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Julio César Toledo. TAMPICO, TAMPS. No es culpa de nadie

Julio César Toledo Julio César Toledo Julio César Toledo

Dios y diablo como destino de un viaje que resultó ser la vida entera…

Víctor Hugo Rascón Banda.

 

No se llaman Pedro ni Juan sino de otra forma, con nombres quizá impronunciables. A lo mejor debíamos decir los verdaderos en voz alta, con todo y apellidos para que los responsables (¿Quiénes son los responsables? ¿Somos todos?) pagaran de una vez o remediaran la historia de estos dos que es la de miles. El caso es que son chicos y a sus quince, ninguno está cumpliendo el sueño que sus padres tuvieron para cada uno. Digo sus padres porque a ellos ni tiempo de soñar les hemos dado, o quién sabe, a lo mejor muy rápido aprendieron que soñar no vale y cuesta mucho. Ambos viven cerca de Tampico; en un lugar que no es ni Veracruz ni Tamaulipas, sino un punto intermedio entre ambos estados que no está en el mapa, que no es desierto, ni trópico, ni llega la voluntad de ningún político en campaña, mucho menos la de dios que es más escasa. Uno, el primero, el más chico, el que no se llama Pedro, fue a la escuela y salió bueno para la estudiada, el maestro rural cuenta que nadie, en la primaria, ponía más entusiasmo a la hora de sumar y restar que el muchachito este. Hasta la telesecundaria se le hizo fácil al muy vivillo. Al otro, al que no es Juan, no le dio por la escuela. Ese se puso a trabajar en las parcelas que cuidaba su papá. Aprendió muy bien todo lo que hay que saber de tierra y temporadas de sembrado. Pero la vida es un melodrama escrito a mano y al muchacho que se llama de otra forma distinta a Juna le dio por creer que trabajar la tierra así, de sol a sol, todos los meses, le daba derecho a reclamar la posesión de esas parcelas y se juntó (mala la hora) con unos que sabían de ir a la cabecera municipal y de derechos y esas cosas que allá, en ese espacio que el mapa no se llama, no son bien recibidas. Apenas cumplía los trece cuando ya había ido dos veces a ver a no sé qué señor, en Tampico, para que regularizara las tierras que, decía con convicción, le pertenecían a su papá. Y lo logró porque un día le dieron un papel que, supuso o preguntó, no sé bien, decía que ese pedazo de país que está después de los huizaches y antes del arroyuelo, eran de Don su padre. Qué esperanza que la cosa (ojala y hubiera sido) ahí quedara. No, le dio, al muy cabeza dura, por seguirse de largo con los otros ejidatarios; ayudar a fulanito y al papá de otro sin nombre, luego a la familia de doña jodida y a los todos que trabajan la tierra en esos alrededores. Alguna vez, cuentan, habrá de haberse encontrado con el que no era Pedro en el camino de terracería que sale de los sembradíos y va a desembocar a la carretera federal. A lo mejor, (por qué no, todo es posible) se vieron en la tienda del rosedal y se tomaron un refresco caliente al mismo tiempo; se sonrieron a lo mejor sin saludarse, o se dijeron cosas del clima y las muchachas. O a lo mejor sabían bien quién era quién, se conocían, se llamaban por su nombre y hasta se caían muy bien, no lo sabemos. Pero sí que sabemos que ese morro que no se llama Pedro, después de la estudiada le dio una calentura común por estas tierras, quiso traer botas de lizard y aspirar a llegar en troca a los bailes –pocos– que de vez en cuando se organizan. Y no hay mucho que hacer si eso se quiere, irse de brasero quizá, aunque primero hay que juntar un buen billete para pagar el pollero que te lleve. En cambio si se tiene suerte y el azar ayuda un poco, se puede contactar con esos otros, los que no son de por aquí pero aquí andan, con sombreros comprados en Reynosa y camisas chingonas de oro filo. Pues este chico bien pronto (como todo lo que antes aprendió) le supo al negocio de las drogas. Los otros, los que allá en la capital les dicen narcos, le dieron un trabajo y dinero. Y en casa de sus padres, el canijo muchacho falso Pedro, echó el segundo piso y puso reja de herrería. Qué bendición y qué contento. Y mientras tanto, ambas madres bordaban servilletas con los hilos endebles en que su alma, apenas sostenida, está en desasosiego de que el pobre (Juan o Pedro) anduviera en esas cosas metido, en esos menesteres que no son de bien. Pero al consuelo del pobre viene el tiempo, que en este país es siempre breve, y los males no duran (qué fortuna) cien años, a lo mucho dos sexenios. Una tarde en noviembre del año que termina, hace muy poco, con sus quince años que parecen diecisiete, el joven que no es Juan, el campesino, regresando de una reunión de esas incómodas de confederaciones y compañeros, tras haber leído en la orden del día la posibilidad de no pagar cuotas groseras por vaya a saber usted qué protección, cerquita del camino que lleva de la plaza hasta su casa, cayó rendido a tiros; muerto todo sin remedio: por andar en esas cosas de enredos, dijo a un tío cercano un policía municipal. No hay derecho gritó en medio del llanto la pobrecita madre que quería decir en realidad: no es justo para mí que me lo quiten. Hace unos días un diputado (así le dicen ellos a un hampón que quiere serlo) se sentó en la mesa de doña mamá del Juan que no lo es, a escucharla llorar y pedir justicia por su hijo. La culpa no es nadie, le dijo el muy pendejo; es la vida, los narcos, la violencia, el sistema federal que nos segrega. Yo por eso, madrecita, le prometo… La del otro muchachito fue devota a dar el pésame el domingo. Hace meses que no ve al suyo, pero sabe que está vivo, aunque en secreto quisiera que estuviera junto a ella, y reza para no encontrarle muerto, una noche de noviembre ni de enero. Sabe bien que no se llama Pedro, y le choca que le digan “El morrito” porque nombres como ese nomás los maleantes se los ponen y su hijo, el que ella crió, el que fue a hacer dos veces sexto grado de primaria (no por reprobar sino porque quiso aprender bien lo que enseñaban) no es rufián. Pero se cuenta en secreto a voces altas, que El morrito es el temor de muchos otros, y que ya, a sus quince años, ha matado a dos zetas y le gusta disparar una cuerno de chivo que a uno de ellos le robó. No se llaman, ya dije, Juan ni Pedro. Se llamaba Antonio Leal al que mataron, y del otro sólo sé cómo le apodan. Pero a quién le va importar estos destinos, estos nombres ficticios, estas cifras minúsculas que ningún gobernador tiene en la mente. No es culpa de nadie bien dijo ya el político, es así, la vida sola en su natural transcurrir nos ha hecho esto. O quién sabe, quizá fuimos nosotros, que en las manos tuvimos el mundo, el país, las decisiones y fracasamos. O fue un presidente o todos juntos. O la bola de corruptos que se sientan en las cámaras, o el maestro rural de estos dos chicos, o la guerra contra el narco, la invención de los derechos humanos, o los grupos subversivos de incultos ejidatarios. O nosotros, los que a diario sabemos nombres reales y con todo y apellidos nos callamos; o dejamos de oír cuando nos dicen: basta ya de tanta sangre en nuestras manos.

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