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Funeraria girasoles: autobiografía de la carroza

1. Yo no soy como esas carrozas histéricas, todas emperifolladas, que no le puedes meter un muerto porque te da miedo romperlas. No señor, todo lo contrario: durante más de veinticinco años, he sido una carroza sencilla y trabajadora. Es más, originalmente era una ranchera ford. Ni bonita ni fea, más bien cumplidora.

2. Salí de la fábrica en marzo de 1982 y, a los cuatro días, me llevaron a Auto Mundial, a doscientos metros de la estatua de la libertad. Lo sé, no es la original, es una imitación, pero igual es la única que hay en Valencia. No me pusieron cerca de la vitrina, pero a los cuatro días me vendieron a la familia Estopiñán. El papá, la mamá y cinco muchachotes que jugaban béisbol con Los Criollitos.

3. Pasado un año, hubo un problema con el dólar y los Estopiñán —entonces yo los llamaba Estupiñán— se fueron de Venezuela y me vendieron. ¿El nuevo comprador? Un argentino que convertía rancheras y camionetas en ambulancias o carrozas fúnebres. Muy hábil él, se llamaba Diego y, debo reconocerlo, las ambulancias le quedaban mejor. A mí me tocó ser carroza.

4. En 1984, me alquiló a una funeraria que quebró a los cinco meses por falta de negocio. El encargado era un poco torpe con lo de la publicidad y ... De esa época recuerdo que, como no tenía nada qué hacer, el encargado me usaba para enseñar a manejar al sobrino.

5. En 1986, hace ya veinticuatro años, el argentino me sacó de la primera funeraria y me vendió a la Funeraria Girasoles. La funeraria había sido fundada cuatro años antes —entonces se llamaba "Fotocopias de Bárbula" y trabajaban con carrozas prestadas— por un grupo de estudiantes de medicina. Una vez graduados, le vendieron el negocio a la gorda de la lotería.

6. Fui la primera carroza propia de la funeraria. Durante años hice traslados de todo tipo. De la morgue a la funeraria. De la funeraria al cementerio de Naguanagua, al municipal de Valencia o al privado de Jardines del Recuerdo. Hice incluso viajes internacionales: llevé ataúdes a Medellín y, una vez que la gorda necesitaba dinero, ella y yo hicimos un viaje de setenta y dos horas hasta Quito.

7. Hubo una época, cuando cerraron el hipódromo, que en Valencia se puso de moda hacer carreras de carrozas y yo llegué a la final en dos ocasiones. Nunca gané, es verdad, pero fue por culpa de la gorda: no sólo siempre me ponía repuestos usados sino que además cuando pasaba por la Iglesia de El Viñedo se santiguaba y las otras carrozas aprovechaban para adelantarme.

8. La gorda y yo hacíamos cuatro o cinco servicios por día. Eso duró dos o tres años. La gorda trabajaba para operarse el estómago. Estaba ahorrando dinero para dejar de ser gorda y lo consiguió. No recuerdo cuántos, pero entonces eran varios millones de bolívares y, de entierro en entierro, la gorda consiguió el dinero de la operación.

9. Fue una lástima, sin lugar a dudas, pero, ya delgada, no quiso seguir trabajando en la funeraria y le cedió el testigo a Daniel, el primer novio que consiguió.

10. Yo no quise darme cuenta inmediatamente, pero desde el primer momento todo cambió.

11. La primera vez que Daniel subió a la carroza encendió un cigarrillo al apenas arrancar. Luego, como habíamos llegado a la casa donde nos esperaba el cadáver, se metió un chicle en la boca y, antes de bajar, chas, lo escupió entre las piernas, justo detrás del freno.

12. Con él, comencé a hacer exhumaciones. La primera vez sacamos el ataúd del Cementerio Municipal y lo llevamos a Jardines del Recuerdo.

13. Las exhumaciones se hacen volando, rápido, rapidísimo, porque si han pasado menos de cinco años del entierro, los ataúdes huelen fatal.

14. Luego de cada exhumación, Daniel me limpiaba con vinagre para que yo dejara de oler a carne podrida.

15. En esa época, debido al olor que me impregnaba, dejé de ser una carroza de entierros y me convertí exclusivamente en una carroza de exhumaciones.

16. Entré en un mercado que ya existía, pero que yo inicialmente desconocía y puedo jurar que todo era diferente: no sólo por el olor y la prisa debidos a la descomposición, sino porque las conversaciones eran diametralmente opuestas.

17. Me explico. Me comienzo a explicar. En los entierros, normalmente los funerarios dicen muy poco o nada, incluso cuando van solos conduciendo la carroza rumbo al cementerio. En las exhumaciones, suelen venir los más procaces y todo el tiempo están, como si rezaran, diciendo, mascullando, rumiando pequeñas vulgaridades: "coño, mierda, nojoda, qué vaina, hijoeputa, el coño de la puta madre".

18. Continúo y termino (la explicación). En las inhumaciones, normalmente los parientes luchan por subir de copilotos a la carroza y, una vez dentro, lloran y construyen, declaman más bien, necrológicas amorosas de sus difuntos: "Era tan bueno. Imagínese que cuando yo me enfermé, vendió su casa para pagarme la operación. Es que era muy amable y, por eso, en el trabajo, todo el mundo lo quería”. En las exhumaciones, pasados ya días, semanas, meses o años de la muerte, nadie quiere entrar. Por el olor, claro está. Y si alguno sube, obligado por una orden materna  o matrimonial casi siempre, se la pasa todo el trayecto maldiciendo: "Hasta en esto me jodió el hijoeputa. Era un bicho, un pedazo de mierda. A la mujer la llenó de cuernos y no reconoció ninguno de los hijos que tuvo porai. Y por si fuera poco, nunca me pagó todo el dinero que me debía. Qué falta de verg...".

19. Entré en ese mercado y me quedé allí por años. Luego, Daniel y yo pasamos al robo de atúdes. Como él perdía mucho dinero jugando billar en el bar de La Entrada, y además tenía dos o tres amantes y las hijas de la gorda ya eran adolescentes, nos vimos en la obligación de aumentar los dividendos y lo único que se le ocurrió fue robar ataúdes que apenas habían sido enterrados, por nosotros mismos o por las otras funerarias, para lavarlos, perfumarlos y hacerlos pasar como nuevos. Nos ayudaba un muchacho de nombre Julián.

20. También es verdad que ahora no importan suficientes ataúdes y hay mucho trabajo por hacer, mucho muerto por enterrar. Por eso llevamos el féretro al cementerio, lo enterramos, vamos al bar donde Daniel y Julián juegan billar y, a las dos horas, regresamos a exhumar el ataúd. Ellos sacan el cadáver, lo envuelven en una sábana blanca —las compran por docenas en El Tijerazo— y lo meten en la fosa otra vez. Finalmente nos llevamos el ataúd y, al día siguiente, lo vuelven a inhumar.

21. Eso era lo que intentaban hacer ayer. Era un entierro malandro e hicimos bien la mayor parte del trabajo. En la carroza se subió el hermano del malandro, que muy malandro no era y parecía más bien universitario o empleado bancario. Un muchacho serio: moreno él, de casi veinticinco años de edad, que se sentó entre Daniel y Julián. Cada vez que pasaban a nuestro lado las motos con los reproductores a todo volumen —ayer la tenían cogida con Juan Gabriel y lo ponían a cada rato— se estremecía y maldecía. Se veía que estaba a disgusto. Incluso intentó evitar que los amigos del obciso robaran a los conductores que hacían cola detrás de nosotros —lo único que consiguió fue que eximieran a  las mujeres— y, cuando los motorizados nos obligaban a detenernos para hacer delante de la carroza sus exhibiciones acrobáticas, los increpaba: "Muchachos, vamos, que si no llegaremos muy tarde".

22. Llegamos al cementerio, Daniel lo organizó todo y se inhumó el ataúd en medio de una tromba de plomo y dinamita. Luego Daniel y Julián se fueron al bar de La Vieja a jugar billar y regresaron al cementerio a las tres horas.

23. No había ni siquiera una moto. Tampoco camionetas por puestos. Todo parecía despejado y comenzaron a trabajar. Cuando estaban sacando el cadáver del ataúd, apareció el hermano bancario, que había ido a la gerencia del cementerio a preguntar no sé qué, y, en medio de una retahila de insultos les disparó a los dos y los dejó ahí lisitos sobre el ataúd abierto.

24. El bancario se fue y ni siquiera me dirigió una mirada. Yo ahora estoy aquí, en la noche putrefacta del Cementerio Municipal, y no sé lo que va a pasar conmigo. Sólo sé que será peor, mucho peor. Seguro.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Slavko Zupcic
  • Biografía:

    Slavko Zupcic nace en Valencia, Venezuela, en 1970, y desde hace cinco años vive en otra Valencia, la de España. Trabaja como médico, psiquiatra y escritor, pero fundamentalmente es paciente y lector, además de padre de familia y jardinero sin furgoneta, de asuntos propios.  Entre sus títulos publicados, destacan la dramática evocación de la figura paterna en Dragi Sol (1989), 583104: pizzas pizzas pizzas (1995), el tono escatológico de la noveleta Barbie (1995), Tres novelas (2006) y las peripecias de una detective singular en Giuliana Labolita: El caso de Pepe Toledo (2006). Hay otros libros, seguro, pero sus títulos han sido olvidados y en este momento no sabe de nadie en capacidad de recordarlos. Pasa casi lo mismo con los premios, que en su mayoría le fueron entregados en el siglo pasado, a pesar de lo cual algunas antologías del joven cuento hispanoamericano lo incluyen en sus listas.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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