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En periodismo, lo mismo que en ciencia, la Duda es el principio. Existe el periodismo, en parte, porque en nuestra interacción gregaria surgen dudas y alguien tiene que ayudar a plantearlas y a que sean respondidas o, por lo menos, a que quien las produjo quede visible. Ese alguien es el periodista.

 

No añadiré el cliché añorante de que, «sin embargo, en México eso se ha perdido». En el periodismo industrial mexicano, como en otros de herencia autoritaria, el ingrediente de la duda ha ido diluyéndose casi hasta desaparecer. Tampoco saldré con el achaque de que «antes se hacía verdadero periodismo de investigación». Tenemos un periodismo investigativo más vigoroso que nunca, pero, en general, se produce fuera de los corporativos noticiosos, lo cual es explicable: las finanzas de estos dependen crecientemente de materia prima ―información― chatarra, producida por instituciones y poderes facticos ―chatarra en el sentido de su ínfima calidad y de que es inverificable.

 

La industria noticiosa dispone de un flujo incesante de información barata, procesada por periodistas mal pagados, maltratados y no profesionalizados, y que lejos de verificar, empaqueta, «potabilizándola» para la audiencia. Imaginemos a un «intermediario» que compra leche, la mezcla con agüita coloreada y sin mayores normas de higiene, y la envasa, ofertándola como leche pura y fresca. Así se industrializan aquí las noticias.

 

En ese proceso industrializador es donde a la información se le pasteuriza para matarle el germen de la duda: permitir que esta viva en las noticias implica mandar a los periodistas a verificarlas, algo que exige inversión, o sea, «pérdidas». Mejor nos justificamos diciendo que «la velocidad a la que ocurren los hechos» nos impide constatar la información.

 

Estas simplificaciones teóricas me asaltaron una tarde mientras conducía al sur de la Ciudad de México escuchando a Adriana Pérez Cañedo en la Segunda Emisión de Enfoque [100.1 FM, agosto 13, 2012]. No digo que ella sea el problema; como el resto de los periodistas, yo incluido, proviene de la industria descrita, que entre otros daños sociales produce lo que Pierre Bourdieu llama «violencia simbólica». Ella es síntoma y corresponsable de un problema palpable en los siguientes momentos:

 

1) Al entrevistar a Jorge Camargo, vocero de la Suprema Corte, acerca de la detención de un exfuncionario acusado por la Procuraduría General de la República de servir a una organización criminal, la periodista afirma que «ahora ―dicho exfuncionario― es un presunto responsable». El problema es que no existe el tipo penal «presunto culpable», ni puede encontrársele en la legislación. Es un coloquialismo de averiguación previa que reproduce el prejuicio en el que se basa el sistema penal inquisitorio: todo ciudadano sometido a investigación por hechos constitutivos de delito es culpable; se presume su culpabilidad y no su inocencia, violándose su derecho al debido proceso.

 

2) «Los trascendidos dicen que no se descarta que otros servidores públicos estén involucrados», expone a Camargo la periodista. Pero, ¡qué son los «trascendidos»! ¿Verdades a medias? ¿Rumores? ¿Versiones? ¿Decires? Se cuentan entre las peores lacras del periodismo, son antiperiodismo, pues en el mejor de los casos se trata de versiones inverificables que se dan por ciertas, quitándoseles el componente esencial de la duda. Constituyen el ignominioso monumento al servil acto de fe del periodismo hacia el poder. Son verdades solo porque se enuncian.

 

3) Quien a media entrevista era, según la periodista, «presunto culpable», al final está ya «vinculado con el cártel de Sinaloa». Fácil. Nadie tuvo que demostrar nada ni se requirió proceso y juicio. Además, Pérez Cañedo da por sentado que son «las investigaciones que tienen las autoridades», obviando que en México el ministerio público suele basarse en «testimoniales», ahorrándose el acopio científico de evidencias. Así, la certeza del ministerio público en supuestos testigos se traslada al periodismo; en ambos casos, la duda muere no obstante su importancia para arribar a la verdad judicial e histórica.

 

4) En una nota posterior sobre la detención de una persona señalada por la Secretaría de Marina de pertenecer a un cártel criminal, la periodista reproduce el apodo que la fuente impone al detenido; le cree información tan delicada como que el detenido tenía «identificaciones de la periodista que fue asesinada, Ana Irasema Becerra Jiménez», mencionándola como mero trámite, y refuerza la épica comunicacional destacando la supuesta manera como «se logró» «la acción».

 

5) En una posterior noticia sin fuente, la conductora recurre de nuevo a un cliché, «sicarios»: «Cuatro presuntos sicarios muertos dejó un enfrentamiento entre elementos del Ejército y delincuentes en Fresnillo...». Quienes segundo atrás eran «presuntos», se convierten en «delincuentes». ¿No hay posibilidad de que el Ejército ocultara así una ejecución extrajudicial? ¿Las víctimas traían código de barras donde podía leerse «Ocupación: sicario»? ¿Se justifica el asesinato de delincuentes? ¿Llamar a una víctima mortal «sicario» no es una sentencia condenatoria contra alguien que, además, no puede defenderse ni reivindicarse? ¿No es por ello impune quien lo acusa y condena?

 

Al matar la Duda el periodismo muere con ella. RIP.

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