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Manifiesto por un neocorrido

Un día mis papás regresaron.

Yo estaba en la esquina de Revolución y Barranca del Muerto, esperando un taxi. Llovía, y una pareja de novios simulaba besarse a un lado de mí. Por fin un taxista se detuvo. En cuanto abrí la puerta el chofer desvió el rostro. Debí sospechar.

En el momento en que entraba sentí un golpe en la nuca: los enamorados, hombre y mujer, se sentaron conmigo, a diestra y siniestra. Me pegaron con una macana.

Iba a reclamarles cuando los reconocí: eran mi padre y mi madre.

 

Algo cambiados, pero esencialmente eran ellos.

 

Sentí que iba entrando en un espejismo.

Mi madre había adelgazado un poco, mientras que mi papá usaba el mismo bigote y el mismo copete. La misma brillantina. Sus modales eran un poco más rudos, acaso por las presiones del oficio. Esto es un asalto, ordenó, Quieto y cooperando.

Como nunca hubo buena comunicación entre nosotros terminé por quedarme callado: mi padre era así.

Siguiendo una orden de mi progenitora (que siempre tomó las decisiones importantes) el taxista tomó una vía rápida y le dimos la vuelta a la ciudad. Entretanto mi madre apoyaba un cuchillo muy afilado debajo de mis costillas. Un cuchillo para limpiar peces, siempre le gustó cocinar.

Extrajeron mi cartera y mi padre rugió: ¿Quinientos pesos? ¿Sólo cargas quinientos pesos, cabrón? A continuación me aplicó una técnica correctiva que no sé de dónde aprendió. Cuando vivíamos juntos jamás fue tan violento, es más: nunca me pegó.

El tercer o cuarto golpe me dio en un parietal (vi un resplandor negro) y estuvo a punto de hacer que perdiera el sentido: ¿Qué no sabes que uno no debe salir a la calle con tan poco dinero?

Para que yo aprendiera la lección fuimos a un cajero a sacar mis ahorros. ¿Y qué le iba a reclamar? A un padre se le escucha y respeta.

Y ahí vamos, paseando de noche por el Periférico, deteniéndonos en diversos cajeros automáticos para saquear mis ahorros. Luego tomamos Viaducto.

Daban las doce y seguíamos paseando, Mamá, Papá y yo, como una familia feliz.

¡Ah, qué nostalgia me da!

 

Para entonces yo tenía la impresión de que un banco de niebla me impedía ver directamente la realidad. Como apenas si podía sentarme derecho comprendieron que no intentaría nada y la vigilancia se relajó. Pero llegó un momento en que nos estacionamos junto a otro cajero automático y mi padre dejó la puerta entreabierta. Reconocí la calle Insurgentes, a la altura del eje 3; vi una parada de metro que me esperaba con los brazos abiertos y la niebla se retiró, animándome a dejar el vehículo. Cuando me preparaba a saltar me encontré con los ojos del taxista, que me examinaba por el retrovisor. Sin dejar de mirarme estiró un brazo, cerró la puerta y colocó el seguro: Ya se iba este compa –y mi madre se rió:

Qué se iba a ir, si aquí está como en casa.

Entonces el conductor subió el volumen de la radio y oí claramente un corrido.

Uno de narcos.

Conté hasta diez, pero la canción era eterna, y mi padre no tenía para cuando volver del cajero.

Todo tiene un límite. Pero el corrido no.

Carajo, me pregunté, ¿pusieron un corrido para asaltarme o me asaltaron para ponerme un corrido? Y como mi padre no regresaba me aclaré la garganta y pregunté si podían sintonizar otra cosa.

Supongo que toqué algún punto sensible, porque el taxista se dio media vuelta y me apuntó con un desarmador.

Es que, le dije, a fin de cuentas el que está pagando por esto soy yo.

 

(Hay veces en que uno piensa cosas, pero no las dice. Otras dice, pero no las piensa. Cuando uno tiene un desarmador apuntando a su cuello no razona de la misma manera. Juro que, palabras más, palabras menos, intenté razonar: Mire, le dije, no es que no me gusten los corridos, tan solo los que están escritos en octosílabos. Quiero decir: no soporto los corridos que hablan de narcos, nada más los que hablan de narcos. Entre el corrido y el narcocorrido me quedo con el primero. En lugar de narcocorridos predecibles y mal escritos necesitamos un neo-corrido más inventivo y perdurable. Quien ha escuchado un narcocorrido los ha escuchado todos: la realidad está en otra parte, y el narcocorrido no la refleja por completo. En cambio el Corrido está allá, en una esquinita del Bar del Universo: cuando tiene algo qué decir, cierra los ojos e imagina su propia y pequeña realidad. De ocho en ocho sílabas la va soltando, apoyada por tuba o acordeón, bajo sexto y bataca:

 

Un domingo estando errando / se encontraron dos mancebos/ metiendo mano a sus fierros/ como queriendo pelear.

 

Año de mil novecientos/ muy presente te tengo yo/ en un barrio de Saltillo Rosita Alvírez murió./ Su mamá se lo decía:/ Rosa esta noche no sales / Mamá no tengo la culpa/ que a mí me gusten los bailes.

 

Volaron los pavorreales/ rumbo a la sierra mojada/ mataron a Lucío Vázquez/ por las mujeres que amaba.

 

Voy a cantar el corrido/ del salteador del camino/ que se llamaba Porfirio/ llamado El ojo de vidrio/ Lo tuerto no le importaba/ pues no fallaba en el tiro.

 

O bien:

 

Salieron de San Isidro/ procedentes de Tijuana/ traían las llantas del carro/ repletas de yerbamala / eran Emilio Varela/ y Camelia la tejana.

 

Si algo bueno tiene el corrido es que no pierde tiempo en reflexionar sobre los sentimientos de sus personajes: los muestra en acción y se burla de ellos. Como dijo el Piporro: “Cuando un hombre derrama lágrimas/ es porque está llorando”. El corrido va a lo profundo. Con ironía o no. A lo mejor es por eso que se escuchan mejor en carreteras y cantinas, cuando uno está a punto de hacer un viaje de ida o uno de vuelta. A veces, en ciertas circunstancias, nada acompaña mejor que un corrido.

En cambio, los narcocorridos se quedan en la superficie, el elogio superficial. Por ello son la cosa más aburrida que existe: ¿los oirán los sicarios en horas laborales? En mi opinión se necesita una renovación de sus contenidos. Temas que no ha abordado el narcocorrido:

  1. El fin de la historia.
  2. Nociones de narratología.
  3. La vida en tiempos del liberalismo.
  4. Mímesis.
  5. Falacias patéticas.
  6. La posmodernidad explicada a los niños.
  7. ¿Existe un pensamiento propio de la novela?
  8. La metafísica hoy.
  9. Calentamiento global.

Abajo los corridos machacones, y los narcocorridos que no descubren un territorio artístico novedoso, que cuentan la misma historia de siempre.

Rechacemos el mal corrido.

Narración efectiva, no distracción.

Larga vida al neocorrido.

Haga suya nuestra causa.)

 

Cuando el taxista se quitaba el cinturón de seguridad mi padre volvió del cajero.

No le gustan los corridos, dijo mi madre.

Mi padre me miró con disgusto.

Mi madre lo secundó (siempre se apoyaron entre ellos). Pensé que iban a reprenderme como hacían en mi infancia, cuando rechazaba la sopa, y ellos insistían por mi bien:

Escúchelo.

No me gusta.

Que lo escuche, le digo.

No quiero.

No se levanta hasta que escuche el corrido.

Pero en lugar de eso mi padre me miró como diciendo: Pinche hijo tan fresa, nomás para eso te mandé a una escuela privada, para que renegaras de tu origen. Y volvió a sacar la macana mientras mi madre me sujetaba las manos. El taxista arrancó.

Me corrigieron con amor y firmeza, como debe hacer un padre con su hijo. Hasta el taxista participó. En eso estaban cuando nos alcanzó una patrulla.

Agáchate, agáchate, me decía ella.

No, levántate, me ordenó él.

¿Me agacho o me levanto?, les pregunté yo. No puedo hacer las dos cosas.

Como cada vez que les planteaba una pregunta incómoda, mis padres guardaron silencio y el taxista se estacionó. El policía bajó de su patrulla y se asomó por la ventana. Meneó la cabeza y les dijo:

¿Qué pues? ¿No les dije que no quería verlos aquí?

Es nuestro hijo, oficial; dijo ella: Lo estamos sacando a pasear.

Sí, cómo no, dijo el policía.

Nomás traía esto…

Mi padre le extendió el dinero que habían conseguido quitarme hasta ese momento. El policía se lo guardó en el pantalón y les dijo: A chambear a su zona.

El taxista arrancó.

Pasado el susto, mi padre sacó la macana y volvió a pegarme: Todo esto fue por culpa tuya, cabrón; nos traes mala suerte.

Estaban muy enojados.

Me ordenaron cerrar los ojos. Entonces mi padre sacó una hoja de papel y la apoyó sobre mi muslo derecho. Allí escribió: “¿Dónde lo tiramos?”. Luego le pasó el papel a mi madre, que escribió sobre mi muslo izquierdo algo que no supe descifrar. La rabia desfiguraba su letra, por lo general muy cuidada.

Dieron una instrucción al taxista, que aceleró.

El estéreo tocaba El hijo desobediente. Me acuerdo como si fuera ayer: esa historia de horror extrañísima, el relato de una tragedia que se ve venir pero no puede impedirse, contada como si el cantante disfrutara de ese horror inmenso. Me dije: Esta canción es lo último que voy a oir.

Escuché que mi padre le quitaba el seguro a su pistola y sentí que ahora sí me iba a desmayar. ¿Todos los que van a morir escucharán una melodía como ésa?

Teoría: cuando van a matar a alguien primero le ponen El hijo desobediente.

El taxi entró a una calle oscura y desierta.

Ordenaron: Bájate.

Chíngatelo, dijo mi madre.

En la puerta había un dibujo de La Santa Muerte.

Bájese.

Quise obedecer pero me temblaron las piernas.

Entonces mi padre me apuntó con la pistola, y animado por semejante estímulo dejé el núcleo familiar.

Caminé con las manos en alto hasta que topé con pared.

El hijo desobediente estaba por terminar.

Adiós papá, adiós mamá.

Ya con ésta me despido.

En eso oí un arrancón y abrí los ojos. Estaba en la colonia Guerrero, frente a un taller mecánico, entre charcos de aceite y autos oxidados.

Pensé: No lo puedo creer, me abandonaron mis padres.

Al caminar hacia la avenida encontré el papel con que intentaron ponerse de acuerdo. Pensé en hacer algo con él, quizás una carta al padre, o una denuncia de mi madre y sus actividades ilícitas.

¿Denunciar a papá o a mamá?

Hice las dos cosas, aunque ellos me advirtieron que tomarían represalias.

Soy un hijo desobediente.

Ayer vi una foto de mi madre en los diarios. El titular indicaba que era una de las criminales más buscadas y peligrosas. No me extraña ni tantito. Donde quiera que esté, le deseo mucha suerte. Mi santa madre.

De vez en cuando mi padre me llama y me dice: Te vas a morir, cabrón delator. Yo hago lo que haría un hijo maduro y sereno: finjo que no lo he escuchado, cuelgo y enciendo la tele. Entonces me pongo a pensar quiénes me han asaltado en el último año: un carterista, dos ex policías e incluso mis padres: hay que ver qué bajo ha caído el país. Pero sigan, sigan oyendo corridos.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Martín Solares
  • Biografía: Escritor y editor de Almadía

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