La mañana del miércoles 24 de septiembre del 2008, dos días después de haber llegado a Tijuana en medio de una loca travesía que yo misma me impuse para entender mejor la guerra del narcotráfico en México, conocí a Felipe Ramón Espinoza, un joven de unos 20 años, mirada aguda y una desdentada sonrisa. Llegué hasta allí para retratar, en líneas, video y fotos, ese país que se parecía tanto al mío y que afrontaba una oleada de muertes sin tregua como la que habían sufrido las ciudades de Medellín y Cali, en Colombia, a finales de los 80 y principios de los 90. Compartimos casi hora y media en la que me contó sus desventuras y sus ambiciones. Nuestro enlace fue un…
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