NUESTRA APARENTE RENDICION

Prometió hacernos guardias y he aquí que nos hace caballeros
La guerra de las Galias, Julio César

Era 1986, yo tenía 15 años. El paso del tiempo, los recuerdos, las lecturas, la edad, me permiten tener una visión más compleja de lo que ocurría entonces. Aunque me temo que esa visión seguramente va a oscurecer, y en ocasiones  a aclarar, lo que me pasó aquel día. Lo digo al empezar porque lo que ocurrió fue simple, no mereció ningún análisis ni ese ni los días siguientes; tampoco dejó secuela alguna las semanas, meses y años posteriores que no pasé recordando lo ocurrido como tal vez hubieran hecho otros, sino, por el contrario, esforzándome por rescatarlo del olvido. Quién sabe por qué. Quizá porque en el fondo sabía que por alguna razón, más tarde o más temprano, acabaría viéndolo como lo veo hoy.
Era 1986 y yo tenía 15 años. Iba en camisa y llevaba una camiseta debajo, aunque no hacía frío; debía de ser noviembre o diciembre, debía de estar terminando el año y las vacaciones prometían kilómetros de playa… pero no la playa que vendría después, de connotaciones distintas, sino la playa ingenua de las olas, de los juegos.
Algunos apagones habían eclipsado la ciudad ya por esas fechas, privándonos de nuestros programas favoritos en la televisión, obligándonos a comer al zigzag de las velas. De pronto la noche se apoderaba de la casa y hacía emerger un rumor que vibraba en el pecho, que disparaba un ansia de aventura. Subíamos a zancadas las escaleras de caracol hasta la azotea; los pasos de mis hermanos retumbaban más que los míos, y una vez arriba, en la fría brisa, escuchábamos las voces lejanas de los vecinos informarnos de lo que no alcanzábamos a ver: “Salamanca tiene luz” –gritaban. “Camacho está apagado”- gritábamos nosotros. Y proseguíamos, barrio por barrio, a veces prismáticos en mano, arrastrándolos lentamente por los cerros sombríos o dirigiéndolos hacia edificios clave, erguidos como peones negros en el tablero apagado que era la ciudad. Eso me llevaba a pensar en la noche cerrada de los bosques, de la montaña y en lo que debió costarle al hombre antiguo enfrentarse a ella, conquistarla, suprimirla.


Tres años atrás había oído mencionar por primera vez a Sendero Luminoso: 8 periodistas habían sido asesinados en una comarca llamada Uchuraccay, un paraje alejado en una provincia alejada llamada Ayacucho en los Andes del sur. Ahora diría que tanto las palabras Andes, como Uchuraccay y Ayacucho me sonaban “míticas”, pero lo cierto es que en esa época no usaba el adjetivo. Cuatro años más tarde, Vargas Llosa sería candidato a la presidencia, pero sólo, al cabo de siete, yo leería el Informe Uchuraccay completo. Y 5 años después lo volvería a leer. Desde entonces lo releo cada vez que puedo. No sé muy bien por qué ni para qué. Alan García tenía 37 años y en el transcurso de esta historia llevaba un año de presidente y su imponente imagen irradiaba una inquietante temeridad que servía a las pantallas para escenificar la hiperinflación, la corrupción, el desempleo, el hambre, la violencia.
Antes de eso, otras palabras sonaron turbadoras y difíciles, pero no hizo falta preguntar su significado: terrorismo, pornografía, masturbación. La noche que mi padre inauguró la azotea con una parrillada, a él y a mi tío Lucho los escuché, alejados del resto, mencionar Uchuraccay y vaticinar que Sendero pronto llegaría a Lima. Sin embargo cuando me acerqué y pregunté de quién hablaban, cambiaron de tema. Pronto y para siempre la palabra “sendero” dejó de significar sendero y ya nadie llamó senderos a los senderos, sólo existían caminos, o caminos de trocha; “sendero” empezó a connotar vigilia, nocturnidad, acecho. Algunos ensayistas me explicaron más tarde que aquella fue la estrategia detrás de los apagones, infundir en la capital la sospecha de que estaban ahí, de que actuaban por sorpresa, de que nos vigilaban.
Los apagones regresan cuando se habla de aficionados al senderismo, sendero trae consigo el atentado contra el Almirante de Marina Gerónimo Caferata, a quien emboscaron en una esquina y cuyo cadáver fue exhibido en la televisión como un guiñapo agujereado; mencionar El jardín de senderos que se bifurcan de Borges me retrotrae al callejón de Conchucos, a la noche cordillerana en que una inexplicable procesión de antorchas escoltó nuestro vehículo por horas, durante unas negligentes vacaciones en 1992.
Pasó el cometa Halley, aposté a Dinamarca en el mundial de México y perdí, España y la quinta del Buitre le metieron 5 pepazos al equipo revelación. Conocí a Paty, la primera mujer que me enseñó a hablar de cosas trascendentes con una mujer, aunque ambos éramos unos niños. Una fiebre de revistas porno se extendió en los recreos del colegio. Jugué por primera vez videojuegos en una computadora. Fumé marihuana en casa de un compañero de la escuela. Jugué por primera vez videojuegos en una computadora completamente stone. Metallica sacó el Master of puppets, que no cambió mi vida para nada aunque años después asegurara lo contrario. Hice amigos con los que intercambiaba discos en los patios del colegio, hice amigos que pronto perdería, que nunca más volvería a ver. Escuché música hasta preocupar a mis padres. Toqué la guitarra en un grupo punk que formamos con esos amigos para los Juegos florales. Escuché música hasta que mi padre me compró una guitarra. Fuimos el primer grupo punk que se presentó en la historia de unos juegos florales recoletanos. Y fue divertido aunque las niñas no se nos tiraron encima como yo esperaba ni nadie votó por nosotros como no esperábamos. Mi padre me compró una guitarra, eso fue muy importante…
Era 1986, yo tenía quince años y ese día ni fui al colegio. Le llamábamos “tirarse la pera”, que entonces no me sonaba como me suena ahora y que siempre sonará mejor que “hacer pellas” o “hacer campana”. Era un buen plan pero tampoco lo recuerdo, salvo que empezaba encontrándome en la esquina de Javier Prado con William y Chicho, dos de esos amigos que pronto perdería y de los que nada sé hasta hoy.
La primera vez que me llevaron al colegio, aquello no era la Javier Prado sino una pista de tierra; antes de llegar a las arboledas que circundaban la escuela y la cochera de autobuses, había al lado del camino una casona desvencijada que era lo más próximo a las películas de terror en blanco y negro que vería jamás. Es curioso como la memoria –o la amnesia– convierte ciertos espacios, ciertos objetos en insuperables. Para entonces las cosas habían cambiado y frente al punto de encuentro habían levantado el segundo Kentucky Fried Chicken de Lima. La palabra “cambio” no tenía entonces el sentido que ahora tiene para mí, que la relaciona con la intendencia, con la acción política. Antes las cosas cambiaban porque el tiempo pasaba y las transformaba. Y en todo caso, hoy la avenida Javier Prado es más importante de lo que llegará a ser jamás el historiador al que le debe su nombre.
Llevaba buen rato parado en esa esquina preguntándome por qué diablos   Chicho y William me estaban dejando plantado. Probablemente habían entrado al colegio o se habían tirado la pera cada uno por su cuenta, en su casa. Habrían ensayado acaso el método de ponerse una cáscara de plátano debajo de la axila a fin de que realmente les produjera fiebre –mito urbano que jamás vi practicar a nadie en el entorno colegial. El primer teléfono celular llegaría a mis manos 9 años después, y de haberlo tenido entonces habría podido utilizarlo para preguntarles si el plan seguía en pie. O la noche anterior alguien hubiera llamado para anunciar: “aborto”. Pero de haber existido celulares no se nos hubiera ocurrido ningún plan y seguramente no estaría escribiendo nada de esto ahora, o lo habría hecho a través de otra experiencia.
Tenía que tomar una decisión pronto: entraba al colegio o me tiraba la pera por mi cuenta. A las 8.30 en punto decidí que me tiraba la pera. En mi mochila no llevaba ni un libro, estaba prácticamente vacía porque ahí irían a parar mi pantalón y la camisa del uniforme; debajo llevaba ropa de calle, un jean y una camiseta, que iban a servir para que no me pararan los tombos –la poli tampoco sonará nunca peor que los tombos- en mi vagabundeo por la ciudad.
Era 1986, tenía 15 años y me estaba tirando la pera solo. Deambulaba por los alrededores del colegio con el uniforme gris escolar. Me convenía desaparecer por las calles vacías del Golf, donde no pasaba ni un alma, llegar a un sitio donde nadie me viera y quitarme la camisa y los pantalones, rápido, y meter todo en la mochila. A partir de ese momento, en jeans y camiseta, sería libre, libre para gastar las próximas ocho horas como me viniera en gana… ¿pero dónde? Calles amplias y serpenteantes, pero sobre todo mudas, acentuaban mis pisadas, mi respiración, mi soledad. De pronto reparé en que estaba en la boca del lobo: residencias de embajadores, políticos y empresarios se extendían detrás de esas fachadas de ladrillos y arbustos. Muy cerca, al otro lado del Golf, en dirección a mi casa, respiraba su tensa calma el barrio de Neptuno, de los marinos. Tras la matanza de los penales, que acabó con la vida de cientos de terroristas amotinados en las cárceles de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara, Sendero Luminoso había jurado venganza contra La Marina de Guerra, encargada de la operación. Yo no guardo ningún recuerdo de haber seguido la noticia pero sí, pocos días después, el recuerdo de Carlos, mi mejor amigo, contándome que su tío Rodo, médico militar, había estado ahí y había podido certificar más de doscientas muertes. Me pregunté entonces a qué olería la muerte, cómo descansan los cuerpos en el suelo, cómo se los mira, quién los reconoce, qué se hace con ellos, y claro, quién dio la orden de ejecutar a los que se habían rendido, qué caras tenían los soldados que ejecutaron la orden, cómo se siente el escalofrío previo al tiro que te van a pegar en la cabeza, tú en el suelo. Aquello había ocurrido en junio de ese año y para mí formaba parte de un pasado que estaba muy lejos, los años marchaban más lento y los meses realmente dividían los años, pero mentiría si dijera que nada de eso caminaba conmigo.
Inesperadamente el cielo empezó a dar señales de que, como nunca por esas fechas, comenzaría a llover; un frío imprevisto erizó los vellos de mis brazos, nubarrones pardos avanzaron pesados hasta apoderarse de las cimas de los cerros que techaban las casas; de haber estado en 1997, cuando tuve mi primer ordenador con conexión a Internet, se me habría ocurrido consultar el reporte del tiempo la víspera y habría traído una casaca impermeable, suficiente para combatir la tenaz garúa limeña.
De pronto era como si ya no fuera 1986 y no tuviera 15 años, de pronto me sentí cualquier hombre en cualquier tiempo, en cualquier territorio, y el miedo me paralizó ante el polvo que levantaban los caballos. Distinguí el brillo de la gladius hispaniensis o espada española, que 18 años más tarde descubriría en un volumen de historia; las alargadas lanzas llamadas pila las reconocería en la universidad, traduciendo La guerra de las Galias; el escudo o scutum era exacto al de las películas, así como las sandalias y los cascos; la guardia que escoltaba al procónsul marchaba como una máquina indestructible y compacta rumbo a la cita con el suevo Ariovisto [1], y el futuro Pontifex Maximus, aún con vida, ignorante de las 23 puñaladas que 14 años después lo reducirían a la condición de mortal, me miró con unos ojos limpios, los de sus 42 años, los de la gloria y las celebraciones, y yo pude seguir mi camino en el bosque preñado de hojas secas, con la fe de los que pueden volver para contarlo.

Barcelona, febrero de 2011


[1] Líder de un antiguo pueblo germano.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Ernesto Escobar Ulloa
  • Biografía: (Lima, 1971) estudió Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza. Ha trabajado como periodista cultural para las revistas Cuadernos Cervantes, Lateral y The Barcelona Review, revista de la que actualmente es editor. Reside en Barcelona, desde donde dirige Canal-L, el espacio audiovisual de Internet dedicado a los libros.

NUESTRA APARENTE RENDICION | 2010

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