NUESTRA APARENTE RENDICION

He aquí un Dios más fuerte que yo

[La palabra] A cuatro cuadras de casa vivía un monstruo. Era él esa presencia que se sospechaba detrás de la cortina, husmeando, toda vez que uno pasaba por la puerta de la casa. Casi no salía. Sólo miraba por la ventana, agazapado detrás de aquellos crespones fúnebres. Una vez cada tanto lo sacaban a pasear en auto, pero los vidrios eran ahumados y uno sólo podía imaginar que todo lo que ocupaba aquel espacio tras la ventanilla era él, con sus ojos múltiples, añorando todo, cuando todo le había sido apartado en el ademán de la vergüenza. Lo acechábamos. Pasábamos por la casa sigilosamente y al llegar a la ventana nos poníamos en puntas de pie, con el corazón en la boca, esperando que apareciera. Adivinábamos el movimiento inicial detrás del encaje sonrosado de la cortina. Surgía sin interrupciones, con el aire melancólico de un león marino que agoniza en un acuario circundado por turistas. El prodigio se desplazaba lentamente. Nos premiaba cuando de pronto, tras el torso, el hombro, un brazo cubierto con un tejido punto inglés, emergía el rostro, todo velado por los motivos botánicos del organdí. Huíamos, clamando alivio por haber salvado la vida de aquellas fauces horripilantes que sólo lo separaban de nosotros por una hoja de vidrio tan frágil como una hostia. Cada escape le agregó a aquella cara un signo bestial, y construimos entre todos la leyenda. Somos inmensamente culpables del tormento. Era sanguinario, era inmenso, era feroz, no tenía pómulos, el labio inferior le colgaba como una ubre, los ojos eran incomprensibles. Con que eso era un subnormal, y con que aquel era su nombre más elegante. Juraría que tenía un pelo bonito. Se peinaba con la raya al costado, y tenía un jopo indómito que me hacía pensar en Memphis. Pero nunca lo dije. Nunca dije nada lindo sobre él.
El mundo se llenó de eufemismos, y todo lo que parecía intolerable fue socorrido con otro modo para nombrarse. Palabras con capucha, barbijo[1] y guantes, el cortafuegos para lo innombrable. Todo un lexicón puesto a nuestro servicio con el fin de solapar el golpe seco: afeites, circunloquios, encubrimientos, salvoconductos dispuestos como instrumentos de primeros auxilios, nuestro botiquín elíptico, el sentido oblicuo que tanto adoramos, las comillas, la lectura entrelíneas, un surtido de lecciones básicas de suspicacia. Aceptamos una destreza dizque rabdomante y desarrollamos la intuición para el ocultamiento deliberado de nuestras partes pudendas. Mientras tanto, la violencia tomó prestado el lugar de la incomodidad y el secreteo.
Lo inconveniente apuntaba lo violento, y lo violento se barrió bajo la alfombra, hecho nudo en la garganta unos segundos después de pronunciar esa palabra tan horriblemente inoportuna, la tosecita inútil, el entrecejo fruncido, la sensación de haber arruinado el convite, porque todas las veces del mundo era mejor bajar la voz un poquito para no poner en boca de todos ese contratiempo de seis meses que una quinceañera esconde en vano dentro de una campera demasiado grande.
Violencias de bolsillo, o inconveniencias bobas que toman prestada la noción violenta para enunciarse: me violenta enormemente que hayas confesado semejante disparate en presencia de la familia de tal; qué mal momento pasó, pobrecito, la violencia de estar presente justo cuando llegó la ex mujer acompañada del cretino; cuando dijeron aquello del monseñor se violentó tremendamente y el pollo le sentó muy mal, va a tener que tomar un digestivo y cruzar los dedos para que se le pase el disgusto; te lo digo porque te quiero bien.
Apostilla a la última expresión: cuántos permisos concedidos a los que quieren bien. Un surtido multicolor de vilezas arropadas por el tierno encanto de buscar el presunto bienestar ajeno. Cómo es posible que alguien pueda repetir ese adefesio sin sentarse a llorar por la sola sospecha de estar siendo un canalla.

[La mancha] La rubia madre de aquel niño de mi escuela, uno especialmente encorvado, que creíamos mudo, aquella de bikini turquesa, con las piernas tan esbeltas, sus nalgas respingadas, desprotegidas, y los modales brasileños, no vino un día caluroso a tomar sol a las rocas porque la había matado su marido. Se dijeron muchas cosas sobre el asunto. La voz más fuerte clamaba que el hombre la había encontrado con otro en la cama. Sumergiendo los pies en el agüita crepitante de la cascada, todos quedamos pensando en el asunto. Nos recuerdo en silencio, sin jugar, absortos. El silencio de la confusión. ¿Qué tenía que ver la supuesta infidelidad con aquello? ¿Hacía a la rubia más digna de esa muerte? La imagen de ellos dos (el amante debía tener el pelo negro, ondeado), desnudos (siempre estaban desnudos), entre sábanas manchadas y hechas jirones (siempre había jirones que se enredaban entre las piernas, y gotitas color carmesí) se me había quedado prendida en el entrecejo junto a la noticia en el diario, el arrebato pasional, la occisa, y ultimó.
Me pregunto a cuántas de las treinta y cinco mujeres muertas por violencia doméstica en 2010 en el país se las habría llamado víctimas de un crimen pasional hace veinte años. El crimen pasional, después de todo, ampara un amor extremo. Un amor tan rotundo que puede ser letal. En una escena que todas las veces susurra la posibilidad de una traición, el adulterio, la infidelidad. Una casquivana. Un apasionado. Un forastero inmiscuido en el nido de paredes tupidas, cortinas cerradas y cuatro cerrojos.
(…) Mi madre daba clases particulares en casa (en la mesa del comedor, ante cuatro o cinco muchachitos silenciosos, que apretaban sus lapiceras sobre hojas rayadas, haciendo aquel tic-tic-tic tan hipnótico de las lapiceras elevándose y aterrizando otra vez en el cuaderno, ensimismados en los nueve círculos de Dante, la epopeya íntima de Gregorio Samsa o la historia del príncipe Segismundo que vive en una torre, casi salvaje, marginado de los honores de su estirpe por culpa de la superstición de su padre y todo aquel asunto del oráculo) porque estaba destituida. Una informante la había apuntado con el dedo y había subrayado su nombre en una lista. Adiós liceo. Hola casa. Buenas noches dictadura.
Qué es la dictadura, sino lo abyecto, lo indecible, el terror, el fuego fatuo. Trescientos personas desaparecieron, y quince mil fueron apresadas entre 1973 y 1985. Muchas fueron a parar al infame Penal de Libertad; así se llama nuestra cárcel más vergonzosa; ¿acaso no somos paladines en estos asuntos de la crueldad apalabrada?, ¿acaso no somos cáusticos para nombrar? Con la aprobación en 1986 de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado se consagró la impunidad de los responsables. Ese oprobio mejor conocido como Ley de Caducidad es todo entero un acto de ilusionismo que funciona perpetuando el escándalo de seguir desapareciendo lo que se pretende desaparecido.
Violencia es desaparecer. Nada es más violento que eso. Negadas las personas. Encubiertas las condiciones en que desaparecieron. Omitido el paradero. Están presentes. Los desparecidos están. La mayor expresión de violencia en Uruguay son los desaparecidos, y que una ley permita que los terroristas de este Estado no sean juzgados por los crímenes que cometieron y que anden tan campantes viviendo su ancianidad plácida mientras los familiares de las víctimas deben conformarse con la ausencia y el silencio. No pueden enterrar a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, porque los cuerpos yacen escondidos bajo tierra y los militares se rehúsan a decir dónde están. Y la ley ampara el secreto. Hacer de cuenta que el artificio de desaparecer es aceptable es violento, nos hace violentos y compromete cualquier noción de futuro. Como si fuera posible construir algo sobre estas brasas.

[La deidad] En la mesa, ante la mirada cándida de los muchachos, mi madre contaba cómo Antígona había desafiado a Creonte para enterrar a su hermano, condenado a morir sin tumba. Siempre quise a Antígona y a su amor fraterno por Polinices, esa convicción en una ley más grande y en la preeminencia de una cosa que nos precede y nos sucederá, la fe en el símbolo, la confianza de que un mundo absurdo, furioso y caótico encuentra sentido en alguna clase de justicia. La de Antígona es divina. La nuestra no, y quizá por eso, justamente, lo sea más. Estamos comprometidos, eso es todo.


[1] Tapabocas en España, cubrebocas en México.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Inés Bortagaray
  • Biografía: (Uruguay, 1975) es escritora y guionista. Publicó su libro de relatos Ahora tendré que matarte en la colección Flexes Terpines, dirigida por Mario Levrero. Su segundo libro, Prontos, listos, ya, se reeditó en junio de 2010 con el sello Puntocero. Integró los volúmenes Pequeñas resistencias 3, Esto no es una antología, y la compilación electrónica El futuro no es nuestro. Un cuento suyo apareció en la revista Zoetrope: All-Story (“The Latin American Issue”). Es co-guionista de los largometrajes Una novia errante (Ana Katz 2006) y La vida útil (Federico Veiroj, 2010), y de la serie de televisión El fin del mundo.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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