada vez que un vehículo se acercaba a la casa donde funcionaba la redacción, el agente de seguridad asomaba la cabeza por la ventana o miraba a través del visor de la puerta por si alguien se bajaba de él o lanzaba algo contra el carro del director, estacionado allí mismo, a un par de metros de portal (dicho sea de paso, el director era el único en Amauta que tenía carro, un viejo escarabajo de Volkswagen).

El miedo de verdad llegaba hacia las seis o siete de la mañana del miércoles que seguía a la amanecida, cuando, tras haber cerrado la edición, tocaba volver a casa —aunque fuera a dormir un poco, si aún faltaba algo por cerrar y había que volver unas horas después— y el director nos ofrecía a todos darnos un aventón. En ese momento salíamos a la calle vacía y uno por uno, sin hacer excepciones por edad, jerarquía o tenencia o no de hijos, dábamos unas vueltas alrededor del carro y, una vez abiertas las puertas, revisábamos en la guantera, el suelo y los asientos por si descubríamos una bolsa, un sobre, una botella, una placa de metal: cualquier cosa que pareciese sospechosa de ser o contener una bomba. También abríamos la maletera y el compartimento del motor, que en los escarabajos están al revés que lo habitual. Finalmente, ya con todos subidos en el carro —hasta siete u ocho personas, nunca comprendí cómo—, el director anunciaba que iba a arrancar. Bromeábamos, aunque supongo que al igual que yo, los demás también tenían miedo. De alguna forma, ese miedo y una de sus naturales y humanas reacciones, la necesidad de eliminar aquello que lo origina —la otra es huir, pero sólo huyen el cobarde y el que puede hacerlo, y nosotros no sé si no estábamos entre los primeros, pero en cualquier caso no podíamos estar entre los segundos—, nos empujaba a seguir luchando contra Sendero.


[1] Raúl Wiener, padre de la escritora y periodista Gabriela Wiener, además de maestro en aquellos años y amigo desde entonces.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Toño Angulo Daneri
  • Biografía:

    (Lima, 1970) es periodista y editor, uno de los fundadores de la revista peruana Etiqueta Negra. Ha publicado los libros de crónicas Llámalo amor, si quieres (Lima, Aguilar, 2004) y Nada que declarar (Lima, Recreo, 2006). Vive en Madrid, donde, entre otras cosas, es redactor jefe de la revista de creación literaria Eñe.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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