NUESTRA APARENTE RENDICION

La falsa disyuntiva de Felipe Calderón

Felipe CalderónToda batalla se libra dos veces. La primera en las calles, los campos y las plazas. Se trata del ejercicio real y descarnado de la violencia, que sólo sabe computar muertos. La segunda se libra en un campo que ya no es el de los hechos, sino el de los significados, en un tiempo que no es el presente, sino la posteridad. Su objetivo es reconducir la obscenidad de toda violencia—aún, o sobre todo, la estatal—hacia el sentido. Pero aún antes que capitalizar las victorias o justificar las derrotas, su propósito inmediato es convencernos de la naturaleza inexorable de la guerra. La temporalidad propia de esta batalla es, por tanto, el pasado, al que se hace comparecer para que el presente aparezca como un destino ineluctable, y el futuro, sobre cuya lectura de los hechos busca incidirse. En el caso de México, la actual guerra contra el crimen organizado se libra cada vez más en torno a la justificación futura de un sexenio que todavía no concluye.

Velado reconocimiento de un fracaso anunciado: el gobierno se afana en asegurarse, al menos, la benevolencia del juicio que, desde el futuro, pesará sobre sus acciones.
Arrinconado por la abrumadora percepción pública del fracaso de su guerra, así como por un incipiente pero poderoso consenso internacional post-prohibicionista; sin evidencias alentadoras y minado por el ya insoslayable descrédito moral del gran ciclo nixoniano del combate a las drogas, el presidente Calderón se ha decantado por una voluntariosa afirmación retórica de autoridad, desprovista de todo contenido. Sus argumentos no pretenden convencer a nadie, ni sus políticas de seguridad aspiran a un mínimo de eficacia. La guerra se perdió hace mucho y el presidente lo sabe. En la racha final del sexenio, lo que sólo por convención seguimos llamamos “el gobierno” no es sino un efecto inercial sin sustancia; el fantasma de un muerto que no se ha dado por enterado de que su tiempo se agotó. Es por esto que, perdida la batalla en el plano de lo real, la acción gubernamental se ha emplazado a la única arena donde todavía abriga alguna esperanza de salir bien librada: el campo simbólico. Conforme el poder ve su fundamento real socavado, tiende a ritualizarse. La celebración reciente del Día del Policía, con su marcado boato cuasi-religioso, buscó recordarnos sin ambages, mediante un verdadero auto sacramental que escenificó las nupcias simbólicas entre Estado y Policía, quién está al mando y quién es el garante y depositario último del poder estatal.
Es importante distinguir el ámbito simbólico en el que Calderón libra su última batalla de la noción de legitimidad. La legitimidad alude a un contexto mínimo de reciprocidad entre gobernantes y gobernados, y supone un espacio público estructurado a partir de la interlocución entre el Estado y la sociedad civil.  Sin embargo, desde el inicio de su mandato, Calderón fundó la gobernabilidad no en un pacto civil sino en un arreglo pragmático con los poderes fácticos, basado en la cesión de cotos y competencias, así como en la administración discrecional de impunidad. Ungido por lo más graneado del antiguo régimen, Calderón abandonó por completo la esfera de lo público y sus dinámicas de mediación y construcción de consensos. Pese a lo que afirma una manida línea explicativa de la guerra emprendida por Calderón, su gobierno no precisó nunca de legitimidad: le bastó con asegurarse la fuerza. En todo caso, la única legitimidad que parece interesarle en este momento es la legitimidad retrospectiva de su mandato de cara al exterior, a fin no sólo de conservar un mínimo de capital político, sino también de conjurar un nada improbable juicio por crímenes de guerra ante tribunales internacionales.
Perdida la guerra en los hechos, el único frente de batalla que aún permanece abierto es un frente puramente ideológico: el de la interpretación y el significado que se le dará a su sexenio sangriento. Esta batalla se juega en el establecimiento de una narrativa dominante sobre lo sucedido, capaz de dotar de algún sentido histórico a la derrama de sangre. (Como cualquier desafortunado receptor del boletín de Presidencia sabe, la artillería mediática de Los Pinos está abocada a esa tarea.) En mi opinión, hay signos preocupantes de que podría establecerse una lectura que justifique históricamente la militarización del país y que exima a Felipe Calderón de la responsabilidad de haber lanzado al país a un círculo interminable de violencia.
Como demostró su discurso en la universidad de Stanford, a Calderón le urge establecer una mistificación conveniente del pasado, que le permita aparecer como una figura dotada de una misión histórica. Se trata de un recurso desesperado, pues implica abandonar nuevamente toda responsabilidad pública frente al dramatismo del presente, para refugiarse en la reelaboración amañada del pasado. Su propósito estratégico es evidente: lograr un mínimo de justificación por efecto de contraste. No es difícil reconstruir, en sus rasgos esenciales, la narración que está detrás de esta empresa, entre otras cosas porque el propio Calderón y su menguado séquito de opinadores obsequiosos lo pregonan a la menor oportunidad. Ésta se basa en el doble juego que consiste en invocar un pasado priísta absolutamente corrupto y criminal, para postular, a renglón seguido, la entelequia de la alternancia como rompimiento radical con el pasado. Como todo mundo puede notar, esta narración pasa por alto, entre otras cosas, que muchas de las lacras que hoy supuestamente se combaten campeaban a sus anchas todavía en el foxismo, o que la criminalidad del régimen priísta, que nadie pone en duda, apenas se tradujo de un esfuerzo verdadero por ser llevada a la justicia. Por otra parte, Calderón aderezó su mistificación presentándose como un paladín de la legalidad, cuando en los hechos, al amparo del discurso de la guerra y del fuero militar, su gobierno se ha basado en un uso para-legal del poder, en un desacato de sus obligaciones de esclarecimiento de crímenes, así como en el establecimiento de lagunas de excepcionalidad e impunidad selectiva.
Sin embargo, detrás de esta narración, que pocas personas honestas se creen, hay un mito estratégicamente fraguado que resulta mucho más insidioso en la medida en que tiene la apariencia de ser más razonable: el que insiste en plantear una disyuntiva entre combatir al crimen organizado o negociar con él. Guerra contra el narco o capitulación: esta es la oposición última, el grado cero de la argumentación, al que el gobierno de Calderón apela cada vez que se le agotan las razones. Resulta sorprendente hasta qué punto un amplio sector de analistas y periodistas aceptan sin chistar esos términos.
Lo primero que habría que decir es que no se trata de una disyuntiva obvia o neutral. Es una disyuntiva cuyos términos implican un sesgo peculiar, una forma, entre otras, de interpretar un problema real. La elaboración de este tipo de disyuntivas es una fase necesaria de la conceptualización de un problema, pero así como un problema admite diversos diagnósticos o aproximaciones, los términos de estas disyuntivas son en principio variables. En Colombia, por poner un ejemplo, el gobierno de Uribe planteó una disyuntiva entre combatir frontalmente la producción de drogas o combatir los estragos sociales generados por el tráfico, decantándose por ésta última opción. En nuestro contexto particular, una disyuntiva más responsable y meditada habría puesto sobre la balanza los costos de combatir a los grupos criminales en las calles o combatir su entramado económico y sus redes de complicidad dentro del gobierno.
Sin embargo, la disyuntiva con la que el presidente Calderón quiere persuadir a los mexicanos de la inevitabilidad de su fallida guerra tiene una diferencia con las anteriores: es una disyuntiva falsa. En ella los dados están cargados desde el principio. Aunque a primera vista nos ofrece dos opciones, en realidad está formulada de tal manera que sólo una de las alternativas parece razonable o factible. Pero no debemos dejarnos engañar: su aparente razonabilidad es una ilusión. Esta falsa disyuntiva, cacareada por voceros oficiosos y retomada acríticamente por la prensa, cancela moralmente la disensión y es utilizada por Calderón para denostar cualquier llamado al diálogo y la rectificación. Para aclararnos, vale la pena hacer explícito lo que esta disyuntiva realmente dice: o se acepta a pie juntillas el modelo actual de la lucha contra el crimen organizado, basado en el principio del patrullaje policiaco y militar, así como en el descabezamiento de los liderazgos más visibles de los cárteles, o se reniega de las legalidad y se está dispuesto a negociar con los criminales. La alternativa que Calderón nos ofrece es entre ser adictos al régimen o renegados de la legalidad.
Javier Sicilia no se equivoca cuando achaca al gobierno una falta de imaginación, un dogmático apego a la violencia. El ejercicio de la ciudadanía activa pasa hoy en día por sustraerse a la disyuntiva a la que el presidente nos emplaza; recuperar el ejercicio de la imaginación ahí donde él sólo sabe ofrecernos dos callejones sin salida. Debemos leerla, pues, como lo que es: una prueba inequívoca de que el problema ha sido mal planteado. En un sistema lógico o matemático, la demostración de una contradicción es signo de que los principios de los que se partió son incorrectos: se impone revisarlos. De modo similar, un escenario en que sólo se nos ofrece una sangrienta militarización, con su nutrida dotación de lacras colaterales, o poco menos que la traición, es el argumento más poderoso para convencernos de que las coordenadas con las que se ha abordado el problema son a todas luces insuficientes. La falsa disyuntiva de Calderón sólo expresa su propia limitación profunda, su fracaso histórico a la hora de combatir al crimen organizado.
Cancelada toda esperanza de rectificación por parte del gobierno, resulta claro que corresponde a la ciudadanía, agraviada y organizada, la imposición de una reflexión profunda e imaginativa en la agenda nacional. Es necesario detenerse y revisar con seriedad los paradigmas en los que se basó esta guerra. “No hay nada menos práctico que el pragmatismo”, escribió Chesterton, al tiempo que advertía de los políticos oportunistas, que se sienten “demasiado prácticos como para ser puros y demasiado patriotas como para ser éticos”. Cuando los paradigmas pierden su capacidad de explicarnos el mundo u ofrecer soluciones factibles, es necesario abandonarlos. “Es mucho más práctico empezar por los principios”, concluía Chesterton con su característica sabiduría a contracorriente. La situación actual en México nos obliga moralmente a reinventar las preguntas para poder imaginar nuevas respuestas.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: David Horacio Colmenares
  • Biografía: Maestro en Filosofía por las universidades de Lovaina y Barcelona. Redactor de Weary Bystanders. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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