En medio de la cotidianidad absurda a la que me había dejado arrastrar, como los camarones cuando se duermen, las imágenes que había visto aquella tarde de agosto me taladraban la cabeza entre cada ciclo de lavado. No sabía, entonces, si era la sangre, o los cuerpos atados de las manos, o mi incapacidad para asimilar que en efecto eran hombres y mujeres apilados contra una pared, pero muertos, ya muertos, lo que hacía que regresaran una y otra vez.
La muerte, así sin razón alguna, así sin ser el final de un largo proceso de descomposición orgánico, así nada más porque SÍ. Porque se puede disparar un arma y atravesar familias enteras. La muerte así, porque la piel se revienta y los huesos se rompen en milésimas de segundos. La muerte así, porque a la vida le lleva alrededor de 40 semanas construirse dentro de un vientre y con una bala en menos de 40 segundos se va todo al diablo. La muerte, real y definitiva, no como consecuencia sino por capricho.
Luego de leer la carta supe por qué no se iban las imágenes, hasta entonces comprendí lo que sentía y sólo así pude darme cuenta de que estas muertes me molestaban, me dolían. Porque yo sabía, muy dentro de mí y debajo de todos esos metros de tierra que había puesto encima, que nadie tenía el derecho de “quitarle la vida” a otro de forma real o simulada. Porque las víctimas, contrario a lo que se diga, no son quienes crean al verdugo; hay quienes eligen ese lugar de predador.
Firmé la carta y al mismo tiempo una sentencia de vida. Firmé la carta y la reenvié de inmediato venciendo mi propia aparente rendición, mi perplejidad constante. ¿Qué hacemos? Tú dime…, le contesté a Lolita. Porque la muerte injusta de 72 personas y otras 40 mil me pareció motivo suficiente para salir de la apatía y tratar de hacer algo. Porque de hacer algo… se puede cambiar al mundo si hacemos que los “predadores” se den cuenta de que las víctimas somos todos, empezando por ellos mismos. Porque se puede cambiar al mundo si empezamos de una vez, y aunque sea de uno en uno a tratarnos como humanos.
Desde ese día empecé a desenterrarme y a dejar los trastes sucios en la cocina y a que las telarañas cubrieran las puertas y las ventanas… pero también desde ese día no le permito a nadie, que esté cerca o no tan cerca de mí, que utilice la palabra MUERTE o sus derivados a la ligera, como muletilla o simplemente porque SÍ.
“Creemos que nos urge inventar recursos para ser quiénes somos y no quienes nos están acorralando a ser. Tratando de superar, nosotros también, nuestra aparente rendición ante lo que nos sucede. Nuestra perplejidad constante”. Lolita Bosch, septiembre 2010
Y así empezó todo… Recibí la carta de Lolita un día cualquiera, un día en el que lavar la ropa y los trastes empezaba a llenarme la boca de tierra. Un día en el que todo tenía sentido pero nada tenía un significado. Un día en el que desperté, igual que los últimos 3 años, queriendo estar muerta.
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