Recientemente regresé a casa en El Paso y mientras manejaba de vuelta a Ysleta, sobre Border Highway, una profunda tristeza me sobrecogió. Mis hijos, Aarón e Isaac, me habían estado rogando durante dos años para que los llevara a México. Habían estudiado español en la ciudad de Nueva York, donde vivimos, y donde las paredes de su aula están cubiertas con imágenes de América Latina y España. Siempre que vamos a Ysleta para visitar a sus abuelitos, es una oportunidad para transformar la lengua española y a México en algo más que simples asignaturas, para comer una enchilada o un asadero en vez de sólo saborear pósters. Pero mi esposa y yo les dijimos que no por la violencia desenfrenada en…
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