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¿Te torturaron?

Silvia Lee Silvia Lee Silvia Lee

Silvia Lee

“Diez ejecutados el día de ayer”, dice un fotógrafo que está cumpliendo su turno de trabajo, más para él mismo que para los que aguardamos en silencio expectante, mientras le da una hojeada al periódico sobre sus piernas.

La oficina de fotografía en El Diario de Juárez con sus paredes blancas y sus fotos plagadas de matices de colores brillantes parece que muere y nace todos los días. Tras las fotos de muerte hay más que casquillos; está la incertidumbre de si hoy es el último día de tu existencia.

 

 

Los dos fotógrafos de la sección policiaca aguardan. Han aprendido a poner en stand by al tiempo. Revistas, periódicos, páginas en Internet y las miradas al vacio son sus más leales aliados.  En cualquier momento el radio sobre el escritorio puede dar el pitazo de otro más. La espera de la muerte, entre la supuesta seguridad de un diario de Ciudad Juárez, pide como derecho de piso un tributo de sangre.

En el escritorio principal está la foto de Luis Carlos, rodeado por veladoras, un Jesús que no pudo hacer nada más que observar, un lente focal, dos cámaras fotográficas de esas que había antes de las digitales, un rosario violeta, flores artificiales y naturales de cempasúchil y una banda amarilla con letras negras que advierten: “Precaución”.

El personaje de la foto fue asesinado a quemarropa en el 2010, cuando salía de un centro comercial en el que estaba tomando un curso de fotografía. Balazos a quemarropa mientras conducía. El otro fotógrafo que actuaba de copilto logró sobrevivir.

Sandra y Luz se presentan con la modestia de aquellos que ya no tienen que demostrar su valía. Ganadoras del premio Reporteros del Mundo en 2010 y puntos de referencia clave para un sinfín de periodistas que se aventuran en la Tierra de Nadie. Entran en el bar que se encuentra frente al diario, después de su jornada de trabajo. Los meseros las reconocen y se acercan. Clientas asiduas. Sandra sonríe mientras el mesero realiza la misión imposible de buscarnos una mesa disponible en ese viernes de quincena. El lugar está que revienta. “Octubre del año pasado fue el mes más peligroso del que se tenga memoria. Por primera vez en Ciudad Juárez, nadie salía. ¡Nosotras dos nos encargamos de mantener a flote este bar!” Sonrisas cómplices. “Todo el mundo lo sabe, los periodistas de Juárez somos los que más tomamos.”

Los tequilas llegan justo a tiempo para amenizar el vaivén de historias sobre la Tierra de Nadie. Sandra nota nuestra sorpresa al ver un bar tan lleno en una ciudad tan peligrosa. Las mujeres toman, se ríen y bailan despreocupadamente al ritmo de la música moderna y pegajosa. Los hombres toman y toman y las ven con lujuria violenta. “Aquí en Juárez con todo y las muertas, los decapitados y el narcotráfico, la gente sale a divertirse”, nos explica.

La conversación fluye. Todo gira en torno al narcotráfico y la violencia, como si no fueran uno mismo. ¿Y cómo se puede hacer periodismo en Ciudad Juárez?

“Yo no firmo mis notas…” afirma una de las periodistas. “Que Ellos sepan que yo sé. Pero que también sepan que yo les tengo miedo.”

Ya han pasado casi dos horas en esas cuatro paredes y nada: no hay descuartizados. Uno de los dos fotógrafos, Carlos, está absorto en su computadora. No habla, no se mueve, solo espera. El radio que intercepta la señal policiaca hace su entrada triunfal: movimiento de policías federales en Ejército. Carlos se pone de pie y señala al hombre en la fotografía: “¿Sabes quién es él? Él es Luis Carlos y me salvó la vida.”

A tan solo una semana de haber ingresado a la sección policiaca como fotógrafo, tuvo el encuentro más cercano con la muerte. Él y Luis Carlos salían de su curso de fotografía para regresar al diario, cuando un sujeto con el rostro cubierto se les acercó. Nos dan una camioneta color blanca rotulada con el nombre del diario. “Si nos toca, pues que no sea por confusión”, dice Carlos.

“Luis Carlos me salvó la vida”, repite. Cuando vieron al sujeto con la máscara sólo pudo gritarle a su compañero: “¡dale, dale, dale!”. Le dio, pero no antes de que sus cuerpos fueran alcanzados por las balas. “Estaba alto y aun al morir, su cuerpo siguió ejerciendo presión sobre el acelerador y el carro siguió avanzando. Logré escapar. Corrí hacia el interior de la plaza y no paré de correr, di vueltas y vueltas, hasta que los guardias me detuvieron. Los policías y las ambulancias no tardaron en hacer su aparición”, recuerda mientras maneja diestramente por el tráfico de Ciudad Juárez.

El escritorio de Luz se ha convertido en leyenda. Periodistas de todas partes del mundo que van a Ciudad Juárez lo visitan. Al fondo del segundo piso de las oficinas de su periódico, Luz ha convertido su espacio de trabajo en trincheras de recuerdos.

Sobre uno de los estantes hay una colección de casquillos de balas que ha recogido mientras realiza su trabajo. Hay de todos los tamaños y para todos los sicarios. Vidrios rotos, varias imágenes de la Virgen de Guadalupe, una paloma blanca que ruega por la paz, numerosas piedras y una pelota de beisbol desvencijada.

¿Por qué guardas todo esto, Luz?

“Para no olvidar la crueldad de la Guerra del Narcotráfico”.

Pasó un poco más de un año para que Carlos regresara a trabajar como fotógrafo en El Diario de Juárez. Por radio le avisan que hay un posible “3-8”. Maneja más rápido. La adrenalina por ser el primero en llegar a la escena es palpable arriba de la pick-up.

Carlos era apenas un practicante cuando sufrió el atentando: tres balas lo alcanzaron y perforaron su pulmón izquierdo. Dejando como resultado cinco meses en rehabilitación y otros más para incorporarse de nuevo a las filas del periódico. La pregunta inevitable hace su aparición: “¿Por qué regresaste a un trabajo donde estuviste a punto de perder la vida?’”

“Me gusta este trabajo. Nunca podría estar tras un escritorio todo el día”, responde.

Luz ya no cubre la sección policiaca de su periódico. Las amenazas constantes la obligaron a tomar otra ruta para ejercer el periodismo. Antes de eso, era una periodista que entre sus pertenencias cargaba con refrescos, dulces, alcohol y con su libreta de notas.

“Tuve que empezar a hacerlo. A veces llegaba antes que las ambulancias y me partía el corazón ver a niños que acababan de perder a alguien cercano, o a una mujer a punto de desmayarse. Tenía que hacer algo.”

Parece que nos acercamos al supuesto “3-8”. La esquina de la calle está repleta de policías federales. Algunos todavía sobre sus camionetas, otros más ya están hablando por radios. Su temor es visible. No se dejan fotografiar. No había ningún 3-8 visible. Los federales habían capturado a unos sicarios con los que se habían enfrentado unos minutos antes.

“No tendrían más de 15 años a los que agarraron”, comenta un vecino. La impotencia y la pasividad con la que lo dice son escalofriantes. Ciudad Juárez se ha acostumbrado ya a perder a sus jóvenes y ahora también a sus niños a manos del narcotráfico, que les ofrece un oasis repleto de balas, drogas y muerte.

“A Luz le perdonaron la vida”, alguien recuerda. “Ya iban los hombres armados por ella, pero al ver que Luz iba con su hija, la dejaron vivir.”

Carlos tiene una hija que está por nacer. Espera que siga con la tradición familiar y también se dedique a la fotografía. ¿Podrá su hija caminar libremente por la calle con una cámara fotográfica al hombro cuando sea grande? Esperemos que sí. La radio anuncia que ahora sí hay un “3-8” a unas cuantas cuadras.

Ciudad Juárez, como muchas otras ciudades de México, ha sido golpeada por esta Guerra contra el Narcotráfico, donde son muchos los que mueren y son pocos los que se regocijan. Una guerra que ha marcado a una generación y de la que pocos saldrán ilesos. Una guerra ilegítima que atormenta a una nación entera. La Guerra contra el Narcotráfico es una farsa. El narcotráfico no es el rival, no es el contrario. La lucha es contra México.

A un costado del estante repleto con casquillos de balas hay folletos con los rostros amenazantes de los “más buscados”, réplicas de narcomantas y una pequeña hoja de cuaderno donde alguien escribió: “¿te torturaron?”.

En la presentación de unos supuestos sicarios en la PGR, aparecieron jóvenes golpeados que apenas podían mantenerse de pie y se declararon culpables en un santiamén. Luz sacó una hoja, anotó dos palabras y se la mostró a los detenidos. Todos asintieron.

Publicado originalmente en Contralínea

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