NUESTRA APARENTE RENDICION

Who can it be now? (carta de relación, de Julián Herbert)

Marcha contra la violencia en el Puerto de VeracruzPara Lolita Bosch
Veracruz, Ver., viernes 19 de agosto de 2011

 

Querida Lolita:
Te escribo desde la habitación 416 del Hotel Veracruz, sobre la avenida Independencia, frente al famoso y multifotografiado zócalo del puerto más antiguo de México. Es casi medianoche. Hace calor, claro. Hasta acá arriba (estoy en el balcón) suben las letras y los acordes de los músicos hueseros: farafaras, marimbas, picotas y mariachis… Hay mucha gente en la calle pero no como en otra época (o al menos no como lo recuerdo):

el martes, cuando llegué, la orquesta tocó danzón y muy pocas parejas bailaban. Parecería que los jarochos, tan festivos y dicharacheros y malhablados como son, se hubieran escabullido dejándoles el cascarón de su ser (el malecón, los portales) a las hordas anodinas de turistas que pagaron su VTP a una distopía folclórica.
A lo mejor me equivoco (he permanecido prácticamente encerrado durante los últimos cuatro días) pero siento como si Veracruz fuera un fantasma cuyo penar solo es perceptible para quienes viven aquí. Tengo esa impresión desde el mismo martes, apenas llegar: estuve impartiendo un curso en un centro cultural situado a una cuadra del hotel y, al concluir la primera sesión, les sugerí a los asistentes (cumplí cuarenta años y he podido renunciar a casi todo menos a mi vocación de party organizer) que nos fuéramos de tragos. Unos cuantos, dudando, dijeron que sí. Fuimos al Diligencias, muy cerca de mi hotel. La reunión se diluyó antes de las doce. Nadie quiso fiestear ni una vez más a lo largo de los días subsiguientes, y yo tampoco insistí demasiado: los escuchaba cuchichear en lo recesos sobre las cuatro o cinco balaceras que hubo cada día, e invariablemente los vi consultar, en sus Blackberries y sus I Pads, la opinión de las redes sociales en el sentido de cuál sería la ruta menos peligrosa para volver esa noche a casa.
Me siento abandonado en compañía de un raro privilegio: desde hace años noté (será la altura) que Veracruz es el único lugar del mundo en el que puedo beber a todo tren sin embriagarme malamente y sin sufrir al despertar. Así que en estos cuatro días he atravesado ya tres botellas y media (dos de Jack Daniel´s y una de Absolut; voy a mitad de la segunda) completamente solo, intoxicado pero lícito, intoxicado pero lúcido, tratando de diferenciar todas las voces que suben desde los portales envueltas en olor a salitre. Muchas hablan de balas y de muertos pero no alcanzo a saber si son corridos, reportajes de radio y televisión, charlas casuales o citas de la historia. De algo sí estoy seguro: se refieren a México.
A lo largo y ancho del país en que nací me persigue la sombra monstruosa del país en el que vivo. Hace unos meses, tras una reunión de escritores en Monterrey, me sentí de pronto harto y salí de un restorán sin despedirme de nadie y sin esperar la cena, tomé un taxi y regresé al hotel y me dormí antes que todos. A la mañana siguiente, Minerva Reynosa me regañó cariñosamente: “Estás en Monterrey, cabrón. Aquí ya no puedes salir a buscar coca en la madrugada sin arriesgarte a que te maten”. Ni hablar: yo tengo la culpa por haberme creado esa fama de insensato.
(La verdad es que me he vuelto un mandilón. Cuando estoy en Saltillo, mi mujer y mi hijo no me permiten salir ni a la esquina. Y no podría decir que sin razón: un día de junio fui al Oxxo por un agua mineral y, diez minutos después de volver a casa, una granada voló una camioneta estacionada sobre la calle por donde yo acababa de pasar. En julio, el ejército cateó de madrugada la propiedad de mi amiga Mabel –situada muy cerca de nuestro domicilio– porque una llamada anónima les dijo que allí había armas. Luego de la revisión –asustaron mucho por la actitud con que empuñaban los rifles pero, hasta eso, no rompieron ni se robaron nada– los soldados se disculparon. Aún así, se quedaron a echarse unos tacos en el baldío de junto. A la mañana siguiente, Mario –el esposo de Mabel– recogió de entre una pila de latas vacías la única cerveza que dejaron viva y la guardó en su refri. Yo he pensado basarme en esta anécdota para contar una falsa crónica villista. Naturalmente, la prensa local no tuvo la delicadeza de mencionar siquiera tales asuntos. Y peor: al escribir todo esto me estoy arriesgando a que me metan a la cárcel, pues hace poco Jorge Torres, gobernador de Coahuila, declaró que se emprenderían acciones penales contra quien “difunda rumores”.)
Es por eso, Lolita, que en esta carta de relación desde Veracruz apenas si puedo hablarte de lo que veo desde mi balcón en el cuarto piso de un hotel del Centro Histórico: hombres que reparan la fachada de enfrente, semivacíos camioncitos con luces de colores que llevan inscrita la frase “Soy el cronista de la ciudad y puerto”, toldos de taxis, canciones a lo lejos… He salido a caminar al malecón un par de veces y hasta cumplí el casi religioso ritual de tomar un café lechero en La Parroquia. Pero la nostalgia y la violencia no dejan sitio para mucho más. Frente a las negras aguas del embarcadero, olorosas a diesel y podrido, recordé la primera gran conversación sobre poesía que tuve con Luis Felipe Fabre. Recordé recorrer en taxi calles llenas de basura en compañía de Carlos Velázquez, buscando cocaína (la mejor del país). Recordé lo mucho que me cuesta no consumir, algo que procuro (dijera Savater) por una ética de amor propio, sin promesas inocuas y sin andar sermoneando ni empadronando a nadie: un día sí y un día no o un día a la vez, como cantó Lorenzo de Monteclaro. Recordé –inevitablemente– a Heriberto Yépez en su papel de Prudencia Grifel (al fin Heriberto Yépez encontró su rol auténtico en la gran telenovela de las letras mexicanas) erigiendo su flamígero cuanto artrítico dedito para exclamar, tonante: ¡no se droguen, muchachos!... Ahora estoy esperando su conocimiento revelado en el sentido de que, si no estamos de acuerdo con los monopolios que la corrupción y las leyes mexicanas fomentan, mejor dejemos de criticar y prescindamos de la tele, el celular, el teléfono, el internet y los molletes de Sanborns: qué bonita es mi televisaslimcultura, ¿no?
Por eso casi no salgo, Lolita. Me asusta la violencia. Pero me asusta más la estupidez.
Pura mierda. Todo.
Y no me excluyo: alguna vez quise anotarme en NAR como voluntario para contar cadáveres en el blog Menos días aquí. Antes que yo lo hizo Miguel Gaona, quien además de buen poeta es algo así como un hermano menor que me nació en la vida adulta. Yo vi a Miguel, un hombre sano y dulce, envejecer un poco durante aquella semana. Y decidí (me avergüenza saberlo, decirlo no) que yo no tengo la entereza de mi bróder. Será que en esto de envejecer la naturaleza realizó ya la mejor parte de su trabajo conmigo.
Es como en las mañanas: detesto que venga la recamarera a preguntarme a qué hora voy a salir del cuarto para que ella haga lo suyo. Si por mí fuera no saldría nunca. Cada vez que suena el teléfono o tocan la puerta, recuerdo esa vieja canción de Men At Work: “Who can it be knocking at my door? Stay away, don´t come back here no more”. Si por mí fuera no saldría nunca pero alguien tiene que hacer el aseo. Me baño, me rasuro, me visto, bajo a la calle, camino un poco. Está bien que uno se las dé de huésped mientras los buenos y los malos trabajan, pero no voy a quedarme todo la tarde panzarriba viendo tele al amparo del aire acondicionado mientras los choznos de Gengis Khan se devoran a puños Veracruz: lo solo bello. Salgo y, en vez de turistear, espío. Por Emparán, dos transeúntes hablan de un hospital que permaneció bloqueado toda la mañana. Hay varios muertos. La prensa local (endémica e ingenua ceguera nacional) no dice nada. Pero hay cientos de twitts al respecto.
Cuentan más cosas, Lolita: hablan de calibres, de tipos de herida, ya tú sabes. No me detengo en los detalles porque no estoy muy seguro de que este país necesite una nueva novela del narco. Lo menciono porque ni siquiera quedándose uno encerrado en la habitación 416 del Hotel Veracruz podría escapar del tema: eventualmente vendrán a tocar la puerta. Alguien tiene que asear un poco. Alguien tiene que sacar la basura.
Te agradezco que, durante el último año, hayan empeñado (Alicia y tú y muchos otros amigos) tanta energía en hacer Nuestra Aparente Rendición. Para mí es mucho más que un lugar donde escribir, participar o leer: es un pozo testigo de los grados de humanidad que me quedan.
Hartos besos y abrazos,

 

J.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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