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Valeria Luiselli. MÉXICO. ----- Papeles falsos.

Valeria Luiselli Valeria Luiselli Valeria Luiselli

PAPELES FALSOS. LA ENFERMEDAD DE LA CIUDADANÍA

 

Celda

“Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo”, reza el conocido epitafio de Miguel de Unamuno. Hay quienes encuentran alguna salvación, el último y dichoso giro de tuerca, en el après la lettre de una existencia rica en frutos. Los demás debemos preocuparnos por que lo poco que dejemos no se vuelva contra nosotros en la sentencia final que nos estampan en la tumba; si no, seguiremos haciendo caprichos metafísicos con Unamuno, diez metros bajo tierra: “No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí”.

Nada de esto me preocuparía si no fuera porque un día, mientras papaloteaba por el centro de la ciudad de México haciendo tiempo antes de una cita, acabé entrando a lo que yo pensaba que sería un jardín y resultó ser un cementerio. No cualquier cementerio, sino el mismísimo camposanto en donde están las tumbas de los héroes nacionales Juárez, Miramón, Comonfort, Guerrero y Zaragoza. Llevaba conmigo un libro y lo único que quería era sentarme a leer en un espacio callado mientras llegaba la hora de la cita. El policía de la entrada, como todos los policías en las puertas de los recintos oficiales de esta ciudad, se me puso enfrente y me interrogó. No estoy buscando nada en particular -le dije-, sólo quiero sentarme por ahí a leer. Me replicó que San Fernando no era biblioteca, pero que si quería pasar a ver la tumba del Benemérito de las Américas, apuntara mi nombre, la hora de entrada, la fecha y mi firma en una libretita que me extendió. Y de una vez apúntele ahí la hora de salida, me dijo.

Entré al cementerio de buena gana y en ánimo de paseo escolar extemporáneo. Después de una repasada de las tumbas que nos dieron patria, me busqué un rincón tranquilo y abrí mi libro. Fue quizá en un momento de distracción de la lectura cuando alcé la vista y vi la inscripción sobre la lápida que tenía delante mío: Joaquín Ramírez (1834-1866), “Artista insigne y malogrado dejó este mundo para ir a su verdadera patria.” No se me ocurre otra forma tan elegante y al tiempo cruel de vaticinarle a alguien el infierno. Imaginé con terror lo que podría ser de mí a los treinta y dos, edad en que murió el pobre Ramírez, y en lo que mis familiares podrían escribir sobre mi tumba si me muriera en unos años.

Por ese entonces, acababa de regresar de un largo viaje de trabajo por Italia, en donde había estado haciendo investigación para un improbable libro futuro sobre las estancias de Joseph Brodsky en Venecia. Había visitado la tumba del poeta en el cementerio de San Michele, los hoteles en los cuales se hospedaba, los cafés que había frecuentado; entrevisté a sus conocidos venecianos, porteros, meseros, marchantes e incluso di con una sobrina nieta de Pasternak, quien me prometió enseñarme la correspondencia entre los dos rusos pero, al final, sólo pudo o sólo quiso ofrecerme un café y una buena conversación. Cuando terminó ese viaje me juré nunca más leer ni escribir nada sobre aquella ciudad, simplemente porque creo que no hay nada más vulgar que fomentar más páginas sobre la más librescamente mentada de las ciudades.

Sin embargo, ese día en el cementerio de San Fernando, sentada frente a la tumba de Joaquín Ramírez, me pareció escuchar una voz como venida de la ultratumba de mi consciencia, condenándome al mismo destino de todos los malogrados si no dejaba dicho algo por escrito. Así, aunque fuera por pura superstición o por mera lealtad a mis hábitos, supe que debía hacer el intento de escribir estos últimos párrafos venecianos: dispénseme los grandes desde sus tumbas por apropiarme en ellos de su Serenísima.

 

Armario empotrado

Cuando una persona dotada con al menos un poco de inteligencia piensa repetidamente sobre el problema de la identidad, suele llegar, más tarde o más temprano, a conclusiones bastante inteligentes, incluso originales. Yo jamás he podido darle demasiadas vueltas a esa clase de temas: me distraigo a los dos minutos. Por lo tanto, nunca he llegado a ninguna conclusión interesante sobre mí misma. Aunque no lo parezca, crecer en una familia atea, liberal, comprometida pero nunca militante, tiene, en la gran mayoría de las personas, consecuencias devastadoras. Crecer sin un trasfondo rígido de creencias religiosas, políticas o espirituales implica que difícilmente se tendrá después una crisis verdadera. Si el punto de partida es la cómoda pasividad del que se declara agnóstico desde los doce años, sin jamás haberse preguntado sobre esos asuntos importantes y dícese muy serios, como lo son Dios, la muerte, el amor, el fracaso o el miedo, no hay futuro posible para esa persona. Las virtudes que brindaría a alguien el escepticismo se convierten, en el agnóstico precoz, en terribles manos que estrangulan y sofocan la de por sí rara capacidad de un individuo para preguntarse por las cosas. Y al revés, las personas inteligentes que crecen pensando una cosa y, al llegar a cierta edad, se dan cuenta de que todo lo que creían era susceptible de la duda, la descarnada duda, pueden de veras gozar una crisis profunda que los llevará, en el peor de los casos, a conocerse un poco mejor a sí mismos. “El demonio de la duda -escribe T.S. Eliot- es inseparable del espíritu de la fe”.

Pero, desafortunadamente, yo nunca tuve mayores crisis de identidad. Mucho menos tuve reparos con asumir una identidad nacional. Aunque casi nunca hubo una residencia fija en México y, gracias a un nonno lombardo, mi familia y yo tenemos la nacionalidad italiana, siempre supe que México era mi país -y no por un acto de fe auténtico, sino por una especie de pereza espiritual. Incluso, a diferencia de muchos niños mexicanos, durante mi infancia me ponían el traje típico de china poblana cada 15 de septiembre y yo no ponía resistencias ni mostraba un solo signo de rebeldía (si yo tuviera un hijo así, sin un asomo de un espíritu rebelde, me preocuparía). Desde niña, acepté pasivamente el paquete completo de la mexicanidad, como muchos aceptan el cristianismo, el islam o la papilla.

Mi única crisis duró quince o veinte minutos en una tarde de verano en el Periférico de la ciudad de México. A la altura de la salida a Altavista, hay un pequeño jardín raquítico en forma de rombo, que quizá sobró –o quizá, en el fondo, faltó– cuando terminaron de trazar el entronque de la lateral con la avenida que baja hasta el mercado de flores de San Ángel. Hace unos años, por alguna razón que desconozco, mi padre consiguió que alguien donara tres palmeras y un poco de pasto para hermosear ese relingo. Cuando terminaron de restaurar el jardín, mi padre nos declaró –en un acto privado de amor paternal que, de haber sido público, hubiera sido un gesto de tremenda cursilería nepótica muy a la mexicana– que cada una de las palmeras se llamaba como se llaman sus tres hijas. Pasó algún tiempo y un domingo por fin nos convenció de ir con él a visitar el lugar. Cuando llegamos, nos alineó en la banqueta de la lateral de Periférico y nos dijo: Miren hijas, denme la mano (mi padre, cuando se emociona, pide que le den la mano), ahí están ustedes tres, heroicas palmeras a la sombra del Segundo Piso.

Pero no eran tres. La palmera más chica ya no estaba. Quizá me mintieron desde el principio y en realidad sólo hubo dinero para dos –mi padre sigue jurando que eran tres, que se acuerda con precisión. Puede ser. Y si no era mentira, y yo le asignaba algún valor simbólico al hecho de que mi palmera ya no estaba, debía preocuparme por mi fatal destino. Si mi palmera no había arraigado, tampoco yo llegaría a ser nunca una heroica ciudadana a la sombra del Segundo Piso. Nunca echaría raíces en la ciudad de México, ese gran relingo de asfalto que le sobró, o le faltó, al país.

Tumba

“No se puede pisar dos veces el mismo asfalto”, escribió Joseph Brodsky después de un viaje a Venecia. Alguna maldición ha de tener esa isla: mi firme patriotismo e incondicional arraigo en las banquetas de la ciudad de México comenzó a languidecer durante un viaje a esa ciudad.

Llegué a la isla de la manera menos poética y más barata: un poco enferma y en autobús. Crucé el puente desde el estacionamiento de la Piazzale Roma hacia la zona de pensiones baratas: ni un solo cuarto vacante. Empezaba a sentir un dolor agudo a la altura del vientre. Por recomendación de un recepcionista veneciano muy amable -combinación rara- terminé tocando a la puerta del Convento delle Suore Canossiane. Pagué muchos euros por un cuarto que parecía una celda, dejé mis maletas bajo un crucifijo gigante, me lavé la cara y salí a la calle a despistar el dolor.

Perderse en Venecia es un cliché del cual me habría podido salvar gracias a mi buen sentido de la orientación. Pero algo debió haber pasado. Cuando regresé al convento, estaba dando la medianoche, y el gran portón de madera que protege a las monjas del vulgar mundo exterior ya estaba cerrado. No había manera de tocar un timbre o una campana para reclamar a las canosianas mi derecho a una cama ya reservada y muy bien pagada. Pero asumí de buen ánimo la derrota. Pensé que podría pasar la noche leyendo a Brodsky en una banca hasta quedarme dormida o morirme. De seguro, lo mío era incurable y mi destino era morir en esa isla. Sería una especie de triunfal y súbita muerte en Venecia. Además, todo empataba: el libro que llevaba conmigo era precisamente la versión italiana de Marca de agua de Brodsky, Fondamenta degli Incurabili.

Durante mucho tiempo creí en la cursi idea de que la literatura podía ser como una gran casa, territorio sin fronteras que daba cobijo a todos los que no sabemos estar en ninguna parte –o “En cualquier sitio fuera del mundo”, como titula Baudelaire ese poema en donde escribe que “esta vida es un hospital en el que cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama”. Qué mecanismos tienen lugar en nuestro interior para llegar a convencernos de que ciertas metáforas -que algunos utilizan a la ligera sólo para ilustrar su punto- son aplicables a nuestra propia vida, me es un misterio. Nada más lejano a la verdad, en mi vida al menos, que la metáfora de la literatura como un lugar habitable o una morada permanente. En el mejor de los casos, los libros que leemos, como los textos que escribimos, se parecen mucho a ciertos cuartos de hotel donde entramos exhaustos a medianoche y de los cuales nos expulsan a mediodía -o viceversa, como me había ocurrido a mí en esta ocasión. La idea de morir en una banca leyendo a Brodsky era romántica. Pero los libros no nos prestan un colchón para dormir ni tienen una regadera con agua caliente. Después de darle pocas vueltas, resolví llamar a la única persona que conocía en la isla.

 

Amerigo y yo no nos habíamos visto en muchos años. En casa eres bienvenida, me dijo, sólo tienes que caminar hacia la cola del pez, y preguntar por la calle Castello, y me parece que tú estás por ahí del ojo. ¿Tienes un mapa? Sí, le dije, y en cuanto colgamos empecé a caminar como un sonámbulo entre los muros asfixiantes de la ciudad, sin ninguna idea de adónde me dirigía. Durante un rato simplemente estuve siguiendo a una pareja de ancianos ingleses, mis virgilios personales, que se quejaban amargamente porque alguien había grafiteado un muro.

Me perdí. Tuve que volver a llamar a Amerigo desde otro teléfono publico. Si no vienes por mí en este instante, le dije, me voy a morir; estoy afuera del Hotel Escandinavia. He de haber sonado muy mal, porque en unos minutos, arrivo subito, Amerigo apareció por un callejón.

Cuando empezamos a caminar hacia su casa le pregunté por la posibilidad de ir de inmediato al doctor. Eres hipocondriaca, Luiselli, no te ves tan enferma, y me explicó que los médicos privados en Venecia eran para turistas adinerados y cobraban muy caro, así que al día siguiente haríamos buen uso de mi pasaporte italiano para sacarme la residencia en la comuna de Venecia. Luego, tramitaríamos una cartilla médica y, finalmente, yo podría ir con el dottore Stefano, médico del barrio en el extremo sureste de la isla (la cola del pez). Le traté de explicar que esas cosas tardan meses, e insistí en que tenía un dolor insoportable y estaba a punto de morir. Pero me respondió con un “No hay que perder la esperanza, Luiselli”, y lo dijo en un tono tan profético y tan en plena Venecia, que tuve que guardar silencio.

Al día siguiente, fui al registro civil en compañía de Amerigo. No había nadie haciendo fila y en diez minutos me dieron un código fiscal. Luego, visitamos una oficina donde nos declaramos en unión libre -coppia di fatto, dicen-, para que a mí me pudieran asignar una dirección postal. En aquella oficina tampoco había nadie, salvo tres burócratas -sombras nada más- leyendo el periódico. La burócrata que nos atendió nos felicitó por la unión libre y me dijo, después de estampar dos o tres papeles: Adesso, sei veneziana. Todavía no terminaba de digerir las palabras de la amable signora, cuando ya estábamos llegando al ministerio de salud, donde se tardaron dos minutos en hacerme una cartilla médica. Así, en cuestión de un par de horas, entré en la vida fiscal italiana, me hice de un marido, obtuve una dirección en Venecia, un doctor. En suma, me volví residente de una de las ciudades en el mundo que tiene menos población fija y que más residentes pierde por año. No sólo eso, sino que además pude ser testigo de una ciudad invisible y probablemente en peligro de extinción: la Venecia vacía, húmeda y silenciosa de las oficinas de gobierno. Sí aún existe una Venecia tolerable, es la de estos paraísos burocráticos. Alrededor del atardecer, me desplomé en las manos del dottore Stefano, que me curó con una pastilla de color amarillo.

 

Relingo

Existen escritores que inventan ciudades y se adueñan de épocas enteras con la empuñadura de la pluma y el filo de genio: el Londres de Chesterton y Johnson, el Paris de Rousseau o Baudelaire, el Dublín de Joyce. También hay quienes, a fuerza de lecturas, soledad y horas quietas, conquistan territorios literarios, paradigmas filosóficos, espacios imposibles: la torre de Montaigne, la celda de Sor Juana Inés de la Cruz, la tumba de Chateaubriand. Hay personas que, con la paciencia de un jardinero, cultivan el arte del aforismo durante toda una vida y lo miran florecer –tarde quizá, pero rotundamente– bajo sus pies: tal es el caso de Wittgenstein y de un italoargentino de cuyo nombre no me acuerdo nunca. Otros, construyen historias como palacios extraordinarios o islas desiertas que luego habitan, como un personaje más de su misma urdimbre -quizá por ahí anden Sebald, Melville, Conrad y Defoe. Y otros más que, entregados al oficio arduo de escardar su propio lenguaje, terminan echando raíces en páramos desiertos, pero, eso sí, colmados de humus poético: “Un cúmulo de imágenes rotas donde reverbera el sol”, escribe T.S. Eliot de su tierra baldía. Yo, que he ensayado sin el menor fruto algunas de estas cosas, tengo la dicha de ser residente en una de las ciudades más literarias y librescas, y no por la bendición de una pluma agraciada ni tampoco por fidelidad de las musas. Lo que es peor, ni siquiera por el sudor de la frente y del puño, sino a causa de una terrible –aunque muy frecuente, y por ende muy vulgar– enfermedad de la vejiga: la innoble cistitis bacteriana.

Me reconforta pensar que si muero malograda, como murió Joaquín Ramírez, nadie me andará mandando a mi “verdadera patria” porque, sin un dejo de crisis identitaria y todavía pasivamente atea, habré asumido una falsa residencia permanente en la Serenísima República de Venecia y estaré enterrada en algún relingo, no muy lejos de Joseph Brodsky, en la sección popular del cementerio de San Michele.

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