NUESTRA APARENTE RENDICION

La falta de marihuana en la Revolución

Archivo Casasola Archivo Casasola Ricardo Pérez Montfort en le libro "Yerba, goma y polvo"

 

Dice el corrido revolucionario que la falta de marihuana —todo mexicano lo sabe— no permitía a la cucaracha caminar como Dios manda. Ese conocimiento primigenio nos recuerda que nuestra nación convive con la mota, por lo menos, desde que empezamos a soñar que el pueblo podría gobernar al país. Lo que no sabemos muy bien y quiero decir aquí es que especialmente los sueños guajiros están hechos de sustancias misteriosas, según contó mejor que nadie el general Francisco Urquizo, en su célebre novela Tropa vieja. Allí el general narra la deliciosa y dramática relación de los revolucionarios con la marihuana.

Urquizo se unió a la Revolución mexicana en 1911 del lado Emilio Madero en su natal Coahuila. De hecho, le tocó luchar durante la Decena Trágica y narrar la muerte de Francisco I. Madero en 1913. También combatió la usurpación huertista al lado de Venustiano Carranza, a quien acompañó durante su muerte en Tlaxcalantongo en 1920. Fue entonces que, luego de estar preso un tiempo, en la cárcel de Santiago Tlatelolco, Urquizo decidió exiliarse en Europa.  Allá escribió crónicas y novelas sobre la Revolución extensa y emotivamente hasta que Lázaro Cárdenas lo invitó a reintegrarse al ejército mexicano.

 

En el camino, Urquizo produjo 30 volúmenes, entre ellos, el más celebrado fue Tropa vieja, novela que se antoja crónica por la vividez, la intimidad de mirada y el detalle de la trama. El personaje principal es Juan, un peón indisciplinado de una hacienda por el rumbo de San Pedro de las Colonia, Coahuila:

Luego de insubordinarse a los patrones y gachupines en una noche de juerga con su compadre Celedonio, Juan fue encarcelado. Después lo mandaron a fuerzas, madreado, amarrado, arrastrado como soldado de leva del ejército porfirista poquito antes de que empezara la Revolución.

La maravilla de la novela radica en que cuenta la Revolución desde los ojos de quien algún cronista puritano pudiera considerar antipáticos siervos del porfiriato. Pero uno no puede más que simpatizar con los sufrimientos de este Juan, que es metáfora de todos los Juanes revolucionarios: el soldado nuevo que a punta de madrazos aprendió la disciplina militar, no sabía muy bien qué pleitos cargaban los políticos, cambiaba de lado para tirar balazos al ritmo de los bandazos del movimiento revolucionario y apenas tenía lo necesario para no morir de hambre, de sueño, de tristeza, de soledad, de miedo, de rabia por las injusticias que habría de pasar.

A lo largo de la novela, hecho inusitado, Urquizo nos revela el consolador papel de la mariguana para los Juanes. En una plática de Juan con otro Juan, pero de apellido Carmona, dijo estar triste, porque su madre había contado en una carta que estaba moribunda.

La plática entre Juan y Carmona se deslizó engrasada por el dolor compartido y luego, luego se volvieron amigos allí encuartelados en Monterrey. Carmona contó su vida y hasta una que otra maña para sobrevivir. Entre otras cosas, Carmona dijo que la mariguana y el mezcal eran buen refugio para la depresión de ser leva, estar lejos de la familia, ser esa “tropa nueva” que tenía que aprender las reglas de la vida militar a garrotazos.

Había otros refugios, claro está, no estaba mal conseguir una chatita y empiernarse en las noches de vez en vez, pero eso no era tan buen escape de la dura realidad cuando tenías que hacerlo —sí, eso— con compañeros de sección al lado oliéndote las hediondeces.

Juan preguntaba cómo era posible que metieran mariguana al cuartel. Carmona le contestó que era relativamente fácil. Había toda clase de técnicas. Una muy socorrida era usar a los niños y las soldaderas de la tropa para el contrabando, otra conseguirla por medio de los vagos de la banda de guerra.

¿Y cómo era posible que usaran a los niños para contrabandear marihuana?

De veras se notaba que Juan no conocía las trampitas de la tropa vieja para alivianar la vida.

“Mira, le decía Carmona, cuando son de pecho y los traen cargados en la espalda sus madres, les meten entre los pañales las tripas de aguardiente o de mezcal o los manojitos de yerba. A ellos no los esculcan los cabos o los sargentos, nomás a las viejas”

Y vaya que era cierto que esculcaban y manoseaban a las viejas. En la tropa hasta los más cabrones, y sobre todo los de rango superior, tenían su corazoncito y sus calenturas.

“¡Buenas aprovechadas que se daban!, exclamaba Juan. Eran muy minuciosos en el registro, pero con todo siempre entraba el contrabando, pues las mujeres y los Juanes se daban siempre maña para meter el licor o la yerba; a veces eran tripas como chorizos, rellenas de aguardiente o de mezcal, metidas entre los corpiños, en las enaguas o entre los pañales de las criaturas de pecho; en otras ocasiones lo que parecía que era caldo en una olla no era sino alcohol; la ollita del café no era sino alcohol pintado de negro y entre las tortillas o entre el pan iba la yerba…  Supe que los de la banda metían la yerba en los pabellones de las cornetas o debajo de los parches de las cajas, cuando volvían de la escoleta; que muchos soldados llevaban la marihuana en el forro del chacó, en el elevador de máuser o en la cartuchera. Supe todas las triquiñuelas y artimañas de la tropa y de las soldaderas para burlar la vigilancia de la guardia.”

Pero, al principio, nada de eso era tan impresionante para Juan como darse cuenta que esos niños, tan diligentes contrabandistas, se convertían en los soldados más canijillos con el paso del tiempo.

“Cuando ya son mayorcitos y pueden caminar no les faltan argucias para hacer lo mismo ¿no te has fijado en ese escuintlillo mugriento que trae un quepis viejo y que casi siempre anda jugando montado en un carrizo que le sirve de caballito?  Pues allí, entre los cañutos del carrizo, mete la yerba y hasta también buenos tragos de mezcal y ni quien se las espante. Ya más grandecillos se juntan con los de la banda, cuando hacen escoleta lejos del batallón, y con el pretexto de que les enseñan a tocar las cajas les meten debajo de los parches las hojas o las tripas.”

Estos son los niños que, azuzados por las soldaderas luego de aprender a robar gallinas y otras delicias para alimentar a los juanes, entraban al ejército con las mañas de la tropa vieja, esas que Juan apenas empezaba a aprender.

Más tardó Juan en enterarse de que la banda de guerra, sus compañeros y los niños de las soldaderas trían la mota, que uno de sus amigos en gritar despavorido de emoción.

-Compañeros ¡Aquí huele a tortilla tostada!

Era su amigo Otamendi, quien había sido periodista y le daba por contar historias raras y componer versos en el aire. Juan no aguantó la curiosidad.

-¿Qué es eso de la tortilla quemada?

-Traigo aquí tres cigarros de los buenos que les saqué a los muchachos de la banda, y si mañana me dan sus dos reales de haber, les doy uno a cada uno.

-Bueno, probaré de eso a ver si se me borra la carta de mi madre. A falta de vino…

-El vino es nada junto a la yerba. Ora verás.

Prendieron los carrujitos y se pusieron a ensoñar. Otamendi no podía parar su soliloquio. Hablaba, hablaba y hablaba como merolico vendiendo miel en penca con versitos.

-¡Yerbita libertaria, consuelo del agobiado, del triste y del afligido! Has de ser pariente de la muerte cuando tienes el don de hacer olvidar las miserias de la vida, la tiranía del cuerpo y el malestar del alma… sacudes la pesadez del tiempo, haces volar y soñar en lo que puede ser el bien supremo. Eres el consuelo del infeliz encarcelado, bálsamo del corazón y de las ideas. Humo blanco que se eleva como la ilusión; música del corazón que canta la canción de la vida del hombre inmensamente libre; libre de los demás hombres, libre del cuerpo, absolutamente libre. ¡Yerbita santa que crea Dios en los campos para alimentar a las almas y elevarlas hasta Él! ¡Yerba que tienes el don de darnos alivio y de hacernos olvidar, quisiera decirte un verso…!

Mientras Otamendi el periodista seguía en su retahíla, Juan sentía esa libertad del alma tan famosa. Respiraba profundo y se perdía en canábica ensoñación.

“Primero, fue una especie de estupor —contaba Juan—, después una ceguera, un zumbido en la cabeza muy fuerte y al ratito algo como si fuera un despertar, pero un despertar muy raro y muy bonito, sin cuerpo y sin ganas de nada, como si todito los tuviera yo. Andar por el aire sin ruido alguno, volar por encima del cuartel, de los pueblos, al través de las paredes. Y un sol ¡Qué sol! Un sol de todos los colores: azul, verde, amarillo colorado, carmesí. Pajaritos cantadores, música en todas las cosas, sones alegres, canciones. Así ha de ser la gloria, suavecita: de todos colores y todos sonidos. Ahorita, si me dieran un balazo, si me mataran, ni fuerza me haría: seguir volando, seguir oyendo, seguir mirando, ¿Qué puede haber mejor?”

Con tan emocionante descripción de un viaje de mota, se entiende la fuerza del soldado para seguir luchando. De ahí se sacaba voluntad para aguantar los cinco años de servicio forzado al que estaban condenados los soldado de leva. No importaba que los azotaran, cuando los cachaban en el viaje. No importaba las peripecias para meter la yerba al cuartel. No importaban las heridas en combate mientras hubiera mota para olvidar un rato el dolor.

-¿Qué me das?, preguntó un soldado agonizante en un tren.

-Un cigarro de mariguana para que te lo chupes, a ver si así se te calman los dolores y aguantas bien el viaje, contestó la Chata de Juan.

Y así viajaban los soldados que hacían la Revolución. Veían el brillo de los rieles del ferrocarril a lo lejos. En muy pocos momentos sentían que el desamparo tendría fin.

“Estábamos en guerra —decía Juan— los pobres desamparados y hambrientos de los campos contra otros pobres también desamparados y hambrientos, pero apergollados por una disciplina militar: la misma necesidad teníamos todos de justicia, y en la desesperación de unos y de otros peleábamos hasta matarnos, con toda nuestra alma, para acabar de una vez no con los opresores de arriba, sino con nosotros mismos; acabar con una vida que nunca había de ser mejor, para ver si era cierto que en el otro mundo se podía encontrar lo que aquí escaseaba para todos”.

Con el pasar de los años, las décadas, los siglos, las palabras de Juan siguen necesarias.

Gracias al sueño de la globalización heredero de la idea de la potencial destrucción de la humanidad por una hecatombe nuclear, la guerra fría, sabemos que sólo las cucarachas sobrevivirán el fin del mundo. No podemos más que ayudarnos a empatizar con los soldados porfiristas y revolucionarios que alucinaron insectos (¿Victoriano Huerta?) durante su necesario escape de la vida dura.

-¡Qué pasa con una chingada!

-Un marihuano que ya mató a uno y anda con cuchillo queriendo echarse a otros, contesta un guardia en una de las escenas finales de la novela.

 

(Supuestamente ocurrió entre San Pedro de las Colonias, Coahuila, Monterrey, Nuevo León y la cárcel de Lecumberri en la ciudad de México, 1910)

 

 

Froylán Enciso

 

 

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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