La interminable transición a la democracia chilena, controló el terrorismo de Estado, pero, no obstante, multiplicó de manera insólita las cárceles para contener lo que parece incontenible: el explosivo aumento de la delincuencia encarnado fundamentalmente en jóvenes y menores de edad.
La violencia de estos jóvenes y la recurrencia en sus delitos es ya una condición no sólo chilena sino también mundial. Pero me corresponde hablar del caso chileno signado, desde hace ya demasiados años, por un modelo económico que, de manera también incontrolable aumenta y aumenta la desigualdad. Una situación que favorece el delito juvenil por la flexibilización de las condiciones laborales que enriquecen a una ultra elite y degradan los salarios a niveles que no pueden sino generar resentímiento y desagregación social.
Ya es hora de pensar que el enriquecimiento desmedido de las élites es también una forma de violencia porque la riqueza se acumula mediante las condiciones insensatas del trabajo y la intensificación de un consumo que porta intereses usureros.
La sociedad chilena, eminentemente chatarra, va día a día penalizando a miles de ciudadanos que han delinquido (y que merecen ser penalizados) pero esta sociedad no asume su responsabilidad y hasta complicidad en esos mismos delitos. Eso es escalofriante porque es una abierta exposición a la violencia en la medida que no pone freno a la explotación cada vez más sofisticada, enmascarada en una flexibilización del trabajo que legitima, mediante falsos discursos de prosperidad, las malas condiciones de vida de millones de personas.
El año 2010 marcó un signo de alerta cuando en una de cárceles chilenas, en un incendio, murieron de manera horrorosa más de ochenta presos, en su mayoría menores de treinta años. La investigación mostró que parte importante de la población penal había consumido alcohol, pero también estaban bajo ese mismo efecto, los guardias del penal.
En otro registro, de manera recurrente, se desarticulan bandas de policías que asaltan, de manera organizada, no sólo a la ciudadanía que deben resguardar sino, además a los bancos que necesitan defender. Y, por supuesto, la droga que corrompe y destruye.
La violencia hoy se distribuye especialmente a través de los diversos libres mercados (incluido el de la droga) y ésa es la instancia que hay que considerar. Señalar que las élites no asumen sus responsabilidades, que sólo se pone de manifiesto el otro polo, el de los delitos masificados de la desocialización, pero falta, de una vez por todas, pensar la riqueza extrema también como un acto ilegítimo porque se sostienen sobre cuerpos multitudinarios que sólo están sobre la faz de la tierra para sostener la comodidad alucinante de unos pocos.